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FRANCIA; SARKOZY SALE DE PRISIÓN. EN PERÚ, EL MAESTRO PRESIDENTE CASTILLO CONTINÚA EN ELLA

Tres semanas en la prisión de La Santé: Sarkozy sobrevive al encarcelamiento más breve de la historia moderna

¿Puede una cárcel oler distinto según el pasaporte? ¿Cuánto dura el castigo de los poderosos y cuánto el de los olvidados? ¿Y qué nos dice la justicia global cuando un expresidente francés pasa veinte días entre yogures y atún en aceite, mientras un maestro peruano acumula años de prisión preventiva sin sentencia?

  POR ADAY QUESADA PARA CANARIAS SEMANAL.ORG

 

     París amaneció aliviada: Nicolas Sarkozy, el expresidente condenado por financiación ilegal, salía de la prisión de La Santé con el mismo gesto con el que otros salen de un spa mal gestionado.

    Veinte días de encierro —o “una pesadilla”, según sus propias palabras— bastaron para que Francia redescubriera su pasión por la clemencia. La justicia, tan republicana como indulgente, decretó que el hombre que una vez habló en nombre de la grandeur podía volver a casa. Eso sí, bajo “libertad vigilada”. El detalle de la vigilancia se antoja decorativo: París no vigila a sus expresidentes, los acompaña con cámaras y escoltas.

 

    Sarkozy fue condenado a cinco años por la financiación libia de su campaña de 2007. La misma que, irónicamente, coincidió con los bombardeos sobre Trípoli que ayudó a impulsar. Francia, patria de los Derechos Humanos y de los indultos selectivos, lo encarceló en La Santé, una prisión sobrepoblada donde, según Le Point, el exmandatario sobrevivió comiendo yogures y latas de atún para evitar que los demás reclusos “contaminaran” su comida. No se sabe si el detalle fue parte de su condena o de su menú presidencial.

 

   Tres semanas después, el Tribunal de Apelación lo liberó. El argumento fue jurídico, pero el mensaje, político: un expresidente no puede permanecer tanto tiempo entre gente común. “La verdad triunfará”, proclamó Sarkozy al salir, mientras los fotógrafos inmortalizaban su regreso al confort parisino. Un retorno digno de un mártir del establishment, de esos que, al tercer día —o al vigésimo—, resucitan en la prensa con una entrevista exclusiva y la generosa bendición del sistema.

 

    Mientras tanto, al otro lado del Atlántico...

      En una celda más silenciosa y menos fotografiada, el ex presidente peruano Pedro Castillo, un modesto e ingenuo maestro de escuela de origen campesino, que no supo prever el tamaño de la ferocidad de la jauría de los viejos tiburones a los que se iba a enfrentar, continúa esperando un juicio que ni siquiera se sabe si llegará a celebrarse.

 

    Lleva casi dos años en prisión preventiva, acusado de una curiosa rebelión contra sí mismo. Su celda no tiene cortinas ni yogures importados. Tampoco una esposa cantante que lo espera con un ramo de cámaras. En el Perú, los exmandatarios no salen a los veinte días: salen —si salen— después de que la opinión pública se aburra del caso o el país cambie de presidente (otra vez).

 

    La comparación podría parecer injusta, pero el mundo contemporáneo vive de las comparaciones. Sarkozy entra a prisión con un convoy mediático; Castillo, con una narrativa toscamente inventada de golpe. El primero fue condenado por recibir dinero de un mandatario extranjero; el segundo, por intentar todavía no se sabe bien qué. 

 

   La sátira, por desgracia, no la escriben los columnistas sino los tribunales. En Francia, la justicia actúa con finísima sensibilidad estética: veinte días bastan para “dar ejemplo” y mantener el mito de "la igualdad ante la ley" y de "el que la hace la paga". En América Latina, la justicia también actúa con sentido teatral, pero sin final feliz. Allí los barrotes se convierten en residencia permanente, y la libertad condicional en una leyenda urbana.

 

   Quizá sea cuestión de geografía: en París, el poder se amortigua; en Lima, se desangra. Sarkozy puede dar entrevistas sobre su “duro paso por prisión” mientras degusta café en Saint-Germain. Castillo puede escribir cartas que nadie llegará a publicar. Ambos simbolizan extremos del mismo absurdo: el castigo medido según el código postal y el idioma del reo.

 

   Y así, el mundo sigue girando entre dos cárceles: una con atún en aceite y otra sin ventana. En una, el poder se reforma; en la otra, se pudre. Y mientras la justicia francesa se felicita por su “equilibrio”, la latinoamericana perfecciona su vocación de eternidad. Al final, ambos países coinciden en algo: la cárcel es solo una metáfora, aunque algunos deban vivir dentro de ella más años que otros.

 

 
 
 
 
 
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