CHILE: LA MAYOR DERROTA ELECTORAL DE LA IZQUIERDA DEL RÉGIMEN EN MEDIO SIGLO
"El progresismo entrega el país a la extrema derecha"
El resultado de las elecciones chilenas del 16 de noviembre marca un giro decisivo hacia la derecha: el oficialismo sufre una derrota histórica y queda sin capacidad de incidir en el Parlamento. En la presidencial, aunque Jeannette Jara lideró la primera vuelta, el voto conservador sumado anticipa una segunda vuelta favorable a Kast. En este análisis, el abogado y militante marxista Gustavo Burgos desentraña las causas profundas de este retroceso y sus consecuencias para el movimiento popular.
NOTA DE LA REDACCIÓN:
Las elecciones chilenas del pasado domingo, 16 de noviembre, definieron un Parlamento claramente inclinado hacia la derecha. Las fuerzas oficialistas sufrieron un retroceso importante en ambas cámaras, mientras la derecha y la ultraderecha obtuvieron una representación muy superior, dejando al bloque de gobierno sin capacidad real de influir en la agenda legislativa.
En la primera vuelta de la elección presidencial, la jornada dejó abierta una segunda vuelta entre la candidata oficialista Jeannette Jara y el ultraderechista José Antonio Kast. Pero aunque la aspirante del gobierno logró pasar en primer lugar, el resto del voto conservador suma un porcentaje muy alto que, previsiblemente, se alineará con Kast en el balotaje. Aproximadamente un 70% del electorado chileno votó en primera vuelta por candidaturas de derecha, ultraderecha o derecha populista.
Gustavo Burgos, abogado y militante marxista chileno, analiza para los lectores de Canarias Semanal las razones profundas de este escenario y las implicaciones políticas del resultado.
Por GUSTAVO BURGOS (*) DESDE CHILE PARA CANARIAS-SEMANAL.ORG.-
Los resultados de la primera vuelta presidencial y de las
elecciones parlamentarias de ayer constituyen, sin exageración alguna, la mayor derrota electoral de la izquierda del régimen en medio siglo. La primera vuelta ha dejado un escenario que expresa crudamente la magnitud del desplome: la extrema derecha —representativa, en conjunto, de casi un 70% del electorado— se inscriben sin matices como la fuerza institucional dominante, mientras el oficialismo apenas logra una votación que lo relega a la condición de fuerza subsidiaria dentro del propio engranaje institucional que se dispuso a administrar.
En el Parlamento, la magnitud del retroceso se evidencia en la obtención global de escaños: el oficialismo sufre un desfonde histórico que liquida toda posibilidad de ejercer algún contrapeso y que, en términos políticos, lo convierte en un espectador irrelevante del proceso abierto.
"Este resultado es el desenlace lógico del proyecto contrarrevolucionario que el progresismo gobernante ejecutó con disciplina desde el mismo momento en que asumió el poder"
Este resultado no es un accidente ni puede explicarse únicamente por errores tácticos de campaña o las «fake news». Es el desenlace lógico del proyecto contrarrevolucionario que el progresismo gobernante ejecutó con disciplina desde el mismo momento en que asumió el poder. La impunidad garantizada a la represión posterior al 18-O, la criminalización sistemática de la protesta social, la obsesiva aprobación de más de sesenta leyes de combate al pueblo y la instalación persistente del discurso de la extrema derecha como eje de toda la política gubernamental no podían sino producir este cuadro: un movimiento de masas desmovilizado, perseguido y desmoralizado; una juventud política desarticulada y un electorado que, enfrentado al vacío estratégico del progresismo, fue empujado a alinearse con la única fuerza a la que el Gobierno reconoció como legítima: la derecha dura.
Luego de cuatro años marcados por sucesivas derrotas electorales, retrocesos programáticos y capitulaciones abiertas, el Gobierno de Boric solo puede reclamar un logro: la “estabilización del régimen”. Pero esa estabilización no es otra cosa que el cumplimiento diligente del mandato del Acuerdo por la Paz: restaurar la gobernabilidad por la vía de destruir toda forma de organización e iniciativa política nacida al calor del Octubre del 19. Esa tarea contrarrevolucionaria quebró el frágil equilibrio histórico que había permitido la alternancia y la existencia de una oposición controlada dentro del régimen.
Al desplazar el eje político hacia la derecha y vaciar de contenido toda alternativa institucional de cambio, el progresismo pavimentó la llegada de la extrema derecha a La Moneda y al Congreso. Lo que hoy asistimos no es una sorpresa, sino la consecuencia inevitable de ese proceso.
"Ni el mal menor, ni la unidad democrática, ni los llamados a “proteger la institucionalidad” pueden sino profundizar la derrota estratégica del movimiento popular"
En este marco, la tarea de la vanguardia que se reclama de la clase trabajadora y de la revolución social es completamente distinta a la que el progresismo y el antifascismo liberal intentan imponer. Ni el mal menor, ni la unidad democrática, ni los llamados a “proteger la institucionalidad” pueden sino profundizar la derrota estratégica del movimiento popular. Lo que se requiere es levantar una plataforma de lucha clasista, arraigada en el activismo y las organizaciones de base, que afirme sin ambigüedades la inviabilidad de toda salida democrática e institucional a la crisis del capitalismo chileno. El parlamentarismo como horizonte, el cálculo electoral permanente y la ilusión en reformas desde arriba son los artefactos ideológicos que han permitido este proceso de reacción. Es preciso romper con ellos de manera categórica.
En este sentido, los magros resultados de la candidatura del profesor Artés y de la lista parlamentaria del PTR deben ser analizados con seriedad. No constituyen un fracaso por la votación obtenida —siempre marginal en un escenario de reacción— sino por la incapacidad de interpelar al núcleo trabajador y popular del país, de aglutinar activismo y de presentarse como una referencia socialista, obrera y revolucionaria en un momento crítico. Las campañas no lograron expresar un horizonte de clase diferenciador, ni perfilarse como polos de reagrupamiento efectivo frente a la ofensiva reaccionaria. Esa lección debe asumirse sin eufemismos.
La reivindicación de la revolución obrera, de la acción directa y de las enseñanzas estratégicas del Octubre del 19 debe constituir el centro de un programa capaz de orientar al activismo en esta fase de retroceso. Hoy es necesario un reflujo consciente: explicar la derrota, comprender su significado histórico, y mostrar el camino. A la clase trabajadora no le corresponde ni reír ni llorar; le corresponde entender la mecánica de clase del proceso en curso, identificar a sus enemigos y prepararse para las inevitables irrupciones futuras. Los trabajadores volverán a las calles, porque las condiciones materiales que originaron la revuelta del 2019 no han desaparecido. Cuando ese momento llegue, será decisivo contar con una dirección que haya aprendido las lecciones de estos seis años de reacción.
Por lo indicado, el resultado electoral del día de ayer no expresa únicamente un corrimiento ideológico hacia la extrema derecha ni un episodio circunscrito a la competencia entre candidaturas. Constituye, en un sentido profundo, la ofensiva patronal más contundente desplegada por el conjunto del régimen desde la restauración democrática. La burguesía chilena —tanto su fracción tradicional como su ala liberal-progresista— ha sabido capitalizar la derrota inferida al levantamiento popular y al movimiento obrero desde 2019, orientando todos los resortes del Estado hacia la reconstrucción autoritaria del orden social. La victoria arrolladora de la extrema derecha, sumada al desfonde del oficialismo, es la cristalización electoral de un proceso contrainsurgente que lleva seis años en marcha y que ha contado con la participación entusiasta de todas las fuerzas parlamentarias.
"La campaña y el discurso de la noche electoral de Jeannette Jara ilustran el grado de disolución política alcanzado por la izquierda del régimen"
La campaña y el discurso de la noche electoral de Jeannette Jara dan cuenta de esta dinámica. Lejos de ubicarse como una oposición a la reacción en ascenso, su intervención confirmó que el progresismo es hoy el garante más disciplinado de la institucionalidad que dio origen a la derrota. Su declaración, según la cual en segunda vuelta debía tomarse “lo mejor” de los programas de quienes no pasaron —desde Matthei a Paris y, sin sonrojarse, también Artés—, ilustra el grado de disolución política alcanzado por la izquierda del régimen. La incapacidad de formular siquiera una crítica reformista mínima en un escenario de derrota aplastante es demostrativa de su función histórica: mantener al pueblo desmovilizado, neutralizar la protesta social y asegurar la continuidad del orden capitalista aun cuando su propio proyecto electoral ha sido pulverizado.
Ese gesto de conciliación programática no es una anomalía atribuible al desconcierto de la noche electoral. Es la continuación coherente de lo que el progresismo ha realizado estos cuatro años: la gestión institucional de la derrota popular. No solo han sido derrotados electoralmente; han caído sosteniendo las banderas del capital financiero, de la represión estatal y del parlamentarismo reaccionario. Incluso en su ocaso, ni por demagogia son capaces de plantear una ruptura discursiva que permita reanimar al movimiento social. Por el contrario, insisten en preservar las mismas coordenadas que desmovilizaron a la clase trabajadora después del Octubre del 19: el antifascismo liberal, el mal menor, la defensa de las instituciones, la unidad democrática y la apelación vacía a una “república en peligro”.
Pero lo que está en peligro no es la república, sino la capacidad de resistencia independiente de los trabajadores. La instalación de una dictadura civil en nuestro país —una arquitectura estatal que combina leyes represivas, fortalecimiento policial, persecución judicial y control mediático— no es obra exclusiva de la extrema derecha. Es el resultado acumulado de las votaciones y gestiones del arco completo del régimen, desde los reaccionarios clásicos hasta el progresismo liberal que, mediante su administración gubernamental, otorgó legitimidad y continuidad al programa represivo surgido del Acuerdo por la Paz. El régimen ha cerrado su pinza, y el triunfo electoral de la derecha no es sino la coronación de esa operación contrarrevolucionaria.
"La única respuesta racional —por experiencia reiterada, por análisis histórico y por verificaciones sucesivas en las últimas décadas— es la construcción de un polo clasista frontalmente opuesto al régimen"
En estas condiciones, la única respuesta racional —por experiencia reiterada, por análisis histórico y por verificaciones sucesivas en las últimas décadas— es la construcción de un polo clasista frontalmente opuesto al régimen. Cualquier iniciativa política que busque presentarse como “alternativa” dentro de los marcos del antifascismo liberal está condenada no solo a la impotencia estratégica, sino a reproducir las mismas lógicas de desmovilización que han permitido esta restauración autoritaria. El antifascismo liberal —esa defensa modosa de la institucionalidad que hoy se despliega desde el comando de Jara— no constituye una barrera al avance reaccionario, sino su complemento indispensable. Allí donde se renuncia a la acción directa de masas, al programa socialista y a la independencia de clase, la reacción no encuentra obstáculos.
La derrota electoral del progresismo debe ser comprendida, por parte del activismo y de la vanguardia obrera, como una oportunidad para romper definitivamente con la ilusión de que desde dentro del régimen es posible torcer el rumbo político del país. Todo proyecto que no se plantee la reconstrucción del sujeto obrero, la organización independiente del pueblo trabajador y la confrontación abierta con la arquitectura autoritaria del Estado será absorbido por la lógica del orden.
La respuesta necesaria ha sido formulada por la experiencia histórica más honesta del movimiento obrero: clase contra clase. No hay otro terreno donde pueda recomponerse la fuerza social capaz de enfrentar la deriva autoritaria del Estado y abrir un horizonte emancipador. Cualquier otra vía —electoralista, institucional, de conciliación con las fuerzas del orden, o de apego sentimental al “progreso” y a la “democracia”— no solo se ha demostrado ineficaz; es hoy un obstáculo directo para la reorganización de los trabajadores.
El momento exige decir la verdad: la burguesía ha lanzado su ofensiva, el régimen se ha cerrado en torno a la represión y el progresismo se ha rendido incondicionalmente. Frente a esto, no queda sino reagrupar al activismo, reivindicar Octubre del 19, recuperar la acción directa y reconstruir una referencia política obrera y socialista capaz de preparar el próximo ciclo de irrupciones populares. El retroceso actual no debe dar paso al derrotismo, sino a la clarificación política. Comprender la derrota es el primer paso para construir la fuerza que habrá de superarla.
(*) Gustavo Burgos. abogado y militante marxista chileno, es director de El Porteño y conductor del canal de Youtube de anlisis político «Mate al Rey».
NOTA DE LA REDACCIÓN:
Las elecciones chilenas del pasado domingo, 16 de noviembre, definieron un Parlamento claramente inclinado hacia la derecha. Las fuerzas oficialistas sufrieron un retroceso importante en ambas cámaras, mientras la derecha y la ultraderecha obtuvieron una representación muy superior, dejando al bloque de gobierno sin capacidad real de influir en la agenda legislativa.
En la primera vuelta de la elección presidencial, la jornada dejó abierta una segunda vuelta entre la candidata oficialista Jeannette Jara y el ultraderechista José Antonio Kast. Pero aunque la aspirante del gobierno logró pasar en primer lugar, el resto del voto conservador suma un porcentaje muy alto que, previsiblemente, se alineará con Kast en el balotaje. Aproximadamente un 70% del electorado chileno votó en primera vuelta por candidaturas de derecha, ultraderecha o derecha populista.
Gustavo Burgos, abogado y militante marxista chileno, analiza para los lectores de Canarias Semanal las razones profundas de este escenario y las implicaciones políticas del resultado.
Por GUSTAVO BURGOS (*) DESDE CHILE PARA CANARIAS-SEMANAL.ORG.-
Los resultados de la primera vuelta presidencial y de las
elecciones parlamentarias de ayer constituyen, sin exageración alguna, la mayor derrota electoral de la izquierda del régimen en medio siglo. La primera vuelta ha dejado un escenario que expresa crudamente la magnitud del desplome: la extrema derecha —representativa, en conjunto, de casi un 70% del electorado— se inscriben sin matices como la fuerza institucional dominante, mientras el oficialismo apenas logra una votación que lo relega a la condición de fuerza subsidiaria dentro del propio engranaje institucional que se dispuso a administrar.
En el Parlamento, la magnitud del retroceso se evidencia en la obtención global de escaños: el oficialismo sufre un desfonde histórico que liquida toda posibilidad de ejercer algún contrapeso y que, en términos políticos, lo convierte en un espectador irrelevante del proceso abierto.
"Este resultado es el desenlace lógico del proyecto contrarrevolucionario que el progresismo gobernante ejecutó con disciplina desde el mismo momento en que asumió el poder"
Este resultado no es un accidente ni puede explicarse únicamente por errores tácticos de campaña o las «fake news». Es el desenlace lógico del proyecto contrarrevolucionario que el progresismo gobernante ejecutó con disciplina desde el mismo momento en que asumió el poder. La impunidad garantizada a la represión posterior al 18-O, la criminalización sistemática de la protesta social, la obsesiva aprobación de más de sesenta leyes de combate al pueblo y la instalación persistente del discurso de la extrema derecha como eje de toda la política gubernamental no podían sino producir este cuadro: un movimiento de masas desmovilizado, perseguido y desmoralizado; una juventud política desarticulada y un electorado que, enfrentado al vacío estratégico del progresismo, fue empujado a alinearse con la única fuerza a la que el Gobierno reconoció como legítima: la derecha dura.
Luego de cuatro años marcados por sucesivas derrotas electorales, retrocesos programáticos y capitulaciones abiertas, el Gobierno de Boric solo puede reclamar un logro: la “estabilización del régimen”. Pero esa estabilización no es otra cosa que el cumplimiento diligente del mandato del Acuerdo por la Paz: restaurar la gobernabilidad por la vía de destruir toda forma de organización e iniciativa política nacida al calor del Octubre del 19. Esa tarea contrarrevolucionaria quebró el frágil equilibrio histórico que había permitido la alternancia y la existencia de una oposición controlada dentro del régimen.
Al desplazar el eje político hacia la derecha y vaciar de contenido toda alternativa institucional de cambio, el progresismo pavimentó la llegada de la extrema derecha a La Moneda y al Congreso. Lo que hoy asistimos no es una sorpresa, sino la consecuencia inevitable de ese proceso.
"Ni el mal menor, ni la unidad democrática, ni los llamados a “proteger la institucionalidad” pueden sino profundizar la derrota estratégica del movimiento popular"
En este marco, la tarea de la vanguardia que se reclama de la clase trabajadora y de la revolución social es completamente distinta a la que el progresismo y el antifascismo liberal intentan imponer. Ni el mal menor, ni la unidad democrática, ni los llamados a “proteger la institucionalidad” pueden sino profundizar la derrota estratégica del movimiento popular. Lo que se requiere es levantar una plataforma de lucha clasista, arraigada en el activismo y las organizaciones de base, que afirme sin ambigüedades la inviabilidad de toda salida democrática e institucional a la crisis del capitalismo chileno. El parlamentarismo como horizonte, el cálculo electoral permanente y la ilusión en reformas desde arriba son los artefactos ideológicos que han permitido este proceso de reacción. Es preciso romper con ellos de manera categórica.
En este sentido, los magros resultados de la candidatura del profesor Artés y de la lista parlamentaria del PTR deben ser analizados con seriedad. No constituyen un fracaso por la votación obtenida —siempre marginal en un escenario de reacción— sino por la incapacidad de interpelar al núcleo trabajador y popular del país, de aglutinar activismo y de presentarse como una referencia socialista, obrera y revolucionaria en un momento crítico. Las campañas no lograron expresar un horizonte de clase diferenciador, ni perfilarse como polos de reagrupamiento efectivo frente a la ofensiva reaccionaria. Esa lección debe asumirse sin eufemismos.
La reivindicación de la revolución obrera, de la acción directa y de las enseñanzas estratégicas del Octubre del 19 debe constituir el centro de un programa capaz de orientar al activismo en esta fase de retroceso. Hoy es necesario un reflujo consciente: explicar la derrota, comprender su significado histórico, y mostrar el camino. A la clase trabajadora no le corresponde ni reír ni llorar; le corresponde entender la mecánica de clase del proceso en curso, identificar a sus enemigos y prepararse para las inevitables irrupciones futuras. Los trabajadores volverán a las calles, porque las condiciones materiales que originaron la revuelta del 2019 no han desaparecido. Cuando ese momento llegue, será decisivo contar con una dirección que haya aprendido las lecciones de estos seis años de reacción.
Por lo indicado, el resultado electoral del día de ayer no expresa únicamente un corrimiento ideológico hacia la extrema derecha ni un episodio circunscrito a la competencia entre candidaturas. Constituye, en un sentido profundo, la ofensiva patronal más contundente desplegada por el conjunto del régimen desde la restauración democrática. La burguesía chilena —tanto su fracción tradicional como su ala liberal-progresista— ha sabido capitalizar la derrota inferida al levantamiento popular y al movimiento obrero desde 2019, orientando todos los resortes del Estado hacia la reconstrucción autoritaria del orden social. La victoria arrolladora de la extrema derecha, sumada al desfonde del oficialismo, es la cristalización electoral de un proceso contrainsurgente que lleva seis años en marcha y que ha contado con la participación entusiasta de todas las fuerzas parlamentarias.
"La campaña y el discurso de la noche electoral de Jeannette Jara ilustran el grado de disolución política alcanzado por la izquierda del régimen"
La campaña y el discurso de la noche electoral de Jeannette Jara dan cuenta de esta dinámica. Lejos de ubicarse como una oposición a la reacción en ascenso, su intervención confirmó que el progresismo es hoy el garante más disciplinado de la institucionalidad que dio origen a la derrota. Su declaración, según la cual en segunda vuelta debía tomarse “lo mejor” de los programas de quienes no pasaron —desde Matthei a Paris y, sin sonrojarse, también Artés—, ilustra el grado de disolución política alcanzado por la izquierda del régimen. La incapacidad de formular siquiera una crítica reformista mínima en un escenario de derrota aplastante es demostrativa de su función histórica: mantener al pueblo desmovilizado, neutralizar la protesta social y asegurar la continuidad del orden capitalista aun cuando su propio proyecto electoral ha sido pulverizado.
Ese gesto de conciliación programática no es una anomalía atribuible al desconcierto de la noche electoral. Es la continuación coherente de lo que el progresismo ha realizado estos cuatro años: la gestión institucional de la derrota popular. No solo han sido derrotados electoralmente; han caído sosteniendo las banderas del capital financiero, de la represión estatal y del parlamentarismo reaccionario. Incluso en su ocaso, ni por demagogia son capaces de plantear una ruptura discursiva que permita reanimar al movimiento social. Por el contrario, insisten en preservar las mismas coordenadas que desmovilizaron a la clase trabajadora después del Octubre del 19: el antifascismo liberal, el mal menor, la defensa de las instituciones, la unidad democrática y la apelación vacía a una “república en peligro”.
Pero lo que está en peligro no es la república, sino la capacidad de resistencia independiente de los trabajadores. La instalación de una dictadura civil en nuestro país —una arquitectura estatal que combina leyes represivas, fortalecimiento policial, persecución judicial y control mediático— no es obra exclusiva de la extrema derecha. Es el resultado acumulado de las votaciones y gestiones del arco completo del régimen, desde los reaccionarios clásicos hasta el progresismo liberal que, mediante su administración gubernamental, otorgó legitimidad y continuidad al programa represivo surgido del Acuerdo por la Paz. El régimen ha cerrado su pinza, y el triunfo electoral de la derecha no es sino la coronación de esa operación contrarrevolucionaria.
"La única respuesta racional —por experiencia reiterada, por análisis histórico y por verificaciones sucesivas en las últimas décadas— es la construcción de un polo clasista frontalmente opuesto al régimen"
En estas condiciones, la única respuesta racional —por experiencia reiterada, por análisis histórico y por verificaciones sucesivas en las últimas décadas— es la construcción de un polo clasista frontalmente opuesto al régimen. Cualquier iniciativa política que busque presentarse como “alternativa” dentro de los marcos del antifascismo liberal está condenada no solo a la impotencia estratégica, sino a reproducir las mismas lógicas de desmovilización que han permitido esta restauración autoritaria. El antifascismo liberal —esa defensa modosa de la institucionalidad que hoy se despliega desde el comando de Jara— no constituye una barrera al avance reaccionario, sino su complemento indispensable. Allí donde se renuncia a la acción directa de masas, al programa socialista y a la independencia de clase, la reacción no encuentra obstáculos.
La derrota electoral del progresismo debe ser comprendida, por parte del activismo y de la vanguardia obrera, como una oportunidad para romper definitivamente con la ilusión de que desde dentro del régimen es posible torcer el rumbo político del país. Todo proyecto que no se plantee la reconstrucción del sujeto obrero, la organización independiente del pueblo trabajador y la confrontación abierta con la arquitectura autoritaria del Estado será absorbido por la lógica del orden.
La respuesta necesaria ha sido formulada por la experiencia histórica más honesta del movimiento obrero: clase contra clase. No hay otro terreno donde pueda recomponerse la fuerza social capaz de enfrentar la deriva autoritaria del Estado y abrir un horizonte emancipador. Cualquier otra vía —electoralista, institucional, de conciliación con las fuerzas del orden, o de apego sentimental al “progreso” y a la “democracia”— no solo se ha demostrado ineficaz; es hoy un obstáculo directo para la reorganización de los trabajadores.
El momento exige decir la verdad: la burguesía ha lanzado su ofensiva, el régimen se ha cerrado en torno a la represión y el progresismo se ha rendido incondicionalmente. Frente a esto, no queda sino reagrupar al activismo, reivindicar Octubre del 19, recuperar la acción directa y reconstruir una referencia política obrera y socialista capaz de preparar el próximo ciclo de irrupciones populares. El retroceso actual no debe dar paso al derrotismo, sino a la clarificación política. Comprender la derrota es el primer paso para construir la fuerza que habrá de superarla.
(*) Gustavo Burgos. abogado y militante marxista chileno, es director de El Porteño y conductor del canal de Youtube de anlisis político «Mate al Rey».

































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