
A TRES DÉCADAS DE LA CAÍDA DEL "MURO DE BERLÍN": ¿HAY RAZONES PARA CELEBRARLO?
Una crucial interrogante: ¿Cui Bono? O sea: ¿Quién se benefició?
Alega Izán Villegas, autor de este artículo, que resulta difícil manifestarse en contra de la desaparición de cualquier tipo de muros que intente segregar a las personas. Por esa misma razón maniene que es también igualmente legítimo preguntarse sobre si el "colapso del comunismo" en la Europa del Este y en la Unión Soviética, fue realmente un triunfo o una conquista democrática. Justamente por ello, Villegas se detiene a analizar los pros y los contras de lo sucedido en las últimas tres décadas, tanto delante como detrás del hoy desaparecido "Muro de Berlín.
POR IZÁN VILLEGAS PARA CANARIAS SEMANAL.ORG
Resulta muy difícil manifestarse contra la desaparición de los muros, de cualquier muro que segregue a las personas. Por tanto, resulta también difícil no aplaudir la Caída del Muro de Berlín que tuvo lugar en noviembre de 1989 o, por lo demás, no esperar la caída de otros muros que hoy, treinta años después, continúan en pie o se están levantando sin que ello suscite el rubor de la mayoría.
Pero es también absolutamente legítimo cuestionarse sobre si el colapso del comunismo en la Europa del Este y en la Unión Soviética, simbólicamente representado a través de las imagenes de la Caída del Muro, ha sido o no un triunfo para la democracia.
Al reflexionar sobre ello, deberíamos tener en cuenta, no obstante, que la democracia no solo tiene una cara política, que a menudo suele ser reducida a un meramente formal multipartidismo, sino también otra social. Se trata de un sistema en el que el "demos", es decir, la gran masa de la gente común, no solo debe poder participar de las decisiones políticas que atañen a la comunidad -y no sólo a través de unas elecciones- sino que también recibe otro tipo de beneficios, generalmente en forma de servicios sociales, a los que se tiene derecho por su condición de ciudadano.
¿CUI BONO? LAS IGLESIAS
Resulta, pues, imprescindible la pregunta crucial: ¿cui bono?, “¿Quién o quiénes se beneficiaron de aquel singular acontecimiento?”. Prepárese, lector, porque la respuesta podría resultarle sorprendente.
Los grandes beneficiarios económicos de las llamadas "revoluciones de colores" que tuvieron lugar en la Europa del Este después de la "Caída del Muro" fueron, sin duda, la nobleza terrateniente, la antigua clase dominante, y su aliada cercana, la Iglesia Católica, en la mayor parte de Europa del Este, pero también la Iglesia ortodoxa en Rusia, que antes de la Revolución había sido igualmente una gran propietaria de tierras.
Debido a la Revolución de Octubre de 1917 en Rusia y los cambios revolucionarios introducidos por los soviéticos en Europa del Este en 1944/45, la nobleza y la Iglesia perdieron sus vastas propiedades territoriales -castillos, palacios, etc.- junto a su preponderante posición política anterior.
En los años que siguieron a la caída del "Muro de Berlín", no sólo las familias nobles de los antiguos imperios alemán y austrohúngaro, sino también, y especialmente, la Iglesia católica, pudieron recuperar en la Europa del Este las tierras que habían sido socializadas en 1945. El resultado fue que la Iglesia Católica se convirtió nuevamente en el mayor terrateniente en países como Polonia, la República Checa, Hungría, Croacia, etc. Muchos antiguos terratenientes aristócratas, como la dinastía de los Schwarzenberg, también volvieron a convertirse en los grandes propietarios de castillos y extensos dominios en Europa del Este, disfrutando de nuevo de privilegios y de una gran influencia en el poder político, como sucediera en los supuestos “buenos viejos tiempos” de antes de 1914 y/o 1945.
No obstante, pese a la importancia que tienen este tipo de hechos, posiblemente usted nunca habrá tenido la oportunidad de leer ni una palabra sobre ellos en los principales medios de comunicación. Todo lo contrario.
Durante la televisada "Caída del Muro" fuimos persuadidos de que Karol Józef Wojtyla, o sea, el Papa Juan Pablo II, había colaborado con el ultraconservador presidente Ronald Reagan y con la CIA para lograr la restauración de la "democracia" en la Europa del Este. Y ello, a pesar de que presentar como apóstol de la democracia a la cabeza de la Iglesia Católica, una institución intrínsecamente antidemocrática, en la que es sólo el Papa es quien tiene todo que decir y millones de sacerdotes comunes y creyentes no puedan ni rechistar, no deja de ser una idea un tanto absurda y, desde luego, poco creíble .
Si los Papas realmente desearan luchar por la democracia habrían tenido la enorme oportunidad de empezar democratizando la Iglesia Católica misma. Que Juan Pablo II no deseaba tener nada que ver con la democracia lo demostró clarísimamente cuando no tuvo pelos en la lengua a la hora de condenar a la "teología de la liberación", ni reparos para luchar con uñas y dientes, aliado en Santa Alianza con Ronald Reagan en los tiempos de los "escuadrones de la muerte" financiados por la CIA, contra los valerosos representantes de esa teología, generalmente sacerdotes y monjas comunes y corrientes que estaban promoviendo un cambio democrático en América Latina. Un cambio democrático que, por cierto, era considerablemente más necesario en ese hemisferio que en la Europa del Este. De hecho, en la mayor parte de América Latina la población nunca se ha visto beneficiada por avances tales como las viviendas económicas, la educación gratuita, la atención médica o los muchos otros servicios sociales que fueron moneda común en la Polonia comunista y en otros países de Europa del Este.
Ni que decir tiene que en América Latina la Iglesia Católica también ha constituido secularmente un gran poder terrateniente, cuyos privilegios y riquezas, fruto de la sangrienta conquista de la tierra por los conquistadores españoles, podrían haber sido borrados por una genuina democratización en beneficio de los campesinos y otros proletarios. Fue sin duda por esa razón, por la que el Juan Pablo II estuvo trabajado tan duro para que se produjera un cambio social y político en la Europa del Este, al mismo tiempo que se opuso radicalmente a que pudiera suceder lo mismo en América Latina.
En los países predominantemente católicos de la Europa del Este, y especialmente en Polonia, la Iglesia Católica recuperó una gran parte de sus antiguas riquezas e influencia social y política.
En Rusia, la Iglesia ortodoxa había perdido prácticamente todas sus antiguas riquezas e influencias como resultado de la Revolución de 1917. Por el contrario, logró recuperar gran parte de sus propiedades e influencia después de que Gorbachov y Yeltsin desmantelaran el sistema comunista fruto de la Revolución de Octubre, que también había procedido a separar a la Iglesia del Estado. Hoy, la Iglesia Ortodoxa rusa ha recuperado toda la gigantesca cantera de terrenos y edificios que poseía antes de 1917 y el Estado ha financiado generosamente la restauración de iglesias antiguas (y la construcción de otras nuevas) a expensas de todos los contribuyentes, cristianos o no.
La Iglesia ortodoxa rusa ha vuelto a ser grande, rica y poderosa, permaneciendo estrechamente asociada al nuevo Estado, tanto como lo estuvo en la era zarista prerrevolucionaria y medieval.
LOS PERJUDICADOS POR LA IMPLOSIÓN
Hay que decir, no obstante, que la situación económica del ruso de a pie no es ni mucho menos tan boyante como la que ahora disfruta la Iglesia ortodoxa. En Rusia, los cambios revolucionarios que se produjeron tras la Revolucion de 1917 provocaron enormes mejoras en la vida de la mayor parte de una población que antes era mayoritariamente paupérrima y atrasada.
En el momento de la caída del Muro de Berlín, la población soviética había alcanzado un alto nivel de prosperidad general. Los ciudadanos soviéticos de 1990 no deseaban la desaparición de la Unión Soviética. Todo lo contrario. En el referéndum que se celebró en 1991, no menos de las tres cuartas partes de los ciudadanos de ese país votaron a favor de la preservación del Estado soviético. Y lo hicieron así por la sencilla razón de que las transformaciones sociales que se habían operado en el país les habían resultado beneficiosas. Fue justamente el desmantelamiento de la Unión Soviética, preparado de forma paciente por Gorbachov y logrado por Yeltsin, la que resultó ser una auténtica catástrofe para la vida de la mayoría del pueblo soviético.
El tipo de pobreza generalizada y desesperada que había sido común en la Rusia de antes de la Revolución de Octubre volvió a apoderarse de la vida de ese país en la década de 1990 del pasado siglo. Es decir, en el momento mismo en el que bajo los auspicios de Boris Yeltsin se procedió a la privatización de la enorme propiedad colectiva, que había sido acumulada durante decenios, entre 1917 y 1990, a través de los esfuerzos sobrehumanos y sacrificios incalculables del trabajo de millones de ciudadanos soviéticos comunes . De ese crimen, -eso es lo que realmente fue -, se benefició el “profitariat”, es decir, a un pequeño grupo de especuladores, que se convirtieron de la noche a la mañana en superricos. Una suerte de mafia, cuyos jefes son hoy conocidos en Rusia como “los oligarcas”.
No debería sorprender, por tanto, que ahora la mayoría de los rusos lamente amargamente la desaparición de la Unión Soviética, y que en los países del antiguo bloque del Este, como Rumania y Alemania Oriental, una buena parte de la población, si no la mayoría, sienta una enorme nostalgia por los tiempos, no tan malos, que vivieron antes de que se produjera la caída "Muro de Berlín", como reiteradamente han ido poniendo de manifiesto las encuestas de opinión.
Un aspecto que define ese sentimiento viene determinado por el hecho de que los servicios sociales vitales, como la atención médica y la educación, incluida la educación superior, ya no son gratuitos, como eran antes de la caída del Muro. También las mujeres perdieron muchos de los beneficios que habían logrado bajo el sistema comunista. Por ejemplo, las oportunidades de empleo, su independencia económica o las guarderías y jardines de infancia que disfrutaban sus hijos y que les permitían a ellas poder liberarse del sometimiento al trabajo doméstico.
La mayoría de los habitantes de los llamados “satélites” de la Unión Soviética sufrieron, igualmente, tiempos extraordinariamente difíciles después de que el Muro cayera. La inmensa mayoría de aquellas naciones fueron sometidas a a un intenso proceso de desindustrialización a medida que la privatización hizo posible que las grandes multinacionales y los grandes Bancos occidentales entraran y aplicaran lo que ellos denominaron con el significativo nombre de "terapia de choque", que implicó despidos masivos de trabajadores en nombre de la eficiencia y la competitividad. Una maldición, por cierto, antes desconocida por las poblaciones de esos países.
El desempleo entró en escena precisamente cuando los servicios sociales, que antes se daban por descontado, fueron descartados por no encajar en el molde neoliberal del capitalismo contemporáneo. En la actualidad, en la Europa del Este -y esto no constituye un secreto para quienes hayan tenido la curiosidad de estudiar lo que allí sucede- no hay futuro para los jóvenes. Por esa misma razón se ven obligados a abandonar sus tierras natales, y probar suerte en Alemania, Gran Bretaña y otros lugares del Oeste.
La verdad es que tras la caída del Muro de Berlín las multinacionales entraron a saco y triunfantes en toda la Europa del Este, para tratar de vender sus hamburguesas, sus refrescos de cola, sus armas y otro tipo de mercancías. Se apoderaron de las materias primas de esos países contrataron a los trabajadores y personal altamente calificado, educado a expensas del Estado socialista, a cambio de bajos salarios, y desecharon por "improductivas" a millones de personas.
LOS OTROS DAMNIFICADOS POR EL DERRUMBE: LA CLASE TRABAJADORA OCCIDENTAL
Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética todavía era considerada, con razón, y también en la Europa Occidental, como la vencedora de la Alemania nazi, y su modelo socioeconómico disfrutaba de un inmenso prestigio. En este contexto, la élite occidental se apresuró a introducir reformas políticas y sociales, conocidas generalmente con el nombre del “Estado de bienestar”. El objetivo no era otro que intentar evitar que en el viejo continente pudieran producirse cambios más radicales o incluso revolucionarios. Particularmente, en países como Francia e Italia, donde la influencia de los Partidos Comunistas era más que considerable.
Durante el tiempo que duró la Guerra Fría las élites europeas estimaron que era necesario mantener el sistema del "Estado del bienestar", así como altas tasas de empleo, para tratar de retener la lealtad de los trabajadores frente a la competencia que, como ejemplo, planteaban los países comunistas, con sus políticas de pleno empleo y elaborados sistemas de servicios sociales. Sin embargo, el denominado "Estado de bienestar" impedía a las clases dominantes maximizar sus beneficios. Los teóricos del capitalismo "puro" denostaban de lo que ellos interpretaban como una nefasta intervención estatal en un espacio que reivindicaban para el libre juego del mercado.
Con el colapso del comunismo, las clases sociales que detentaban el poder económico en la Europa occidental vieron los cielos abiertos. Después de tantos años se les presentaba una oportunidad de oro para desmantelar el denominado "Estado de Bienestar", que se habían visto obligados a construir después de 1945, empujados por su miedo compulsivo a que la Revolución social pudiera extender sus tentáculos hacia los países del Oeste capitalista. Que repentina e inesperadamente la Unión Soviética dejara de existir y no hubiera ya que continuar compitiendo socialmente con ella, fue realmente orgásmico para la clase dominante europea de aquel momento. Se sintieron, por fin, libres, para borrar del mapa aquellos servicios sociales y leyes laborales asociadas a un "Estado de Bienestar" que les resultaba estrecho, impidiéndoles rentabilizar al 100 × 100 los beneficios de sus lucrativos negocios.
No fue, pues, una mágica coincidencia que los servicios sociales en la Europa occidental comenzaran a verse sometidos al desmantelamiento a partir de la caída del Muro de Berlín. La amenaza del ejemplo soviético se había esfumado. Ya la clase trabajadora de los países del capitalismo clásico no iba disponer de espejos en los que poder mirarse. Y, consecuentemente, resultaría muchísimo más fácil apaciguarlos tras el supuesto "fin de la Historia" anunciado.
En Europa occidental y en otras partes del mundo, a estas alturas del siglo XXI las clases sociales económicamente dominantes continúan empeñadas en no dejar ni rastro de las concesiones que se vieron obligadas a hacer en el pasado, empujadas por la existencia del espantajo revolucionario. Y fue precisamente la "caída del Muro de Berlín" -como símbolo- el hecho que hizo posible que ahora nos hayamos convertido en desorientados espectadores del furibundo retorno de un capitalismo que ya describió magistralmente durante el siglo XIX, el escritor británico Charles Dickens.
De la catástrofe que supuso el colapso del comunismo en la Unión Soviética y otros países, no sólo han resultado perdedores los hombres y mujeres que allí vivían. Muchos otros centenares de millones más fueron igualmente derrotados también por aquella catástrofe, aunque estos no hayan llegado a apercibirse de los efectos que aquel derrumbe histórico tuvo sobre sus vidas. Entre ellos se encuentran incluidos los trabajadores de los países del capitalismo europeo. Es decir, esa misma población que durante años ha estado convencida de que formaba parte de una ambigua y privilegiada "clase media". Los altos salarios, los servicios sociales y todo el conjunto de condiciones favorables de las que disfrutó a partir de 1945, hoy han sido declaradas "inasumibles" por parte del capitalismo dominante. Ahora, los han obligado a retornar a su auténtico estatus: el de asalariados que venden su fuerza de trabajo a cambio de un simple y escuálido salario. Ni más, ni menos.
A partir de la Caída del Muro se comenzó advirtiéndoles a los trabajadores que había que conformarse con menos, que habíamos entrado en tiempos turbulentos de crisis y que, por ello, la austeridad se iba a convertir en una medida de aplicación general. Cuando estos se atrevían a ponerse rebeldes, los amenazaban con trasladar sus fábricas a otros lugares del mundo subdesarrollado, donde los salarios eran un tercio de lo que ellos estaban cobrando.
Poco a poco, empezaron a perder derechos. "La estructura empresarial ha cambiado", decían. "Hay que adaptarse a los nuevos tiempos… Para competir con los productos de otras potencias la se impone la automatización. Pronto, sus puestos de trabajo fueron sustituidos por las máquinas, por la electrónica, por los robots. Fueron aquellos los años en los que el término "reestructuración" se puso infelizmente de moda. Simultáneamente, las prejubilaciones fueron imponiéndose. Y para los más jóvenes, los puestos de trabajo a los que pudieron acceder sus padres se evaporaron. Los sindicatos, que durante los años dorados del "Estado del bienestar" habían ido acomodándose a la negociación y al chalaneo con la Patronal terminaron convirtiéndose en sus "colegas". De estar en luchando en la brecha con sus representados, fueron paulatinamente mutando en "agentes sociales", "gestores" y, finalmente, simplemente en burócratas sindicales.
A estas alturas del siglo XXI, los nietos de las generaciones que recibieron las prebendas "Estado de bienestar" gracias al miedo que el Este infundia en sus patrones, apenas pueden hoy contar con la fortuna de encontrar esporádicos y efímeros empleos. Ante ellos, - profesionalmente cualificados o no -, sólo se abre la posibilidad de contar con la lotería del becariado o el recurso al trabajo precario.
Sin embargo, preciso de reconocer, que no todo resultó negativo con la caída del Muro de Berlín. Gracias a ella, el “uno por ciento” de la población de los países más desarrollados ha logrado convertirse en el sector más rico y poderoso del conjunto de la sociedad. Pero el “99 por ciento” restante forma parte de una enorme legión de jóvenes, hombres y mujeres, más pobres e impotentes que nunca antes.
Si usted perteneciera a ese “uno por ciento”, tiene razones más que suficientes para continuar celebrando con todo el júbilo del mundo la caída del Muro de Berlín de hace 30 años años. Pero, si así fuera, por favor, no nos pida al resto que lo celebremos con usted.
Nota: Este artículo está basado en el trabajo del historiador canadiense Dr. Jacques R. Pauwels, "La caída del muro de Berlín"
POR IZÁN VILLEGAS PARA CANARIAS SEMANAL.ORG
Resulta muy difícil manifestarse contra la desaparición de los muros, de cualquier muro que segregue a las personas. Por tanto, resulta también difícil no aplaudir la Caída del Muro de Berlín que tuvo lugar en noviembre de 1989 o, por lo demás, no esperar la caída de otros muros que hoy, treinta años después, continúan en pie o se están levantando sin que ello suscite el rubor de la mayoría.
Pero es también absolutamente legítimo cuestionarse sobre si el colapso del comunismo en la Europa del Este y en la Unión Soviética, simbólicamente representado a través de las imagenes de la Caída del Muro, ha sido o no un triunfo para la democracia.
Al reflexionar sobre ello, deberíamos tener en cuenta, no obstante, que la democracia no solo tiene una cara política, que a menudo suele ser reducida a un meramente formal multipartidismo, sino también otra social. Se trata de un sistema en el que el "demos", es decir, la gran masa de la gente común, no solo debe poder participar de las decisiones políticas que atañen a la comunidad -y no sólo a través de unas elecciones- sino que también recibe otro tipo de beneficios, generalmente en forma de servicios sociales, a los que se tiene derecho por su condición de ciudadano.
¿CUI BONO? LAS IGLESIAS
Resulta, pues, imprescindible la pregunta crucial: ¿cui bono?, “¿Quién o quiénes se beneficiaron de aquel singular acontecimiento?”. Prepárese, lector, porque la respuesta podría resultarle sorprendente.
Los grandes beneficiarios económicos de las llamadas "revoluciones de colores" que tuvieron lugar en la Europa del Este después de la "Caída del Muro" fueron, sin duda, la nobleza terrateniente, la antigua clase dominante, y su aliada cercana, la Iglesia Católica, en la mayor parte de Europa del Este, pero también la Iglesia ortodoxa en Rusia, que antes de la Revolución había sido igualmente una gran propietaria de tierras.
Debido a la Revolución de Octubre de 1917 en Rusia y los cambios revolucionarios introducidos por los soviéticos en Europa del Este en 1944/45, la nobleza y la Iglesia perdieron sus vastas propiedades territoriales -castillos, palacios, etc.- junto a su preponderante posición política anterior.
En los años que siguieron a la caída del "Muro de Berlín", no sólo las familias nobles de los antiguos imperios alemán y austrohúngaro, sino también, y especialmente, la Iglesia católica, pudieron recuperar en la Europa del Este las tierras que habían sido socializadas en 1945. El resultado fue que la Iglesia Católica se convirtió nuevamente en el mayor terrateniente en países como Polonia, la República Checa, Hungría, Croacia, etc. Muchos antiguos terratenientes aristócratas, como la dinastía de los Schwarzenberg, también volvieron a convertirse en los grandes propietarios de castillos y extensos dominios en Europa del Este, disfrutando de nuevo de privilegios y de una gran influencia en el poder político, como sucediera en los supuestos “buenos viejos tiempos” de antes de 1914 y/o 1945.
No obstante, pese a la importancia que tienen este tipo de hechos, posiblemente usted nunca habrá tenido la oportunidad de leer ni una palabra sobre ellos en los principales medios de comunicación. Todo lo contrario.
Durante la televisada "Caída del Muro" fuimos persuadidos de que Karol Józef Wojtyla, o sea, el Papa Juan Pablo II, había colaborado con el ultraconservador presidente Ronald Reagan y con la CIA para lograr la restauración de la "democracia" en la Europa del Este. Y ello, a pesar de que presentar como apóstol de la democracia a la cabeza de la Iglesia Católica, una institución intrínsecamente antidemocrática, en la que es sólo el Papa es quien tiene todo que decir y millones de sacerdotes comunes y creyentes no puedan ni rechistar, no deja de ser una idea un tanto absurda y, desde luego, poco creíble .
Si los Papas realmente desearan luchar por la democracia habrían tenido la enorme oportunidad de empezar democratizando la Iglesia Católica misma. Que Juan Pablo II no deseaba tener nada que ver con la democracia lo demostró clarísimamente cuando no tuvo pelos en la lengua a la hora de condenar a la "teología de la liberación", ni reparos para luchar con uñas y dientes, aliado en Santa Alianza con Ronald Reagan en los tiempos de los "escuadrones de la muerte" financiados por la CIA, contra los valerosos representantes de esa teología, generalmente sacerdotes y monjas comunes y corrientes que estaban promoviendo un cambio democrático en América Latina. Un cambio democrático que, por cierto, era considerablemente más necesario en ese hemisferio que en la Europa del Este. De hecho, en la mayor parte de América Latina la población nunca se ha visto beneficiada por avances tales como las viviendas económicas, la educación gratuita, la atención médica o los muchos otros servicios sociales que fueron moneda común en la Polonia comunista y en otros países de Europa del Este.
Ni que decir tiene que en América Latina la Iglesia Católica también ha constituido secularmente un gran poder terrateniente, cuyos privilegios y riquezas, fruto de la sangrienta conquista de la tierra por los conquistadores españoles, podrían haber sido borrados por una genuina democratización en beneficio de los campesinos y otros proletarios. Fue sin duda por esa razón, por la que el Juan Pablo II estuvo trabajado tan duro para que se produjera un cambio social y político en la Europa del Este, al mismo tiempo que se opuso radicalmente a que pudiera suceder lo mismo en América Latina.
En los países predominantemente católicos de la Europa del Este, y especialmente en Polonia, la Iglesia Católica recuperó una gran parte de sus antiguas riquezas e influencia social y política.
En Rusia, la Iglesia ortodoxa había perdido prácticamente todas sus antiguas riquezas e influencias como resultado de la Revolución de 1917. Por el contrario, logró recuperar gran parte de sus propiedades e influencia después de que Gorbachov y Yeltsin desmantelaran el sistema comunista fruto de la Revolución de Octubre, que también había procedido a separar a la Iglesia del Estado. Hoy, la Iglesia Ortodoxa rusa ha recuperado toda la gigantesca cantera de terrenos y edificios que poseía antes de 1917 y el Estado ha financiado generosamente la restauración de iglesias antiguas (y la construcción de otras nuevas) a expensas de todos los contribuyentes, cristianos o no.
La Iglesia ortodoxa rusa ha vuelto a ser grande, rica y poderosa, permaneciendo estrechamente asociada al nuevo Estado, tanto como lo estuvo en la era zarista prerrevolucionaria y medieval.
LOS PERJUDICADOS POR LA IMPLOSIÓN
Hay que decir, no obstante, que la situación económica del ruso de a pie no es ni mucho menos tan boyante como la que ahora disfruta la Iglesia ortodoxa. En Rusia, los cambios revolucionarios que se produjeron tras la Revolucion de 1917 provocaron enormes mejoras en la vida de la mayor parte de una población que antes era mayoritariamente paupérrima y atrasada.
En el momento de la caída del Muro de Berlín, la población soviética había alcanzado un alto nivel de prosperidad general. Los ciudadanos soviéticos de 1990 no deseaban la desaparición de la Unión Soviética. Todo lo contrario. En el referéndum que se celebró en 1991, no menos de las tres cuartas partes de los ciudadanos de ese país votaron a favor de la preservación del Estado soviético. Y lo hicieron así por la sencilla razón de que las transformaciones sociales que se habían operado en el país les habían resultado beneficiosas. Fue justamente el desmantelamiento de la Unión Soviética, preparado de forma paciente por Gorbachov y logrado por Yeltsin, la que resultó ser una auténtica catástrofe para la vida de la mayoría del pueblo soviético.
El tipo de pobreza generalizada y desesperada que había sido común en la Rusia de antes de la Revolución de Octubre volvió a apoderarse de la vida de ese país en la década de 1990 del pasado siglo. Es decir, en el momento mismo en el que bajo los auspicios de Boris Yeltsin se procedió a la privatización de la enorme propiedad colectiva, que había sido acumulada durante decenios, entre 1917 y 1990, a través de los esfuerzos sobrehumanos y sacrificios incalculables del trabajo de millones de ciudadanos soviéticos comunes . De ese crimen, -eso es lo que realmente fue -, se benefició el “profitariat”, es decir, a un pequeño grupo de especuladores, que se convirtieron de la noche a la mañana en superricos. Una suerte de mafia, cuyos jefes son hoy conocidos en Rusia como “los oligarcas”.
No debería sorprender, por tanto, que ahora la mayoría de los rusos lamente amargamente la desaparición de la Unión Soviética, y que en los países del antiguo bloque del Este, como Rumania y Alemania Oriental, una buena parte de la población, si no la mayoría, sienta una enorme nostalgia por los tiempos, no tan malos, que vivieron antes de que se produjera la caída "Muro de Berlín", como reiteradamente han ido poniendo de manifiesto las encuestas de opinión.
Un aspecto que define ese sentimiento viene determinado por el hecho de que los servicios sociales vitales, como la atención médica y la educación, incluida la educación superior, ya no son gratuitos, como eran antes de la caída del Muro. También las mujeres perdieron muchos de los beneficios que habían logrado bajo el sistema comunista. Por ejemplo, las oportunidades de empleo, su independencia económica o las guarderías y jardines de infancia que disfrutaban sus hijos y que les permitían a ellas poder liberarse del sometimiento al trabajo doméstico.
La mayoría de los habitantes de los llamados “satélites” de la Unión Soviética sufrieron, igualmente, tiempos extraordinariamente difíciles después de que el Muro cayera. La inmensa mayoría de aquellas naciones fueron sometidas a a un intenso proceso de desindustrialización a medida que la privatización hizo posible que las grandes multinacionales y los grandes Bancos occidentales entraran y aplicaran lo que ellos denominaron con el significativo nombre de "terapia de choque", que implicó despidos masivos de trabajadores en nombre de la eficiencia y la competitividad. Una maldición, por cierto, antes desconocida por las poblaciones de esos países.
El desempleo entró en escena precisamente cuando los servicios sociales, que antes se daban por descontado, fueron descartados por no encajar en el molde neoliberal del capitalismo contemporáneo. En la actualidad, en la Europa del Este -y esto no constituye un secreto para quienes hayan tenido la curiosidad de estudiar lo que allí sucede- no hay futuro para los jóvenes. Por esa misma razón se ven obligados a abandonar sus tierras natales, y probar suerte en Alemania, Gran Bretaña y otros lugares del Oeste.
La verdad es que tras la caída del Muro de Berlín las multinacionales entraron a saco y triunfantes en toda la Europa del Este, para tratar de vender sus hamburguesas, sus refrescos de cola, sus armas y otro tipo de mercancías. Se apoderaron de las materias primas de esos países contrataron a los trabajadores y personal altamente calificado, educado a expensas del Estado socialista, a cambio de bajos salarios, y desecharon por "improductivas" a millones de personas.
LOS OTROS DAMNIFICADOS POR EL DERRUMBE: LA CLASE TRABAJADORA OCCIDENTAL
Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética todavía era considerada, con razón, y también en la Europa Occidental, como la vencedora de la Alemania nazi, y su modelo socioeconómico disfrutaba de un inmenso prestigio. En este contexto, la élite occidental se apresuró a introducir reformas políticas y sociales, conocidas generalmente con el nombre del “Estado de bienestar”. El objetivo no era otro que intentar evitar que en el viejo continente pudieran producirse cambios más radicales o incluso revolucionarios. Particularmente, en países como Francia e Italia, donde la influencia de los Partidos Comunistas era más que considerable.
Durante el tiempo que duró la Guerra Fría las élites europeas estimaron que era necesario mantener el sistema del "Estado del bienestar", así como altas tasas de empleo, para tratar de retener la lealtad de los trabajadores frente a la competencia que, como ejemplo, planteaban los países comunistas, con sus políticas de pleno empleo y elaborados sistemas de servicios sociales. Sin embargo, el denominado "Estado de bienestar" impedía a las clases dominantes maximizar sus beneficios. Los teóricos del capitalismo "puro" denostaban de lo que ellos interpretaban como una nefasta intervención estatal en un espacio que reivindicaban para el libre juego del mercado.
Con el colapso del comunismo, las clases sociales que detentaban el poder económico en la Europa occidental vieron los cielos abiertos. Después de tantos años se les presentaba una oportunidad de oro para desmantelar el denominado "Estado de Bienestar", que se habían visto obligados a construir después de 1945, empujados por su miedo compulsivo a que la Revolución social pudiera extender sus tentáculos hacia los países del Oeste capitalista. Que repentina e inesperadamente la Unión Soviética dejara de existir y no hubiera ya que continuar compitiendo socialmente con ella, fue realmente orgásmico para la clase dominante europea de aquel momento. Se sintieron, por fin, libres, para borrar del mapa aquellos servicios sociales y leyes laborales asociadas a un "Estado de Bienestar" que les resultaba estrecho, impidiéndoles rentabilizar al 100 × 100 los beneficios de sus lucrativos negocios.
No fue, pues, una mágica coincidencia que los servicios sociales en la Europa occidental comenzaran a verse sometidos al desmantelamiento a partir de la caída del Muro de Berlín. La amenaza del ejemplo soviético se había esfumado. Ya la clase trabajadora de los países del capitalismo clásico no iba disponer de espejos en los que poder mirarse. Y, consecuentemente, resultaría muchísimo más fácil apaciguarlos tras el supuesto "fin de la Historia" anunciado.
En Europa occidental y en otras partes del mundo, a estas alturas del siglo XXI las clases sociales económicamente dominantes continúan empeñadas en no dejar ni rastro de las concesiones que se vieron obligadas a hacer en el pasado, empujadas por la existencia del espantajo revolucionario. Y fue precisamente la "caída del Muro de Berlín" -como símbolo- el hecho que hizo posible que ahora nos hayamos convertido en desorientados espectadores del furibundo retorno de un capitalismo que ya describió magistralmente durante el siglo XIX, el escritor británico Charles Dickens.
De la catástrofe que supuso el colapso del comunismo en la Unión Soviética y otros países, no sólo han resultado perdedores los hombres y mujeres que allí vivían. Muchos otros centenares de millones más fueron igualmente derrotados también por aquella catástrofe, aunque estos no hayan llegado a apercibirse de los efectos que aquel derrumbe histórico tuvo sobre sus vidas. Entre ellos se encuentran incluidos los trabajadores de los países del capitalismo europeo. Es decir, esa misma población que durante años ha estado convencida de que formaba parte de una ambigua y privilegiada "clase media". Los altos salarios, los servicios sociales y todo el conjunto de condiciones favorables de las que disfrutó a partir de 1945, hoy han sido declaradas "inasumibles" por parte del capitalismo dominante. Ahora, los han obligado a retornar a su auténtico estatus: el de asalariados que venden su fuerza de trabajo a cambio de un simple y escuálido salario. Ni más, ni menos.
A partir de la Caída del Muro se comenzó advirtiéndoles a los trabajadores que había que conformarse con menos, que habíamos entrado en tiempos turbulentos de crisis y que, por ello, la austeridad se iba a convertir en una medida de aplicación general. Cuando estos se atrevían a ponerse rebeldes, los amenazaban con trasladar sus fábricas a otros lugares del mundo subdesarrollado, donde los salarios eran un tercio de lo que ellos estaban cobrando.
Poco a poco, empezaron a perder derechos. "La estructura empresarial ha cambiado", decían. "Hay que adaptarse a los nuevos tiempos… Para competir con los productos de otras potencias la se impone la automatización. Pronto, sus puestos de trabajo fueron sustituidos por las máquinas, por la electrónica, por los robots. Fueron aquellos los años en los que el término "reestructuración" se puso infelizmente de moda. Simultáneamente, las prejubilaciones fueron imponiéndose. Y para los más jóvenes, los puestos de trabajo a los que pudieron acceder sus padres se evaporaron. Los sindicatos, que durante los años dorados del "Estado del bienestar" habían ido acomodándose a la negociación y al chalaneo con la Patronal terminaron convirtiéndose en sus "colegas". De estar en luchando en la brecha con sus representados, fueron paulatinamente mutando en "agentes sociales", "gestores" y, finalmente, simplemente en burócratas sindicales.
A estas alturas del siglo XXI, los nietos de las generaciones que recibieron las prebendas "Estado de bienestar" gracias al miedo que el Este infundia en sus patrones, apenas pueden hoy contar con la fortuna de encontrar esporádicos y efímeros empleos. Ante ellos, - profesionalmente cualificados o no -, sólo se abre la posibilidad de contar con la lotería del becariado o el recurso al trabajo precario.
Sin embargo, preciso de reconocer, que no todo resultó negativo con la caída del Muro de Berlín. Gracias a ella, el “uno por ciento” de la población de los países más desarrollados ha logrado convertirse en el sector más rico y poderoso del conjunto de la sociedad. Pero el “99 por ciento” restante forma parte de una enorme legión de jóvenes, hombres y mujeres, más pobres e impotentes que nunca antes.
Si usted perteneciera a ese “uno por ciento”, tiene razones más que suficientes para continuar celebrando con todo el júbilo del mundo la caída del Muro de Berlín de hace 30 años años. Pero, si así fuera, por favor, no nos pida al resto que lo celebremos con usted.
Nota: Este artículo está basado en el trabajo del historiador canadiense Dr. Jacques R. Pauwels, "La caída del muro de Berlín"
Juan | Jueves, 13 de Enero de 2022 a las 20:32:22 horas
Buen artículo , algunas consideraciones y algún añadido
1. Todo estado se constituye como dictadura , cuando el control , dominio y poder coactivo está en manos de la burguesía , a esa 'dictadura de clase la llamamos democracia burguesa .
2.Cuando la toma , control e indirizzo político del estado está en manos del proletariado , de la clase trabajadora , del pueblo trabajador y este estado refleja aunque sea con sus claro -oscuros los interés de la clase trabajadora a eso en la fase de transición al socialismo lo llamamos dictadura del proletariado , utilizando el estado para preñar a ese estado de un contenido real , material y incluso simbólico de clase , de nuestra clase y que ese estado use la fuerza , la violencia y la coacción contra la burguesía , la justa y suficiente para su derrota política , económica , militar.
3 Es decir cuando hablamos de democracia o dictadura , siempre hay que añadir en que estadio , para quien y para que , porque la 'dictadura de la clase dominante de la burguesía , es siempre democracia sí, pero para la burguesía. Y aunque es una palabra que suena muy mal , la 'dictadura ' momentánea y circunscrita a sus objetivos de de clase , la dictadura del proletariado , representa una extensión de la democracia socialista a las más extensas capas ,sectores de la clase trabajadora y del pueblo trabajador.
Por tanto la palabra democracia siempre hay que matizar , porque efectivamente con la caída de la URSS venció la democracia burguesa, es decir la dictadura ' de la burguesía sin limites y sin restricciones en cuanto a su libertad para ? Para comprar y para tener poder adquisitivo porque solo el que es " económicamente viable " quien tiene capacidad de comprar puede tener un techo a una vivienda , a educación , un médico , medicinas , jubilación ......... Y a comer
El artículo es sólido solo un matiz
El desastre cultural en Croacia la purga no se ha contado , en Estonia , Lituania , Letonia , RDA , Bulgaria
Cuantos profesores de escuelas en estos países , institutos , profesores de universidades han sido purgados , criminalizados , estigmatizados , amenazados de muerte , sufrido todo tipo de abusos , de coacciones para abandonar su trabajo , sus reflexiones , sus investigaciones en todos los ámbitos ?
Cuantos intelectuales , cuantos artistas , pensionistas , cuantos centros para la extensión de la cultura a la clase obrera , cuántas estructuras culturales para dotar a la clase obrera fueron cerradas ,destruidas , privatizadas y en el peor de los casos manipuladas y " reconvertidas " , en centros de conocimiento al servicio de la burguesía , con una total y absoluta hegemonía de los intereses de la burguesía en la cultura y medicina fueron tomados al asalto por la nueva elite ,. Por los nuevos mecenas , la oligarquía bancaria y empresarial .
Me parece excesivo llamarlo genocidio cultural porque es quizás canalizar el término.
Pero lo que hemos perdido es un mundo donde desde el inicio desde la idea desde la reflexión del análisis de la plasmación en la realidad de ese conocimiento no está mediada solo por el beneficio .
Cuantos profesores en Lituania han sufrido un acoso rayando lo policiaco de las autoridades democráticas" lituanas , cuantos suicidios entre los profesores universitarios o entre los obreros de la construcción ? , Cuantos silencios ? , Cuanta resignación ? Y sobre todo cuanto dinero le ha reportado a la burguesía el ejercicio de su "democracia " ..
Accede para votar (0) (0) Accede para responder