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CANARIAS, ENFERMA DE SILENCIO: LA PANDEMIA MENTAL QUE ARRASA LAS ISLAS

El Archipiélago lidera las estadísticas de trastornos mentales en España

Mientras los focos siguen puestos en las crisis visibles, Canarias afronta una pandemia silenciosa: la de la salud mental. Trastornos que se multiplican, suicidios que aumentan y un sistema sanitario que no da abasto. Detrás del diagnóstico clínico, emergen causas sociales profundas que exigen una respuesta política y colectiva.

Por A. RAMÍREZ PARA CANARIAS-SEMANAL.ORG.-

 

    La advertencia del Colegio Oficial de Médicos de Santa Cruz de Tenerife sobre lo que ha calificado como un “tsunami” de patologías psiquiátricas que amenaza al archipiélago, parece ser mucho más que una  figura retórica alarmista. Se trata de una realidad que los profesionales de la salud mental describen ya como una auténtica “nueva pandemia”, una crisis que crece en silencio, golpeando sin distinción de edad, género o condición social. Y aunque el foco mediático y político ha estado en otras urgencias, esta ola amenaza con desbordar un sistema de salud que ya muestra signos de fatiga crónica.

 

   El aumento exponencial de trastornos como la ansiedad, la depresión, las conductas suicidas, los problemas de alimentación o la adicción a la tecnología no es una percepción aislada. En Canarias, las cifras hablan por sí solas. Con una tasa de 518,5 casos de trastornos mentales por cada mil habitantes —muy por encima de la media estatal, situada en torno a los 331—, el archipiélago se sitúa en una posición crítica dentro del mapa nacional. Esta incidencia se recrudece entre la población joven: los menores de 25 años ya muestran cifras alarmantes de ansiedad, con una prevalencia cercana al 41%, además de otros trastornos como la hiperactividad o los problemas específicos de aprendizaje.

 

   El Colegio de Médicos ha alertado que la situación es de tal magnitud que urge una preparación específica del sistema sanitario para responder a esta demanda creciente. La infraestructura actual, sin embargo, no parece estar a la altura. El número de psiquiatras en Canarias, con apenas siete profesionales por cada 100.000 habitantes, se sitúa por debajo de la media nacional. En algunos hospitales ni siquiera hay presencia estable de especialistas en urgencias, lo que deja a muchos pacientes en manos de servicios no especializados que difícilmente pueden responder de manera adecuada a una crisis psíquica aguda.

 

   Esta falta de recursos humanos y materiales no es nueva. El Plan de Salud Mental de Canarias 2019‑2023 ya recogía el diagnóstico de un sistema fragmentado, insuficiente y mal coordinado. Se proponían entonces mejoras en la red asistencial, refuerzo de la atención comunitaria y una mayor articulación entre sanidad, educación, servicios sociales y empleo. Sin embargo, gran parte de esas medidas siguen sin aplicarse o lo han hecho de forma testimonial. La consecuencia directa es que muchos pacientes quedan a la espera de atención especializada durante meses o acuden a urgencias cuando su estado ha empeorado significativamente.

 

   A ello se suma un enfoque que sigue centrado excesivamente en la medicalización. Ante la falta de dispositivos comunitarios y terapias accesibles, la prescripción de psicofármacos se ha convertido, en demasiados casos, en la primera y única respuesta institucional al sufrimiento psíquico. Esta deriva no solo es insuficiente, sino que ignora los determinantes sociales que están en el origen de muchos de estos malestares: la precariedad laboral, el desempleo juvenil, el aislamiento, la falta de horizontes vitales o el deterioro de las redes familiares y comunitarias.

 

   Esta pandemia psíquica no puede entenderse como un fenómeno aislado ni reducido a causas individuales. El deterioro de la salud mental debe leerse como síntoma de una sociedad profundamente desequilibrada. Bajo el capitalismo, el trabajo deja de ser una fuente de realización para convertirse en una fuente de ansiedad. La inseguridad vital, la temporalidad laboral, el empobrecimiento de amplias capas sociales y la mercantilización de todos los aspectos de la vida han erosionado los vínculos sociales y debilitado el sentido colectivo. En este marco, no sorprende que el sufrimiento se dispare, especialmente entre los jóvenes que encaran un futuro hipotecado y sin garantías de vida digna.

 

   La alienación que describiera Marx no ha hecho sino profundizarse en las sociedades contemporáneas. El individuo, convertido en mero engranaje productivo, carga con las culpas de su fracaso cuando no puede sostener el ritmo que le impone el mercado. Se patologiza la tristeza, el miedo, el cansancio, sin atender a las causas estructurales que los producen. El dolor psíquico se privatiza y se medicaliza, mientras se oculta que la verdadera enfermedad es social.

 

   La respuesta a esta crisis no puede ser solo clínica ni mucho menos individualizada. Hace falta una reorientación radical de las políticas públicas: más profesionales, sí, pero también más prevención, más salud comunitaria, más educación emocional desde las etapas tempranas. Es urgente incorporar la atención psicológica en los centros de salud, reforzar los dispositivos de urgencias con equipos especializados y crear espacios accesibles para la escucha, la contención y el acompañamiento. Pero sobre todo, hace falta actuar sobre los determinantes sociales del sufrimiento: garantizar empleo digno, acceso a la vivienda, políticas de juventud, fortalecimiento del tejido comunitario y una redistribución real de la riqueza.

 

  No hay salud mental sin justicia social. No habrá recuperación emocional posible mientras buena parte de la población viva bajo la angustia permanente de no llegar a fin de mes, de no encontrar un empleo estable, de no poder proyectar una vida autónoma. Las estadísticas de suicidio —más de 230 casos en 2022 en Canarias— no son simplemente números trágicos: son el síntoma de una sociedad enferma que no ofrece salidas ni cuidados.

 

  El silencio institucional frente a esta crisis es también una forma de violencia. Mientras se recortan recursos, se externalizan servicios o se improvisan parches, miles de personas quedan a la intemperie, cargando con un dolor que no les pertenece enteramente. Frente a este panorama, urge una respuesta política valiente, capaz de asumir que la salud mental no es un lujo ni una cuestión técnica, sino un derecho colectivo y una expresión concreta de cómo organizamos la vida común.

 

  En Canarias, como en tantos otros territorios, el “tsunami” de trastornos psiquiátricos no ha hecho más que empezar. La pregunta ya no es si estamos preparados para afrontarlo, sino si estamos dispuestos a cambiar las condiciones que lo han hecho inevitable.

 
 
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