
“SOY TESTIGO DE UNA GUERRA SIN FRONTERAS: EL NARCOTRÁFICO SE ADUEÑÓ DE NUESTRA AMÉRICA” (VÍDEO)
¿Cómo puede sobrevivirse en países donde la política y el crimen van de la mano?
Este no es un análisis académico ni un informe estadístico. Es el relato de alguien que recorrió México, Colombia, Ecuador, Brasil y Uruguay, y vio cómo el narcotráfico se convirtió en un poder que atraviesa la vida, la política y la muerte de América Latina. La violencia del narcotráfico no puede entenderse en cifras, sino en vidas rotas, en futuros deshechos. En este artículo desgarrador nos dan un testimonio directo de cómo el narco se convirtió en un poder paralelo que domina las calles, las cárceles y a los gobiernos.
Por CARLOS B. PARA CANARIAS SEMANAL.ORG.-
No escribo esto desde la distancia fría de los números, sino desde la piel y los recuerdos. Yo estuve allí. Vi barrios enteros doblarse ante la ley del narco. Escuché balas cruzando la noche. Sentí el miedo de no saber si al salir a la calle volvería con vida. ¿Cómo explicar una vida marcada por la violencia? ¿Cómo relatar lo que significa ver al narcotráfico tomar un continente entero, país por país, calle por calle?
México: crecer bajo el ruido de los disparos
Mi primera memoria clara del narco es de adolescente, en Monterrey. Tenía 16 años cuando vi cómo mataban a un vecino que apenas había comenzado como halcón. Lo conocía desde niño. Jugábamos fútbol en la misma calle. Lo mataron por una deuda mínima.
Recuerdo la escena: la gente tirada al suelo, el olor a pólvora en el aire, las madres corriendo a meter a sus hijos a las casas. Dos días después lo enterramos rápido, con miedo. Nadie quería estar demasiado tiempo en la calle.
En las carreteras vi la cara más cruda del miedo: retenes dobles. Primero los militares, luego los narcos. A veces era difícil distinguirlos. Si uno te dejaba pasar, el otro podía quitarte todo o desaparecerte. Aprendí pronto que en México la frontera entre Estado y crimen era un espejismo.
Colombia: coca, guerra y desarraigo
En Colombia el narco se siente en la tierra misma. En el Cauca vi plantaciones de coca. Familias enteras la cultivaban porque el maíz o el café no daban para comer. Una tarde llegaron helicópteros del ejército y fumigaron todo. El aire quedó cargado de químicos. La madre de la casa lloraba: “¿Y ahora qué damos de comer a los hijos?”. Nadie le respondió.
En Medellín conocí a Juan, un chico de 14 años reclutado por una banda. “Prefiero morir con un fierro en la mano que de hambre”, me dijo. Una semana después lo velaron, tres balas en el pecho.
La llamada “guerra contra las drogas” no trajo paz, solo más armas y más muertos. Las rutas del narco se multiplicaron por la selva y los ríos, mientras campesinos y jóvenes se convertían en víctimas o soldados de una guerra que no era suya.
Ecuador: cuando el narco se sienta en el poder
Ecuador me sorprendió. En pocos años el país cambió. En Guayaquil, la violencia era palpable. Recuerdo una noche: “¡Cierren las ventanas, que vienen los muchachos!”, gritó una señora. Al poco rato, motos pasaron disparando al aire. Era la forma de anunciar quién mandaba allí.
El asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio fue la confirmación de lo que ya se sabía en las calles: el narco no solo mandaba en los barrios, también en la política.
Un policía me lo dijo con cinismo: “Aquí todos negocian con el narco. Nadie pelea contra él”. Lo vi en los puertos: contenedores llenos de cocaína salían rumbo a Europa sin que nadie los revisara. El dinero sucio circulaba en obras públicas, en negocios legales. Ecuador dejó de ser un país de paso para convertirse en engranaje del narco global.
![[Img #86998]](https://canarias-semanal.org/upload/images/10_2025/2567_4235_frenta.jpg)
Brasil: cárceles convertidas en cuarteles del
crimen
Brasil me mostró otra cara. En São Paulo escuché hablar del PCC, el Primer Comando da Capital. Nació en las cárceles después de la masacre de Carandiru. Un preso me lo explicó: “Aquí adentro aprendimos que solos no valemos nada, juntos somos un ejército”. Y lo eran.
El PCC controla cárceles, barrios y rutas internacionales de droga. Tiene una estructura casi empresarial: abogados, financieros, encargados de transporte, comunicación encriptada. No dependen de un capo único, como Escobar, sino de una red que se mantiene aunque caiga un líder.
En Río, en cambio, conocí el poder del Comando Vermelho. En las favelas, los narcos reemplazan el papel del Estado.
Imponen sus reglas, dan trabajo, hasta pagan fiestas y alimentos. Pero su justicia es brutal: una bala en la cabeza para quien no obedezca.
En la Amazonía, indígenas y ribereños eran obligados a producir cocaína. “Si no lo hacemos, nos matan”, me dijo un hombre con la mirada baja. El narco no solo trafica droga: trafica la vida de los más pobres.
Uruguay: la calma engañosa
Uruguay me pareció tranquilo, casi seguro. Pero pronto entendí que era solo apariencia. Montevideo se había convertido en un puerto clave para la salida de cocaína hacia Europa.
Recuerdo a un trabajador portuario que me dijo:
“Todos sabemos qué contenedor lleva coca, pero nadie se mete, porque nadie quiere morir”.
Tenía razón. En los barrios acomodados vi casas de lujo donde se escondían narcos extranjeros. Se presentaban como empresarios, pero su negocio era la droga.
Uruguay no es productor, pero su ubicación lo volvió estratégico. La corrupción abría puertas, y el dinero del narco se movía en silencio en bancos y negocios.
Escenas que nunca olvido
La primera vez que vi un cuerpo tirado en la calle, en Monterrey.
El llanto de una madre campesina en el Cauca, mientras los químicos arruinaban su cosecha.
El eco de los disparos en Guayaquil, motos que dejaban miedo en cada esquina.
Un preso brasileño mirándome a los ojos y diciendo: “El Estado nos mató, así que hicimos nuestro propio Estado”.
El silencio de los trabajadores en Montevideo, que preferían callar antes que señalar un cargamento sospechoso.
He asistido a más velorios que fiestas. He visto madres rezar a cambio de nada. He escuchado a policías reír después de matar. He visto a políticos hablar de “luchar contra el narco” mientras cenaban con los mismos que financiaban su campaña.
Lo que comprendí en el camino
Después de recorrer estos países, entendí que el narcotráfico no es un problema aislado. No se trata solo de drogas. Es un espejo de la desigualdad brutal de nuestra América. Es un negocio sostenido por la complicidad de políticos, policías y bancos. Es una guerra que se mantiene porque a muchos les conviene que nunca termine.
Un amigo me dijo una frase que nunca olvido:
“Aquí no importa si gana el narco o el gobierno, nosotros siempre perdemos”.
Tenía razón. Los pobres ponemos los muertos. Ellos, arriba, cuentan los billetes.
Pero también vi esperanza. Vi jóvenes que eligieron el rap y el deporte en lugar de unirse a las bandas. Vi campesinos que, pese al riesgo, siguieron sembrando comida. Vi comunidades enteras que se organizaban para resistir, aunque el enemigo tuviera fusiles y dólares.
Yo no soy analista ni académico. Soy un testigo. He caminado las calles de México, Colombia, Ecuador, Brasil y Uruguay. He visto al narcotráfico crecer como un monstruo sin fronteras, más fuerte que gobiernos, más rápido que las leyes.
Sé que mientras haya pobreza, desigualdad y políticos corruptos, el narco seguirá ganando. La verdadera pregunta no es si podemos derrotarlo con balas, sino si tendremos el coraje de cambiar lo que lo alimenta.
Y mientras no lo hagamos, me queda el mismo interrogante en cada frontera que crucé: ¿cuántos más tendremos que enterrar antes de que alguien decida enfrentar las causas y no solo los síntomas?
VÍDEO: EL PRESIDENTE DE COLOMBIA COINCIDE CON MI VISIÓN TESTIMONIAL
Por CARLOS B. PARA CANARIAS SEMANAL.ORG.-
No escribo esto desde la distancia fría de los números, sino desde la piel y los recuerdos. Yo estuve allí. Vi barrios enteros doblarse ante la ley del narco. Escuché balas cruzando la noche. Sentí el miedo de no saber si al salir a la calle volvería con vida. ¿Cómo explicar una vida marcada por la violencia? ¿Cómo relatar lo que significa ver al narcotráfico tomar un continente entero, país por país, calle por calle?
México: crecer bajo el ruido de los disparos
Mi primera memoria clara del narco es de adolescente, en Monterrey. Tenía 16 años cuando vi cómo mataban a un vecino que apenas había comenzado como halcón. Lo conocía desde niño. Jugábamos fútbol en la misma calle. Lo mataron por una deuda mínima.
Recuerdo la escena: la gente tirada al suelo, el olor a pólvora en el aire, las madres corriendo a meter a sus hijos a las casas. Dos días después lo enterramos rápido, con miedo. Nadie quería estar demasiado tiempo en la calle.
En las carreteras vi la cara más cruda del miedo: retenes dobles. Primero los militares, luego los narcos. A veces era difícil distinguirlos. Si uno te dejaba pasar, el otro podía quitarte todo o desaparecerte. Aprendí pronto que en México la frontera entre Estado y crimen era un espejismo.
Colombia: coca, guerra y desarraigo
En Colombia el narco se siente en la tierra misma. En el Cauca vi plantaciones de coca. Familias enteras la cultivaban porque el maíz o el café no daban para comer. Una tarde llegaron helicópteros del ejército y fumigaron todo. El aire quedó cargado de químicos. La madre de la casa lloraba: “¿Y ahora qué damos de comer a los hijos?”. Nadie le respondió.
En Medellín conocí a Juan, un chico de 14 años reclutado por una banda. “Prefiero morir con un fierro en la mano que de hambre”, me dijo. Una semana después lo velaron, tres balas en el pecho.
La llamada “guerra contra las drogas” no trajo paz, solo más armas y más muertos. Las rutas del narco se multiplicaron por la selva y los ríos, mientras campesinos y jóvenes se convertían en víctimas o soldados de una guerra que no era suya.
Ecuador: cuando el narco se sienta en el poder
Ecuador me sorprendió. En pocos años el país cambió. En Guayaquil, la violencia era palpable. Recuerdo una noche: “¡Cierren las ventanas, que vienen los muchachos!”, gritó una señora. Al poco rato, motos pasaron disparando al aire. Era la forma de anunciar quién mandaba allí.
El asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio fue la confirmación de lo que ya se sabía en las calles: el narco no solo mandaba en los barrios, también en la política.
Un policía me lo dijo con cinismo: “Aquí todos negocian con el narco. Nadie pelea contra él”. Lo vi en los puertos: contenedores llenos de cocaína salían rumbo a Europa sin que nadie los revisara. El dinero sucio circulaba en obras públicas, en negocios legales. Ecuador dejó de ser un país de paso para convertirse en engranaje del narco global.
Brasil: cárceles convertidas en cuarteles del
crimen
Brasil me mostró otra cara. En São Paulo escuché hablar del PCC, el Primer Comando da Capital. Nació en las cárceles después de la masacre de Carandiru. Un preso me lo explicó: “Aquí adentro aprendimos que solos no valemos nada, juntos somos un ejército”. Y lo eran.
El PCC controla cárceles, barrios y rutas internacionales de droga. Tiene una estructura casi empresarial: abogados, financieros, encargados de transporte, comunicación encriptada. No dependen de un capo único, como Escobar, sino de una red que se mantiene aunque caiga un líder.
En Río, en cambio, conocí el poder del Comando Vermelho. En las favelas, los narcos reemplazan el papel del Estado.
Imponen sus reglas, dan trabajo, hasta pagan fiestas y alimentos. Pero su justicia es brutal: una bala en la cabeza para quien no obedezca.
En la Amazonía, indígenas y ribereños eran obligados a producir cocaína. “Si no lo hacemos, nos matan”, me dijo un hombre con la mirada baja. El narco no solo trafica droga: trafica la vida de los más pobres.
Uruguay: la calma engañosa
Uruguay me pareció tranquilo, casi seguro. Pero pronto entendí que era solo apariencia. Montevideo se había convertido en un puerto clave para la salida de cocaína hacia Europa.
Recuerdo a un trabajador portuario que me dijo:
“Todos sabemos qué contenedor lleva coca, pero nadie se mete, porque nadie quiere morir”.
Tenía razón. En los barrios acomodados vi casas de lujo donde se escondían narcos extranjeros. Se presentaban como empresarios, pero su negocio era la droga.
Uruguay no es productor, pero su ubicación lo volvió estratégico. La corrupción abría puertas, y el dinero del narco se movía en silencio en bancos y negocios.
Escenas que nunca olvido
La primera vez que vi un cuerpo tirado en la calle, en Monterrey.
El llanto de una madre campesina en el Cauca, mientras los químicos arruinaban su cosecha.
El eco de los disparos en Guayaquil, motos que dejaban miedo en cada esquina.
Un preso brasileño mirándome a los ojos y diciendo: “El Estado nos mató, así que hicimos nuestro propio Estado”.
El silencio de los trabajadores en Montevideo, que preferían callar antes que señalar un cargamento sospechoso.
He asistido a más velorios que fiestas. He visto madres rezar a cambio de nada. He escuchado a policías reír después de matar. He visto a políticos hablar de “luchar contra el narco” mientras cenaban con los mismos que financiaban su campaña.
Lo que comprendí en el camino
Después de recorrer estos países, entendí que el narcotráfico no es un problema aislado. No se trata solo de drogas. Es un espejo de la desigualdad brutal de nuestra América. Es un negocio sostenido por la complicidad de políticos, policías y bancos. Es una guerra que se mantiene porque a muchos les conviene que nunca termine.
Un amigo me dijo una frase que nunca olvido:
“Aquí no importa si gana el narco o el gobierno, nosotros siempre perdemos”.
Tenía razón. Los pobres ponemos los muertos. Ellos, arriba, cuentan los billetes.
Pero también vi esperanza. Vi jóvenes que eligieron el rap y el deporte en lugar de unirse a las bandas. Vi campesinos que, pese al riesgo, siguieron sembrando comida. Vi comunidades enteras que se organizaban para resistir, aunque el enemigo tuviera fusiles y dólares.
Yo no soy analista ni académico. Soy un testigo. He caminado las calles de México, Colombia, Ecuador, Brasil y Uruguay. He visto al narcotráfico crecer como un monstruo sin fronteras, más fuerte que gobiernos, más rápido que las leyes.
Sé que mientras haya pobreza, desigualdad y políticos corruptos, el narco seguirá ganando. La verdadera pregunta no es si podemos derrotarlo con balas, sino si tendremos el coraje de cambiar lo que lo alimenta.
Y mientras no lo hagamos, me queda el mismo interrogante en cada frontera que crucé: ¿cuántos más tendremos que enterrar antes de que alguien decida enfrentar las causas y no solo los síntomas?
VÍDEO: EL PRESIDENTE DE COLOMBIA COINCIDE CON MI VISIÓN TESTIMONIAL
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