
"COMO COMUNISTAS DEBEMOS TENER CLARO QUE LO PRIORITARIO ES LA ORGANIZACIÓN DE LA CLASE"
El Espacio de Encuentro Comunista se pronuncia ante la "oleada electoral":
El Espacio de Encuentro Comunista (EEC) se pronuncia en relación con las próximas convocatorias electorales, mediante un comunicado del que ofrecemos a nuestros lectores un amplio resumen (...).
(RESUMEN DEL COMUNICADO EMITIDO POR EL ESPACIO DE ENCUENTRO COMUNISTA)
El Espacio de Encuentro Comunista no es un partido. Cuando nos constituimos hace unos años dejamos claro que casi nos veíamos arrastrados a salir a la arena pública debido a la falta de una Organización Comunista en la que pudiéramos hacer el trabajo de militantes. Desde entonces tratamos de aportar ideas al debate marxista y sumar nuestro grano de arena a la construcción de organización. Sirvan estos apuntes para adelantar que nos sentimos muy lejos de ver una opción comunista con perspectivas de medir sus fuerzas de igual a igual con las distintas marcas burguesas en unas elecciones. Sin embargo, esa constatación no significa que pasemos de largo con desdén o con cuatro frases hechas ante la avalancha electoral que se avecina en los próximos dos meses. Todo lo contrario, pensamos que es un momento clave para que ubiquemos cuál debe ser el discurso comunista cuando la clase trabajadora está pensando cómo debería actuar.
Estamos convencidos de que muchos trabajadores y trabajadoras sabemos lo que es la temporalidad, la subcontratación, las horas extra no pagadas, los pagos en negro, los trabajos sin contrato, los EREs, etc. Pero, más allá de las situaciones concretas que cada cual experimente, hay un proceso común que atraviesa las diferentes ocupaciones, niveles de formación o tipos de contrato. En el mundo actual de dispersión ideológica, dicho proceso recibe muchos nombres, porque se intenta presentar de forma fraccionada y parcial: “precariedad”, “incremento de las desigualdades”, “liberalización”, “inseguridad”, etc. Sin embargo, como marxistas, ese proceso tiene para nosotros un nombre que lo define de manera precisa: explotación creciente.
La explotación es un ingrediente básico e inevitable del capitalismo. También lo es el hecho de que deba incrementarse, aunque el ritmo de ese crecimiento no está dado, pues se ve afectado por las condiciones materiales y la fuerza que logran oponer los trabajadores. El capital tiene una lógica interna de actuación que le obliga a incrementar la explotación para poder seguir aumentando las ganancias, mientras mantiene inversiones crecientes en medios de producción. El problema es que esa lógica también alimenta una serie de contradicciones que pueden actuar como freno, y que son tan inevitables como la necesidad de la explotación. Una de las dos contradicciones primarias dentro del capitalismo surge precisamente de la propia explotación, y es la que enfrenta a los capitalistas con los trabajadores, al explotador y al explotado. La otra es la que enfrenta mediante la competencia a los capitalistas entre sí. Este enfrentamiento, que es permanente, se manifiesta de una forma más o menos civilizada cuando hay beneficios para todos. Pero es en momentos de crisis cuando realmente muestra el nivel que puede llegar a alcanzar, tal y como estamos viendo en los últimos años en el recrudecimiento de tensiones proteccionistas, nacionalistas o imperialistas. El siglo XX nos enseñó que no se detienen ante ningún nivel de destrucción.
Por eso el capitalismo necesita de herramientas que le permitan gestionar la cohesión del sistema. Las más antiguas operan al nivel del Estado-nación burgués -en forma de parlamentos, judicatura, fuerzas de orden público, etc-. Pero, conforme la necesidad expansiva del capitalismo lo hizo necesario, estas herramientas se diversificaron en forma de instituciones internacionales en su más amplio espectro, desde una Unión Europea que cada día acumula más funciones de Estado plurinacional, pasando por las organizaciones, acuerdos, pactos y alianzas económicas y militares, hasta la multitud de supervisores e interventores “técnicos”, como puedan ser el FMI o la OCDE. Todas ellas son herramientas creadas por y para el capital y, por tanto, carecen de neutralidad desde su origen.
Pero hace mucho tiempo que el capital descubrió que la legitimidad de su modo de producción no se puede apoyar solo en estamentos e instituciones, y que es infinitamente más seguro instalarlo directamente en la mente de los trabajadores. Este mecanismo se da, en parte, de forma casi automática. Así, el trabajador o trabajadora que solo conoce en su vida el trabajo asalariado, da por hecho que el salario paga la totalidad del trabajo. A pesar de ser la razón de ser del trabajo asalariado, a sus ojos no existe la explotación, o la confunde con la sobre-explotación. Sin embargo, con la aparición del marxismo, la clase trabajadora comienza a tomar conciencia de que da su trabajo para que otros vivan muy bien sin trabajar. En ese momento se hace necesario para el sistema actuar conscientemente para volver a naturalizar la explotación.
No nos referimos solo al papel que juegan los medios de comunicación y de formación. Desde finales del siglo XIX se descubrió que lo más efectivo era integrar en el sistema a partidos y a organizaciones sindicales que hablaran en nombre de los trabajadores, pero desde una perspectiva de comunidad de intereses capital-trabajo. Esta táctica alcanzó su máxima efectividad en la segunda mitad del siglo XX, cuando la época de beneficios fáciles que siguió a la Segunda Guerra Mundial permitió al capitalismo conjugar las ganancias empresariales con ciertas concesiones materiales a los trabajadores de occidente. Es en ese momento cuando las antiguas organizaciones de los trabajadores se atreven a dar el paso definitivo al abandonar la línea de pensamiento que explica el capitalismo hasta sus últimas contradicciones y adoptan como credo determinadas teorías burguesas que en su origen no buscaban más que estabilizar el sistema tras la crisis de los años treinta.
Acabada a principios de los años setenta la fase de crecimiento más o menos estable, desde entonces hemos vivido en una permanente montaña rusa de crisis capitalistas, recuperaciones más o menos inseguras y estallidos especulativos. La búsqueda del incremento del beneficio ha adoptado diversas formas, desde la expansión del capitalismo a nivel mundial que hemos conocido como globalización, la deriva hacia la financiarización del capital que no encuentra beneficios en la producción, hasta el recurso sempiterno a la sobre-explotación aplicada sobre la clase trabajadora -esta vez global-, que ha vivido permanentemente en un carrusel que Xavier Arrizabalo describe como de “crisis-ajuste-crisis”.
Este proceso ha sido internacional, pero sus manifestaciones son dependientes del contexto económico de cada lugar. España se encuadra en la segunda división del capitalismo, entre los países de baja productividad. Ello hace que los capitales nacionales se defiendan de la mayor calidad y menor coste de los capitales extranjeros a base de explotar más a la mano de obra local. O sencillamente intentan escapar a la competencia, y se especializan en sectores como la agricultura, el turismo o la construcción. La entrada en el euro -una moneda creada según las necesidades de países más fuertes- ha puesto más de relieve esta carencia, y la solución decretada por Europa, por el PSOE de Zapatero y el PP de Rajoy fue la de la devaluación interna, por el mecanismo de la bajada de salarios directos, de nuestras pensiones y de la reducción y empeoramiento de nuestros servicios públicos[6b].
Es importante subrayar que no se trata de algo limitado a los últimos diez años de crisis. En los últimos cuarenta años todo el aparato del Estado ha estado fomentando el trasvase de riqueza desde los productores directos -los trabajadores- a las cuentas de los capitalistas. En ello se han volcado todos los poderes del estado burgués, independientemente de su adscripción momentánea a la marca PSOE o a la marca PP. Además, se ha contado con la colaboración necesaria de los sindicatos de concertación, que trabajan con toda naturalidad movidos por la lógica del capital.
Aquellos que acostumbran a ver el fin del sistema detrás de cualquier tumulto, afirman que este proceso de ataque sistemático a los trabajadores ha terminado por dañar la imagen del régimen, y que estallidos como el del 15 de mayo de 2011 son síntomas de que las semillas revolucionarias pueden prender en el seno de la clase trabajadora. Nuestra opinión no es esa en absoluto. El régimen -entendido como los propietarios y gestores del capital- no está nada intranquilo, goza de una salud perfecta. Lo que ha sufrido un desgaste evidente ha sido su sistema de representación. La culpa del empeoramiento de las condiciones de trabajo y de vida ya no se buscan en la raíz, en la lógica del capital, sino que se dispersan en sus manifestaciones externas: “no nos representan”, “son unos corruptos”, “no es una crisis, es una estafa”, “la culpa es del neoliberalismo y de la financiarización”, “son una casta”, etc.
De este modo, ha bastado con poner en escena a nuevos actores para volver a encauzar la confianza de la gente hacia las mismas instituciones. Lo importante es que los que habían perdido la confianza en la representación y pudieran estar pensando en organizarse con otros como ellos, puedan volver a asumir que su papel es simplemente votar. Así pues, una vez sustituido el cuadro de actores y convenientemente modernizado el discurso, el sistema ha cargado las pilas para poder seguir funcionando con la misma lógica de explotación creciente que necesitan los capitalistas. Se diseña así el mecanismo por el que se va a extirpar definitivamente la semilla del discurso de confrontación de clase del menú de opciones de voto mayoritario. Para ello no basta con crear Podemos[8], pues el riesgo de que la trampa se descubra demasiado rápido, hace necesario que simultáneamente haga falta meter a alguien en Izquierda Unida para hundirla desde dentro.
Podemos e Izquierda Unida están actuando, pues, como restauradores de la confianza en la representación. Ya han realizado ese papel con creces al rehabilitar la confianza en el PSOE, un partido que hace ocho años realizó su propia reforma de las pensiones, su reforma laboral y una modificación de la Constitución pactada con el PP y con Bruselas. Pero seríamos muy cortos de miras si pensáramos que su traición queda ahí. Para dotarse de un programa allí donde no plantean alternativa alguna al capital, rebuscan entre las teorías keynesianas, los idealismos más toscos e incluso entre las propuestas más liberales. Por eso se puede prometer cualquier cosa para renunciar a ella al poco tiempo: si hoy se promete el repudio de la deuda, mañana se asegura el trabajo garantizado, pasado mañana el no respeto al techo de gasto de Bruselas y al otro el fin de las desigualdades de género. Nada parece sujeto a condiciones materiales, pero cuando las condiciones materiales hacen patente la imposibilidad de la propuesta, se apela a la responsabilidad de gobierno o se echa uno a un lado para volver a reengancharse en la próxima lista.
Cayendo en la trampa de elegir entre las falsas dualidades presentadas por el sistema, se opta por la transversalidad, que no esconde más que la naturalización del entramado capitalista. De pronto nos enteramos de que estamos con los empresarios patriotas[10], con “nuestra” Guardia Civil o por “nuestra” bandera. Se firman textos para que los jueces actúen en favor de los intereses de “la gente”, o sus expertos en economía firman un manifiesto marciano que reclama nada menos que “la democracia en la empresa”. Además se adoptan como luchas propias las que responden a otros intereses de clase. Así, se acepta en comunidad de intereses a cualquier burgués desconcertado que se siente víctima de la crisis capitalista: los pequeños y medianos empresarios, más propensos a la sobreexplotación por su incapacidad de competir mediante inversión tecnológica, son ensalzados como representantes del capitalismo “productivo”; los burgueses de la periferia, que juegan la carta del nacionalismo como medio desesperado de elevar en el reparto su tasa de ganancia, son considerados como oprimidos demócratas a “la europea”… Por supuesto, en el análisis no se contempla que son esos mismos burgueses, asustados ante la perspectiva de su proletarización, los que, por el otro extremo, alimentan las filas de la reacción más retrógrada a la que tanto se dice temer.
En ningún momento se hace un análisis de la necesidad del capitalismo para concentrar en determinados colectivos la sobreexplotación y la opresión. La clase social, que es el eje que une a todos los que realmente sufren estas situaciones, es ignorado, rompiendo en mil pedazos las luchas allí donde podrían confluir con daño real para el capital. A cambio de todos estos servicios, los nuevos representantes de la “izquierda” merecen el honor de ser calificados de “izquierda radical” por los telediarios de Antena 3. Pudiera parecer un ataque, pero no es más que un favor que les hacen, pues es la única manera en la que pueden conservar el espacio de voto a la izquierda del PSOE ante el riesgo de que quedara libre para ser ocupado por una izquierda radical sin comillas. En realidad, todos estos ciudadanistas que apelan a la gente, al sentido común -no dicen el de quién- o al 99%, ni son izquierda radical y ni siquiera cuestionan el capitalismo. No se diferencian del resto de partidos que componen la oferta electoral. Dicen que el bipartidismo ha muerto, cuando la única diferencia es que ahora necesita de una actuación coral en cada uno de los bandos.
Nuestro proyecto no encuentra una zona de intersección con el reformismo. Una concepción marxista de la realidad y una línea política comunista exigen que la perspectiva de clase ocupe el lugar central de nuestra elaboración teórica y que dé sentido coherente al conjunto de nuestra acción política. Tampoco entramos a jugar desde la base de las dicotomías que presenta la burguesía, ni pretendemos gestionar para salvar al capitalismo de sus problemas. No pretendemos introducir la democracia en las empresas, queremos el control de los medios de producción. No nos vanagloriamos de pagar la deuda capitalista antes de tiempo ni de cumplir los objetivos de déficit, ambos son mecanismos de transferencia de riqueza de los trabajadores al capital. No queremos consensuar las pensiones dentro del Pacto de Toledo ni ligar los salarios a la productividad de la empresa, queremos el control social del excedente. No vamos a defender que el futuro de los trabajadores locales esté en el euro o en la peseta, una opción u otra nos mantienen con las manos atadas mientras permanezcamos dentro de un capitalismo cada vez más globalizado.
Nosotros no reconocemos el capitalismo de estado como paso previo al socialismo. Reivindicamos mejoras en nuestras condiciones de explotación y queremos que tengan el máximo rango de garantía en el Estado capitalista para que sea más difícil arrebatárnoslas. Por eso peleamos para que se hagan ley. Pero nosotros estamos contra el Estado, contra el Gobierno de turno, contra la Ley, contra los jueces y contra las instituciones, pues todas ellas no son más que piezas del Estado burgués. No se trata de ninguna contradicción. Si conseguimos arrancar un buen Convenio Colectivo, lo que queremos es asentarlo para que nos dé cobertura durante un tiempo, pero sabemos que la vía para acabar con la explotación no son los Convenios Colectivos.
Tampoco estamos en ningún caso por martirizar a la clase trabajadora. Estamos por la defensa de las libertades democráticas. Como sabemos lo que significa la dictadura, queremos libertad de asociación y libertad de reunión. Sabemos lo que son las detenciones y las multas, por tanto estamos en contra de la Ley Mordaza: nos quita libertad de asociación a la clase trabajadora y nos penaliza. Pero eso no significa que estemos de acuerdo con el resto del Código Penal. Como sabemos que la acción represiva tiene una orientación de clase, exigimos poder convocar una huelga general sin acabar con trescientos camaradas presos. Sin embargo, todo esto no quiere decir que creamos en la democracia burguesa, pues sabemos perfectamente que ésta no es más que la forma más cómoda para el capital de intensificar la explotación.
De igual modo, nosotros no evitamos la lucha política en cualquier terreno que se pueda dar: desde los comités de empresa, desde los sindicatos de clase, desde las asociaciones vecinales, desde las asambleas o desde el parlamento burgués, si llegara el caso. Pero no es lo mismo acudir a las elecciones y entrar en el parlamento como herramienta de lucha que pretender que la participación en el gobierno puede acabar con los males de los trabajadores cambiando el sistema desde dentro. Es mentira que algún gobierno pueda aplicar mediadas anticapitalistas; y tenemos ejemplos en la historia que lo demuestran. En este país, cuando se intentó ir más allá de lo que el sistema permite, provocaron una guerra civil y cuarenta años de dictadura. Esta gente no va a permitir que nosotros apliquemos por la vía electoral más que los paliativos que mejoren ligeramente nuestras condiciones, y sólo mientras no interfieran con su necesidad de incrementar los beneficios. Y, por supuesto, tampoco es lo mismo presentarse a las elecciones como movimiento calculado tras un trabajo organizativo de largo recorrido ajeno a los ciclos electorales, que hacerlo de forma rutinaria cada cuatro años para limitarse a comprobar si se han perdido o ganado mil votos.
Como comunistas, debemos tener claro que lo prioritario es la organización de la clase. Pensar en un voto táctico en función de las dificultades del momento está bien; si un camarada piensa con ese criterio, adelante. En lo que no podemos caer es en la ilusión de que por ahí vaya a venir ni siquiera el alivio a nuestros problemas. Si queremos actuar con coherencia entre el análisis y la praxis marxista, lo importante es que, votemos o no, estemos a continuación trabajando en la calle por la organización de los trabajadores y por un proyecto de sociedad socialista.
Espacio de Encuentro Comunista, abril de 2019
¡No os lamentéis, organizaos!
Se puede consultar el texto íntegro, con las referencias, en: https://encuentrocomunista.org/articles/el-espacio-de-encuentro-comunista-ante-la-oleada-electoral/
(RESUMEN DEL COMUNICADO EMITIDO POR EL ESPACIO DE ENCUENTRO COMUNISTA)
El Espacio de Encuentro Comunista no es un partido. Cuando nos constituimos hace unos años dejamos claro que casi nos veíamos arrastrados a salir a la arena pública debido a la falta de una Organización Comunista en la que pudiéramos hacer el trabajo de militantes. Desde entonces tratamos de aportar ideas al debate marxista y sumar nuestro grano de arena a la construcción de organización. Sirvan estos apuntes para adelantar que nos sentimos muy lejos de ver una opción comunista con perspectivas de medir sus fuerzas de igual a igual con las distintas marcas burguesas en unas elecciones. Sin embargo, esa constatación no significa que pasemos de largo con desdén o con cuatro frases hechas ante la avalancha electoral que se avecina en los próximos dos meses. Todo lo contrario, pensamos que es un momento clave para que ubiquemos cuál debe ser el discurso comunista cuando la clase trabajadora está pensando cómo debería actuar.
Estamos convencidos de que muchos trabajadores y trabajadoras sabemos lo que es la temporalidad, la subcontratación, las horas extra no pagadas, los pagos en negro, los trabajos sin contrato, los EREs, etc. Pero, más allá de las situaciones concretas que cada cual experimente, hay un proceso común que atraviesa las diferentes ocupaciones, niveles de formación o tipos de contrato. En el mundo actual de dispersión ideológica, dicho proceso recibe muchos nombres, porque se intenta presentar de forma fraccionada y parcial: “precariedad”, “incremento de las desigualdades”, “liberalización”, “inseguridad”, etc. Sin embargo, como marxistas, ese proceso tiene para nosotros un nombre que lo define de manera precisa: explotación creciente.
La explotación es un ingrediente básico e inevitable del capitalismo. También lo es el hecho de que deba incrementarse, aunque el ritmo de ese crecimiento no está dado, pues se ve afectado por las condiciones materiales y la fuerza que logran oponer los trabajadores. El capital tiene una lógica interna de actuación que le obliga a incrementar la explotación para poder seguir aumentando las ganancias, mientras mantiene inversiones crecientes en medios de producción. El problema es que esa lógica también alimenta una serie de contradicciones que pueden actuar como freno, y que son tan inevitables como la necesidad de la explotación. Una de las dos contradicciones primarias dentro del capitalismo surge precisamente de la propia explotación, y es la que enfrenta a los capitalistas con los trabajadores, al explotador y al explotado. La otra es la que enfrenta mediante la competencia a los capitalistas entre sí. Este enfrentamiento, que es permanente, se manifiesta de una forma más o menos civilizada cuando hay beneficios para todos. Pero es en momentos de crisis cuando realmente muestra el nivel que puede llegar a alcanzar, tal y como estamos viendo en los últimos años en el recrudecimiento de tensiones proteccionistas, nacionalistas o imperialistas. El siglo XX nos enseñó que no se detienen ante ningún nivel de destrucción.
Por eso el capitalismo necesita de herramientas que le permitan gestionar la cohesión del sistema. Las más antiguas operan al nivel del Estado-nación burgués -en forma de parlamentos, judicatura, fuerzas de orden público, etc-. Pero, conforme la necesidad expansiva del capitalismo lo hizo necesario, estas herramientas se diversificaron en forma de instituciones internacionales en su más amplio espectro, desde una Unión Europea que cada día acumula más funciones de Estado plurinacional, pasando por las organizaciones, acuerdos, pactos y alianzas económicas y militares, hasta la multitud de supervisores e interventores “técnicos”, como puedan ser el FMI o la OCDE. Todas ellas son herramientas creadas por y para el capital y, por tanto, carecen de neutralidad desde su origen.
Pero hace mucho tiempo que el capital descubrió que la legitimidad de su modo de producción no se puede apoyar solo en estamentos e instituciones, y que es infinitamente más seguro instalarlo directamente en la mente de los trabajadores. Este mecanismo se da, en parte, de forma casi automática. Así, el trabajador o trabajadora que solo conoce en su vida el trabajo asalariado, da por hecho que el salario paga la totalidad del trabajo. A pesar de ser la razón de ser del trabajo asalariado, a sus ojos no existe la explotación, o la confunde con la sobre-explotación. Sin embargo, con la aparición del marxismo, la clase trabajadora comienza a tomar conciencia de que da su trabajo para que otros vivan muy bien sin trabajar. En ese momento se hace necesario para el sistema actuar conscientemente para volver a naturalizar la explotación.
No nos referimos solo al papel que juegan los medios de comunicación y de formación. Desde finales del siglo XIX se descubrió que lo más efectivo era integrar en el sistema a partidos y a organizaciones sindicales que hablaran en nombre de los trabajadores, pero desde una perspectiva de comunidad de intereses capital-trabajo. Esta táctica alcanzó su máxima efectividad en la segunda mitad del siglo XX, cuando la época de beneficios fáciles que siguió a la Segunda Guerra Mundial permitió al capitalismo conjugar las ganancias empresariales con ciertas concesiones materiales a los trabajadores de occidente. Es en ese momento cuando las antiguas organizaciones de los trabajadores se atreven a dar el paso definitivo al abandonar la línea de pensamiento que explica el capitalismo hasta sus últimas contradicciones y adoptan como credo determinadas teorías burguesas que en su origen no buscaban más que estabilizar el sistema tras la crisis de los años treinta.
Acabada a principios de los años setenta la fase de crecimiento más o menos estable, desde entonces hemos vivido en una permanente montaña rusa de crisis capitalistas, recuperaciones más o menos inseguras y estallidos especulativos. La búsqueda del incremento del beneficio ha adoptado diversas formas, desde la expansión del capitalismo a nivel mundial que hemos conocido como globalización, la deriva hacia la financiarización del capital que no encuentra beneficios en la producción, hasta el recurso sempiterno a la sobre-explotación aplicada sobre la clase trabajadora -esta vez global-, que ha vivido permanentemente en un carrusel que Xavier Arrizabalo describe como de “crisis-ajuste-crisis”.
Este proceso ha sido internacional, pero sus manifestaciones son dependientes del contexto económico de cada lugar. España se encuadra en la segunda división del capitalismo, entre los países de baja productividad. Ello hace que los capitales nacionales se defiendan de la mayor calidad y menor coste de los capitales extranjeros a base de explotar más a la mano de obra local. O sencillamente intentan escapar a la competencia, y se especializan en sectores como la agricultura, el turismo o la construcción. La entrada en el euro -una moneda creada según las necesidades de países más fuertes- ha puesto más de relieve esta carencia, y la solución decretada por Europa, por el PSOE de Zapatero y el PP de Rajoy fue la de la devaluación interna, por el mecanismo de la bajada de salarios directos, de nuestras pensiones y de la reducción y empeoramiento de nuestros servicios públicos[6b].
Es importante subrayar que no se trata de algo limitado a los últimos diez años de crisis. En los últimos cuarenta años todo el aparato del Estado ha estado fomentando el trasvase de riqueza desde los productores directos -los trabajadores- a las cuentas de los capitalistas. En ello se han volcado todos los poderes del estado burgués, independientemente de su adscripción momentánea a la marca PSOE o a la marca PP. Además, se ha contado con la colaboración necesaria de los sindicatos de concertación, que trabajan con toda naturalidad movidos por la lógica del capital.
Aquellos que acostumbran a ver el fin del sistema detrás de cualquier tumulto, afirman que este proceso de ataque sistemático a los trabajadores ha terminado por dañar la imagen del régimen, y que estallidos como el del 15 de mayo de 2011 son síntomas de que las semillas revolucionarias pueden prender en el seno de la clase trabajadora. Nuestra opinión no es esa en absoluto. El régimen -entendido como los propietarios y gestores del capital- no está nada intranquilo, goza de una salud perfecta. Lo que ha sufrido un desgaste evidente ha sido su sistema de representación. La culpa del empeoramiento de las condiciones de trabajo y de vida ya no se buscan en la raíz, en la lógica del capital, sino que se dispersan en sus manifestaciones externas: “no nos representan”, “son unos corruptos”, “no es una crisis, es una estafa”, “la culpa es del neoliberalismo y de la financiarización”, “son una casta”, etc.
De este modo, ha bastado con poner en escena a nuevos actores para volver a encauzar la confianza de la gente hacia las mismas instituciones. Lo importante es que los que habían perdido la confianza en la representación y pudieran estar pensando en organizarse con otros como ellos, puedan volver a asumir que su papel es simplemente votar. Así pues, una vez sustituido el cuadro de actores y convenientemente modernizado el discurso, el sistema ha cargado las pilas para poder seguir funcionando con la misma lógica de explotación creciente que necesitan los capitalistas. Se diseña así el mecanismo por el que se va a extirpar definitivamente la semilla del discurso de confrontación de clase del menú de opciones de voto mayoritario. Para ello no basta con crear Podemos[8], pues el riesgo de que la trampa se descubra demasiado rápido, hace necesario que simultáneamente haga falta meter a alguien en Izquierda Unida para hundirla desde dentro.
Podemos e Izquierda Unida están actuando, pues, como restauradores de la confianza en la representación. Ya han realizado ese papel con creces al rehabilitar la confianza en el PSOE, un partido que hace ocho años realizó su propia reforma de las pensiones, su reforma laboral y una modificación de la Constitución pactada con el PP y con Bruselas. Pero seríamos muy cortos de miras si pensáramos que su traición queda ahí. Para dotarse de un programa allí donde no plantean alternativa alguna al capital, rebuscan entre las teorías keynesianas, los idealismos más toscos e incluso entre las propuestas más liberales. Por eso se puede prometer cualquier cosa para renunciar a ella al poco tiempo: si hoy se promete el repudio de la deuda, mañana se asegura el trabajo garantizado, pasado mañana el no respeto al techo de gasto de Bruselas y al otro el fin de las desigualdades de género. Nada parece sujeto a condiciones materiales, pero cuando las condiciones materiales hacen patente la imposibilidad de la propuesta, se apela a la responsabilidad de gobierno o se echa uno a un lado para volver a reengancharse en la próxima lista.
Cayendo en la trampa de elegir entre las falsas dualidades presentadas por el sistema, se opta por la transversalidad, que no esconde más que la naturalización del entramado capitalista. De pronto nos enteramos de que estamos con los empresarios patriotas[10], con “nuestra” Guardia Civil o por “nuestra” bandera. Se firman textos para que los jueces actúen en favor de los intereses de “la gente”, o sus expertos en economía firman un manifiesto marciano que reclama nada menos que “la democracia en la empresa”. Además se adoptan como luchas propias las que responden a otros intereses de clase. Así, se acepta en comunidad de intereses a cualquier burgués desconcertado que se siente víctima de la crisis capitalista: los pequeños y medianos empresarios, más propensos a la sobreexplotación por su incapacidad de competir mediante inversión tecnológica, son ensalzados como representantes del capitalismo “productivo”; los burgueses de la periferia, que juegan la carta del nacionalismo como medio desesperado de elevar en el reparto su tasa de ganancia, son considerados como oprimidos demócratas a “la europea”… Por supuesto, en el análisis no se contempla que son esos mismos burgueses, asustados ante la perspectiva de su proletarización, los que, por el otro extremo, alimentan las filas de la reacción más retrógrada a la que tanto se dice temer.
En ningún momento se hace un análisis de la necesidad del capitalismo para concentrar en determinados colectivos la sobreexplotación y la opresión. La clase social, que es el eje que une a todos los que realmente sufren estas situaciones, es ignorado, rompiendo en mil pedazos las luchas allí donde podrían confluir con daño real para el capital. A cambio de todos estos servicios, los nuevos representantes de la “izquierda” merecen el honor de ser calificados de “izquierda radical” por los telediarios de Antena 3. Pudiera parecer un ataque, pero no es más que un favor que les hacen, pues es la única manera en la que pueden conservar el espacio de voto a la izquierda del PSOE ante el riesgo de que quedara libre para ser ocupado por una izquierda radical sin comillas. En realidad, todos estos ciudadanistas que apelan a la gente, al sentido común -no dicen el de quién- o al 99%, ni son izquierda radical y ni siquiera cuestionan el capitalismo. No se diferencian del resto de partidos que componen la oferta electoral. Dicen que el bipartidismo ha muerto, cuando la única diferencia es que ahora necesita de una actuación coral en cada uno de los bandos.
Nuestro proyecto no encuentra una zona de intersección con el reformismo. Una concepción marxista de la realidad y una línea política comunista exigen que la perspectiva de clase ocupe el lugar central de nuestra elaboración teórica y que dé sentido coherente al conjunto de nuestra acción política. Tampoco entramos a jugar desde la base de las dicotomías que presenta la burguesía, ni pretendemos gestionar para salvar al capitalismo de sus problemas. No pretendemos introducir la democracia en las empresas, queremos el control de los medios de producción. No nos vanagloriamos de pagar la deuda capitalista antes de tiempo ni de cumplir los objetivos de déficit, ambos son mecanismos de transferencia de riqueza de los trabajadores al capital. No queremos consensuar las pensiones dentro del Pacto de Toledo ni ligar los salarios a la productividad de la empresa, queremos el control social del excedente. No vamos a defender que el futuro de los trabajadores locales esté en el euro o en la peseta, una opción u otra nos mantienen con las manos atadas mientras permanezcamos dentro de un capitalismo cada vez más globalizado.
Nosotros no reconocemos el capitalismo de estado como paso previo al socialismo. Reivindicamos mejoras en nuestras condiciones de explotación y queremos que tengan el máximo rango de garantía en el Estado capitalista para que sea más difícil arrebatárnoslas. Por eso peleamos para que se hagan ley. Pero nosotros estamos contra el Estado, contra el Gobierno de turno, contra la Ley, contra los jueces y contra las instituciones, pues todas ellas no son más que piezas del Estado burgués. No se trata de ninguna contradicción. Si conseguimos arrancar un buen Convenio Colectivo, lo que queremos es asentarlo para que nos dé cobertura durante un tiempo, pero sabemos que la vía para acabar con la explotación no son los Convenios Colectivos.
Tampoco estamos en ningún caso por martirizar a la clase trabajadora. Estamos por la defensa de las libertades democráticas. Como sabemos lo que significa la dictadura, queremos libertad de asociación y libertad de reunión. Sabemos lo que son las detenciones y las multas, por tanto estamos en contra de la Ley Mordaza: nos quita libertad de asociación a la clase trabajadora y nos penaliza. Pero eso no significa que estemos de acuerdo con el resto del Código Penal. Como sabemos que la acción represiva tiene una orientación de clase, exigimos poder convocar una huelga general sin acabar con trescientos camaradas presos. Sin embargo, todo esto no quiere decir que creamos en la democracia burguesa, pues sabemos perfectamente que ésta no es más que la forma más cómoda para el capital de intensificar la explotación.
De igual modo, nosotros no evitamos la lucha política en cualquier terreno que se pueda dar: desde los comités de empresa, desde los sindicatos de clase, desde las asociaciones vecinales, desde las asambleas o desde el parlamento burgués, si llegara el caso. Pero no es lo mismo acudir a las elecciones y entrar en el parlamento como herramienta de lucha que pretender que la participación en el gobierno puede acabar con los males de los trabajadores cambiando el sistema desde dentro. Es mentira que algún gobierno pueda aplicar mediadas anticapitalistas; y tenemos ejemplos en la historia que lo demuestran. En este país, cuando se intentó ir más allá de lo que el sistema permite, provocaron una guerra civil y cuarenta años de dictadura. Esta gente no va a permitir que nosotros apliquemos por la vía electoral más que los paliativos que mejoren ligeramente nuestras condiciones, y sólo mientras no interfieran con su necesidad de incrementar los beneficios. Y, por supuesto, tampoco es lo mismo presentarse a las elecciones como movimiento calculado tras un trabajo organizativo de largo recorrido ajeno a los ciclos electorales, que hacerlo de forma rutinaria cada cuatro años para limitarse a comprobar si se han perdido o ganado mil votos.
Como comunistas, debemos tener claro que lo prioritario es la organización de la clase. Pensar en un voto táctico en función de las dificultades del momento está bien; si un camarada piensa con ese criterio, adelante. En lo que no podemos caer es en la ilusión de que por ahí vaya a venir ni siquiera el alivio a nuestros problemas. Si queremos actuar con coherencia entre el análisis y la praxis marxista, lo importante es que, votemos o no, estemos a continuación trabajando en la calle por la organización de los trabajadores y por un proyecto de sociedad socialista.
Espacio de Encuentro Comunista, abril de 2019
¡No os lamentéis, organizaos!
Se puede consultar el texto íntegro, con las referencias, en: https://encuentrocomunista.org/articles/el-espacio-de-encuentro-comunista-ante-la-oleada-electoral/
Trueno | Viernes, 12 de Abril de 2019 a las 20:55:51 horas
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