
¿GENIO MILITAR O MANIPULADOR DE MASAS? EL MITO DE NAPOLEÓN BAJO LA LUPA DEL ANÁLISIS MARXISTA
El imperio francés: una modernización a golpe de bayoneta
La leyenda de Napoleón Bonaparte aún continúa fascinando a millones. Pero su legado político nos obliga a cuestionar su biografía política: ¿Qué fue lo que quedó de revolucionario en un hijo de la Revolución Francesa en un autonombrado emperador que restauró jerarquías, frenó a las masas y construyó un imperio en nombre de la libertad?
POR ADAY QUESADA PARA CANARIAS SEMANAL.ORG
La figura de Napoleón Bonaparte sigue siendo una de las más fascinantes y contradictorias de la historia moderna. Admirado por su genio militar y denostado por su ambición desmedida, su legado continúa suscitando debates más de dos siglos después de su caída.
Las biografías de historiadores tales como Albert Manfred, Yevgeny Tarle o Walter Markov nos ayudan a entender un aspecto central de su trayectoria: su condición de contrarrevolucionario.
Más allá de las gestas bélicas o de la mitología que él mismo se encargó de crear, Napoleón fue un político que emergió de la Revolución Francesa, pero que acabó frenándola, domesticándola y poniéndola al servicio de un proyecto personal de dominación.
Su personalidad político-ideológica se caracteriza por el pragmatismo extremo, el uso instrumental de la ideología y una voluntad férrea de orden, centralización y autoridad.
De hijo de la Revolución, enterrador de la misma
Napoleón no podría haber ascendido de la manera fulminante en la que lo hizo, sin el terremoto social y político de 1789. La Revolución abrió paso a la movilidad social, liquidó en gran medida el poder de la nobleza y convirtió el mérito en un principio rector, al menos en el campo militar.
Un joven oficial corso de familia modesta difícilmente habría escalado tan rápido en marcos de la vieja Monarquía.
Sin embargo, la Revolución también engendró caos, violencia y fracturas. Para muchos sectores burgueses, comerciantes y propietarios, la República jacobina había llegado demasiado lejos.
Napoleón representó la síntesis: alguien capaz de conservar las conquistas que garantizaban los intereses de la nueva clase dominante, la burguesía, pero al mismo tiempo de restablecer el orden, domesticar la efervescencia popular y liquidar los restos de radicalismo democrático.
En este sentido, fue a la vez continuador y sepulturero de la Revolución. Encarnó el ascenso de la burguesía, pero puso fin a la radicalidad política de los sans-culottes. Los sans-culottes constituían el sector popular urbano de la Revolución Francesa. El término, -literalmente “sin calzones de seda”-, aludía a los artesanos, pequeños comerciantes, jornaleros, obreros manuales y sectores pobres de París que no vestían la indumentaria aristocrática.
Representaban a la plebe urbana movilizada, radical, defensora de la igualdad social y de la democracia directa. Fueron los auténticos protagonistas de las jornadas insurreccionales entre 1789 y 1794, presionando para que la Revolución avanzara hacia medidas más radicales contra la aristocracia y en favor de los pobres.
Los sans-culottes eran, en definitiva, la base plebeya de la Revolución, radicalmente democrática y hostil tanto a la nobleza como a la burguesía acomodada.
Un pragmático sin principios
Sus tres biógrafos antes citados coinciden en que Napoleón no fue un ideólogo. Su trayectoria lo muestra, en cambio, como un pragmático dispuesto a usar cualquier bandera que le sirviera en su camino hacia el poder. En su juventud se declaró republicano ferviente, luego se proclamó cónsul vitalicio y finalmente emperador coronado por sí mismo en Notre-Dame.
Su relación con la religión es otro ejemplo: tras la descristianización revolucionaria, firmó el Concordato con el Papa en 1801, restaurando la influencia de la Iglesia en la vida francesa. Pero lo hizo no por convicciones religiosas, sino porque comprendió que la religión era un instrumento de control social y cohesión.
Este carácter utilitario define toda su política. Fue republicano cuando convenía, monárquico cuando lo necesitó, revolucionario cuando buscaba apoyos populares y conservador cuando debía tranquilizar a las élites. Su ideología nunca fue doctrinal, sino táctica. Y en ese pragmatismo se escondía el núcleo de su contrarrevolución: vaciar de contenido los ideales y convertirlos en meros recursos para la acumulación de poder.
El genio de la centralización
Si hubo un rasgo político duradero en Napoleón fue su voluntad de centralizar y organizar. Francia habia salido de la Revolución fragmentada y convulsa; Bonaparte impuso un Estado fuerte, disciplinado y burocrático.
El Código Civil, promulgado en 1804, es quizá su obra más trascendente. Allí cristalizan los principios de la propiedad privada, la igualdad ante la ley y la libertad contractual, pilares jurídicos de la sociedad burguesa.
Pero junto con estas innovaciones vino una restauración social profunda: el código consagró la subordinación de la mujer al marido, la autoridad paternalista en la familia y un orden jerárquico que encajaba con su visión autoritaria. Si en la Revolución se habían abierto tímidamente puertas al divorcio o a cierta igualdad sucesoria, Napoleón se encargó de cerrarlas. La contrarrevolución también se escribió en clave doméstica.
Su impulso organizador no se limitó al derecho civil. Creó las prefecturas, reorganizó la administración y profesionalizó la burocracia. Fundó el Banco de Francia en 1800, asegurando a la burguesía financiera un instrumento sólido para estabilizar la moneda y financiar el Estado. La centralización fue así política, jurídica y económica, siempre en beneficio de la clase propietaria.
El culto al orden y a la autoridad
El orden era para Napoleón una obsesión. La Revolución había puesto a las masas en la escena política; él se encargó de sacarlas de ella. Disolvió las formas de participación popular, censuró la prensa, prohibió asociaciones obreras y reprimió huelgas incipientes. El naciente proletariado francés encontró en su régimen no un aliado, sino un muro de hierro.
El régimen napoleónico fue una dictadura militarizada que toleraba poco la pluralidad. El ideal revolucionario de libertad quedó subordinado al ideal napoleónico de estabilidad. Para la burguesía francesa y europea, ese orden resultó atractivo: era preferible un emperador fuerte que garantizara negocios, mercados y expansión imperial, antes que una República que volviera a caer en el torbellino jacobino.
En este punto, Napoleón aparece como el contrarrevolucionario por excelencia: el hombre que, partiendo del impulso revolucionario, lo recondujo hacia un orden jerárquico y autoritario, desactivando la participación popular.
Modernización y reacción
La paradoja napoleónica es que su contrarrevolución no fue restauracionista en el sentido clásico. No devolvió el poder a la vieja nobleza ni reinstauró la monarquía absoluta. Fue una contrarrevolución moderna: preservó lo útil de la Revolución para la burguesía —propiedad, movilidad social, racionalización del Estado—, pero eliminó lo que amenazaba la estabilidad del poder burgués: la democracia radical y la autonomía popular.
Así, el Régimen napoleónico combinó rasgos modernizadores con una profunda regresión política. Dejó un legado ambivalente: por un lado, las bases jurídicas y administrativas de la Francia contemporánea; por otro, la anulación del impulso emancipador de 1789.
El imperialismo como horizonte
Napoleón no se conformó con ser dictador de Francia. Su ambición lo llevó a intentar redibujar Europa bajo la égida del Imperio. En su expansión militar, exportó el Código Civil y destruyó estructuras feudales, pero lo hizo siempre en beneficio de la hegemonía francesa.
Sus conquistas tenían un carácter contradictorio: podían traer modernización allí donde llegaban, pero a costa de sometimiento y explotación. El Bloqueo Continental contra Inglaterra mostró hasta qué punto la guerra estaba al servicio de intereses económicos: buscaba asfixiar al rival comercial, pero terminó debilitando a la propia Francia.
Con ligeras diferencias de matices, sus biógrafos lo presentan como un político que llevó al extremo la lógica burguesa de expansión, acumulación y dominio, disfrazándola con el aura del genio militar. Era modernizador en apariencia, pero su universalismo escondía un proyecto de dominación.
El poder de la imagen
Si algo entendió Napoleón fue la fuerza de la propaganda. Supo construirse como héroe y mito viviente: desde los cuadros de David hasta las proclamas dirigidas a sus soldados, cultivó la figura de un caudillo invencible, elegido por la Historia.
Este culto a la personalidad no fue un adorno. Fue parte esencial de su contrarrevolución: sustituyó la soberanía popular por la veneración al líder, reemplazando la ciudadanía activa por la obediencia emocional a su figura. En este sentido, anticipó formas de cesarismo y bonapartismo que se repetirían en la historia posterior.
Personalidad e ideología
La personalidad política de Napoleón no se puede reducir a un simple esquema. Fue un hombre de talento descomunal, energía inagotable y cálculo frío. Supo leer la coyuntura como pocos y actuar con rapidez decisiva. Pero careció de una ideología coherente.
Esa ausencia no fue una debilidad, sino una herramienta: le permitió adaptarse a cada circunstancia, girar de un extremo al otro y usar las ideas como armas de combate, no como convicciones. En última instancia, su “ideología” fue el poder mismo.
El contrarrevolucionario necesario
Napoleón fue, en definitiva, el contrarrevolucionario que la burguesía necesitaba. No era un reaccionario feudal, sino un hombre nuevo que frenó a las masas y consolidó un Estado fuerte, jurídico y centralizado, sobre el que se asentaría el capitalismo francés y europeo del siglo XIX.
Su genio militar y su ambición lo elevaron, ciertamente a eso que nos pocos cursis llaman el Olimpo de la historia, pero su huella política fue la de quien cerró el ciclo revolucionario abierto en 1789. Napoleón simboliza la victoria de la estabilidad burguesa sobre la radicalidad popular, del orden sobre la libertad, de la autoridad sobre la democracia.
Por eso, más allá de las leyendas, conviene recordarlo como lo que realmente fue: el contrarrevolucionario que transformó la herencia de la Revolución en un instrumento de dominación personal y de consolidación del orden capitalista.
Su legado, mezcla de modernización y reacción, de propaganda y represión, sigue siendo un espejo incómodo en el que mirar el rostro contradictorio del poder.
POR ADAY QUESADA PARA CANARIAS SEMANAL.ORG
La figura de Napoleón Bonaparte sigue siendo una de las más fascinantes y contradictorias de la historia moderna. Admirado por su genio militar y denostado por su ambición desmedida, su legado continúa suscitando debates más de dos siglos después de su caída.
Las biografías de historiadores tales como Albert Manfred, Yevgeny Tarle o Walter Markov nos ayudan a entender un aspecto central de su trayectoria: su condición de contrarrevolucionario.
Más allá de las gestas bélicas o de la mitología que él mismo se encargó de crear, Napoleón fue un político que emergió de la Revolución Francesa, pero que acabó frenándola, domesticándola y poniéndola al servicio de un proyecto personal de dominación.
Su personalidad político-ideológica se caracteriza por el pragmatismo extremo, el uso instrumental de la ideología y una voluntad férrea de orden, centralización y autoridad.
De hijo de la Revolución, enterrador de la misma
Napoleón no podría haber ascendido de la manera fulminante en la que lo hizo, sin el terremoto social y político de 1789. La Revolución abrió paso a la movilidad social, liquidó en gran medida el poder de la nobleza y convirtió el mérito en un principio rector, al menos en el campo militar.
Un joven oficial corso de familia modesta difícilmente habría escalado tan rápido en marcos de la vieja Monarquía.
Sin embargo, la Revolución también engendró caos, violencia y fracturas. Para muchos sectores burgueses, comerciantes y propietarios, la República jacobina había llegado demasiado lejos.
Napoleón representó la síntesis: alguien capaz de conservar las conquistas que garantizaban los intereses de la nueva clase dominante, la burguesía, pero al mismo tiempo de restablecer el orden, domesticar la efervescencia popular y liquidar los restos de radicalismo democrático.
En este sentido, fue a la vez continuador y sepulturero de la Revolución. Encarnó el ascenso de la burguesía, pero puso fin a la radicalidad política de los sans-culottes. Los sans-culottes constituían el sector popular urbano de la Revolución Francesa. El término, -literalmente “sin calzones de seda”-, aludía a los artesanos, pequeños comerciantes, jornaleros, obreros manuales y sectores pobres de París que no vestían la indumentaria aristocrática.
Representaban a la plebe urbana movilizada, radical, defensora de la igualdad social y de la democracia directa. Fueron los auténticos protagonistas de las jornadas insurreccionales entre 1789 y 1794, presionando para que la Revolución avanzara hacia medidas más radicales contra la aristocracia y en favor de los pobres.
Los sans-culottes eran, en definitiva, la base plebeya de la Revolución, radicalmente democrática y hostil tanto a la nobleza como a la burguesía acomodada.
Un pragmático sin principios
Sus tres biógrafos antes citados coinciden en que Napoleón no fue un ideólogo. Su trayectoria lo muestra, en cambio, como un pragmático dispuesto a usar cualquier bandera que le sirviera en su camino hacia el poder. En su juventud se declaró republicano ferviente, luego se proclamó cónsul vitalicio y finalmente emperador coronado por sí mismo en Notre-Dame.
Su relación con la religión es otro ejemplo: tras la descristianización revolucionaria, firmó el Concordato con el Papa en 1801, restaurando la influencia de la Iglesia en la vida francesa. Pero lo hizo no por convicciones religiosas, sino porque comprendió que la religión era un instrumento de control social y cohesión.
Este carácter utilitario define toda su política. Fue republicano cuando convenía, monárquico cuando lo necesitó, revolucionario cuando buscaba apoyos populares y conservador cuando debía tranquilizar a las élites. Su ideología nunca fue doctrinal, sino táctica. Y en ese pragmatismo se escondía el núcleo de su contrarrevolución: vaciar de contenido los ideales y convertirlos en meros recursos para la acumulación de poder.
El genio de la centralización
Si hubo un rasgo político duradero en Napoleón fue su voluntad de centralizar y organizar. Francia habia salido de la Revolución fragmentada y convulsa; Bonaparte impuso un Estado fuerte, disciplinado y burocrático.
El Código Civil, promulgado en 1804, es quizá su obra más trascendente. Allí cristalizan los principios de la propiedad privada, la igualdad ante la ley y la libertad contractual, pilares jurídicos de la sociedad burguesa.
Pero junto con estas innovaciones vino una restauración social profunda: el código consagró la subordinación de la mujer al marido, la autoridad paternalista en la familia y un orden jerárquico que encajaba con su visión autoritaria. Si en la Revolución se habían abierto tímidamente puertas al divorcio o a cierta igualdad sucesoria, Napoleón se encargó de cerrarlas. La contrarrevolución también se escribió en clave doméstica.
Su impulso organizador no se limitó al derecho civil. Creó las prefecturas, reorganizó la administración y profesionalizó la burocracia. Fundó el Banco de Francia en 1800, asegurando a la burguesía financiera un instrumento sólido para estabilizar la moneda y financiar el Estado. La centralización fue así política, jurídica y económica, siempre en beneficio de la clase propietaria.
El culto al orden y a la autoridad
El orden era para Napoleón una obsesión. La Revolución había puesto a las masas en la escena política; él se encargó de sacarlas de ella. Disolvió las formas de participación popular, censuró la prensa, prohibió asociaciones obreras y reprimió huelgas incipientes. El naciente proletariado francés encontró en su régimen no un aliado, sino un muro de hierro.
El régimen napoleónico fue una dictadura militarizada que toleraba poco la pluralidad. El ideal revolucionario de libertad quedó subordinado al ideal napoleónico de estabilidad. Para la burguesía francesa y europea, ese orden resultó atractivo: era preferible un emperador fuerte que garantizara negocios, mercados y expansión imperial, antes que una República que volviera a caer en el torbellino jacobino.
En este punto, Napoleón aparece como el contrarrevolucionario por excelencia: el hombre que, partiendo del impulso revolucionario, lo recondujo hacia un orden jerárquico y autoritario, desactivando la participación popular.
Modernización y reacción
La paradoja napoleónica es que su contrarrevolución no fue restauracionista en el sentido clásico. No devolvió el poder a la vieja nobleza ni reinstauró la monarquía absoluta. Fue una contrarrevolución moderna: preservó lo útil de la Revolución para la burguesía —propiedad, movilidad social, racionalización del Estado—, pero eliminó lo que amenazaba la estabilidad del poder burgués: la democracia radical y la autonomía popular.
Así, el Régimen napoleónico combinó rasgos modernizadores con una profunda regresión política. Dejó un legado ambivalente: por un lado, las bases jurídicas y administrativas de la Francia contemporánea; por otro, la anulación del impulso emancipador de 1789.
El imperialismo como horizonte
Napoleón no se conformó con ser dictador de Francia. Su ambición lo llevó a intentar redibujar Europa bajo la égida del Imperio. En su expansión militar, exportó el Código Civil y destruyó estructuras feudales, pero lo hizo siempre en beneficio de la hegemonía francesa.
Sus conquistas tenían un carácter contradictorio: podían traer modernización allí donde llegaban, pero a costa de sometimiento y explotación. El Bloqueo Continental contra Inglaterra mostró hasta qué punto la guerra estaba al servicio de intereses económicos: buscaba asfixiar al rival comercial, pero terminó debilitando a la propia Francia.
Con ligeras diferencias de matices, sus biógrafos lo presentan como un político que llevó al extremo la lógica burguesa de expansión, acumulación y dominio, disfrazándola con el aura del genio militar. Era modernizador en apariencia, pero su universalismo escondía un proyecto de dominación.
El poder de la imagen
Si algo entendió Napoleón fue la fuerza de la propaganda. Supo construirse como héroe y mito viviente: desde los cuadros de David hasta las proclamas dirigidas a sus soldados, cultivó la figura de un caudillo invencible, elegido por la Historia.
Este culto a la personalidad no fue un adorno. Fue parte esencial de su contrarrevolución: sustituyó la soberanía popular por la veneración al líder, reemplazando la ciudadanía activa por la obediencia emocional a su figura. En este sentido, anticipó formas de cesarismo y bonapartismo que se repetirían en la historia posterior.
Personalidad e ideología
La personalidad política de Napoleón no se puede reducir a un simple esquema. Fue un hombre de talento descomunal, energía inagotable y cálculo frío. Supo leer la coyuntura como pocos y actuar con rapidez decisiva. Pero careció de una ideología coherente.
Esa ausencia no fue una debilidad, sino una herramienta: le permitió adaptarse a cada circunstancia, girar de un extremo al otro y usar las ideas como armas de combate, no como convicciones. En última instancia, su “ideología” fue el poder mismo.
El contrarrevolucionario necesario
Napoleón fue, en definitiva, el contrarrevolucionario que la burguesía necesitaba. No era un reaccionario feudal, sino un hombre nuevo que frenó a las masas y consolidó un Estado fuerte, jurídico y centralizado, sobre el que se asentaría el capitalismo francés y europeo del siglo XIX.
Su genio militar y su ambición lo elevaron, ciertamente a eso que nos pocos cursis llaman el Olimpo de la historia, pero su huella política fue la de quien cerró el ciclo revolucionario abierto en 1789. Napoleón simboliza la victoria de la estabilidad burguesa sobre la radicalidad popular, del orden sobre la libertad, de la autoridad sobre la democracia.
Por eso, más allá de las leyendas, conviene recordarlo como lo que realmente fue: el contrarrevolucionario que transformó la herencia de la Revolución en un instrumento de dominación personal y de consolidación del orden capitalista.
Su legado, mezcla de modernización y reacción, de propaganda y represión, sigue siendo un espejo incómodo en el que mirar el rostro contradictorio del poder.
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