Viernes, 12 de Diciembre de 2025

Actualizada

Viernes, 12 de Diciembre de 2025 a las 03:15:23 horas

C-S | 90
Jueves, 11 de Diciembre de 2025 Tiempo de lectura:
Lectura critica del libro "RECONCILIACION", autobiografia del rey demérito.

JUAN CARLOS BORBÓN: EL HOMBRE QUE CONFUNDIÓ ESPAÑA CON UNA CUENTA CORRIENTE

Autobiografía de un intocable: lo que Juan Carlos Borbón no se atreve a contar… pero sí cobra.

Durante décadas, escribe nuestro colaborador Manuel Medina, el "rey demérito" fue considerado como el "padre de la democracia", el "piloto de la Transición" y "el rey del pueblo". Hoy, tras revelaciones de cuentas ocultas, comisiones millonarias y un exilio dorado, Juan Carlos Borbón ha intentado reescribir su historia en un libro que su editorial ha titulado con en nombre de “Reconciliación”. Pero los hechos son tercos. Y a veces, lo que uno cuenta de sí mismo, no es lo que realmente hizo.

 

POR MANUEL MEDINA (*) PARA CANARIAS SEMANAL,ORG

 

INTRODUCCIÓN


        Debo confesar, en aras de la transparencia, que para escribir este artículo me negué en redondo a comprar el libro  "Reconciliación". No por falta de interés académico, sino por puros principios: no estoy dispuesto a regalarle un solo céntimo al señor que, durante décadas, se ha permitido vaciar nuestras arcas públicas a golpe de comisiones saudíes, maletines suizos y cariños multimillonarios.

 

    Además, lo que "el demérito" se ha atrevido a presentar como una autobiografía es, en realidad, un bodrio infumable redactado a veinticinco manos, por correveidiles de confianza, cortesanos de ocasión y plumillas bien remunerados, con una prosa tan aguada que hace que una simple nota de prensa parezca una auténtica joya literaria.

 

     Así que opté por que alguien me pasara la versión PDF - la que circula por ahí como pura justicia poética- y me dediqué a contrastarla con los hechos. De principal  brújula orientativa me sirvio una biografía semiclandestina titulada "Un rey golpe a golpe", escrita por la profesora y periodista Rebeca Quintans,  bajo el seudónimo de Patricia Sverlo.

      Lo que sigue es, pues, resultado de ese ejercicio: una lectura crítica, cronológica y, sobre todo, con memoria. Porque si rey demérito desea reconciliarse consigo mismo, nosotros tenemos todo el derecho del mundo a no olvidar cuál es la catadura del sujeto que trata de hacerlo. 

 

 

    Durante décadas, la imagen del "demérito" fue casi sagrada: el rey campechano, el artífice de la democracia, el héroe del 23-F. Ahora, desde su retiro dorado en Abu Dabi, Juan Carlos Borbón ha decidido contarse a sí mismo en Reconciliación, una autobiografía con pretensiones épicas y memoria muy selectiva, asombrosamente selectiva. Se nos quiere presentar como un hombre marcado por el deber, empujado por la historia, y víctima de su propio destino.

 

    Pero al revisar los hechos —y contrastarlos con su propio relato—, lo que aparece no es un drama de Estado, sino una vulgar comedia de enredos con comisiones multimillonarias, amantes protegidas por el CNI y abultadas cuentas en Suiza que ni él mismo llega a recordar cómo se abrieron.

 

   Más que una reconciliación, lo que nos ofrece "el demérito" es una suerte de acto de autoindulto narrado con tono melancólico y pretensión de redención. Pero este "pobre hombreni siquiera puede llegar a entender que el pasado nunca ha podido borrarse firmando libros.

 

 

“NO NACÍ REY. LO FUI POR OBLIGACIÓN”

      En las primeras páginas del libro, Juan Carlos Borbón lamenta no haber tenido una infancia normal. Y no le falta razón: nació en Roma en 1938, cuando su padre, Juan de Borbón, vivía exiliado en la Italia fascista por la instauración en España de la II República. Según su relato, fue un niño “desarraigado”, “sin país” y “sin propósito”, hasta que el destino —y Franco, por supuesto— lo llamó a filas.

 

    Omite el detalle, sin embargo, de que fue educado para ser rey desde la cuna. Su madre, María de las Mercedes, lo formó en la idea de que seria el futuro Jefe de Estado. Y su padre, que nunca ocultó su sueño de restauración, lo crió en una doble identidad: monárquico “liberal” por un lado, y dispuesto a pactar con la dictadura, por el otro. El joven Juanito lejos de ser un rehén de la historia, fue su instrumento voluntario.

 

     Cuando Franco lo trajo a España en 1948, no es para rescatar a un pobre exiliado, sino para aislarlo de su padre y formarlo como heredero leal al franquismo. Durante décadas, Juan Carlos se somete a la tutela directa del Régimen. Se educa en colegios militares, participa en actos del Movimiento Nacional, y jamás muestra el menor atisbo de  disidencia pública. Fue el alumno modelo del dictador, no su víctima.

 

     En "Reconciliación", sin embargo, Juan Carlos dice que no le gustaba la política, que se sentía atrapado, que prefería “los coches” a los discursos. Una candidez harto forzada para alguien que, en 1969, aceptó ser nombrado sucesor de Franco “a título de Rey” con un juramento solemne ante las Cortes franquistas.  Un juramento que, por cierto, incluía fidelidad total a los Principios del Movimiento Nacional. O sea, al núcleo ideológico del Régimen.

 

 

“YO NO ERA FRANQUISTA, SOLO HICE LO QUE TENÍA QUE HACER”

      Aquí comienza una de las mayores contorsiones narrativas del libro "Reconciliación". Juanito intenta convencernos de que él nunca fue franquista, sino un observador pasivo, incluso incómodo, de aquel entorno represivo. Dice que “su papel era el que era”, que su margen de maniobra era escaso, y que su prioridad era “mantener la estabilidad”.

 

      Pero lo cierto es que su reinado comienza como una continuidad del franquismo, no como su ruptura. Hasta 1976, el aparato del Régimen sigue intacto. El Ejército, las Leyes Fundamentales, la censura, los tribunales militares, la policía política… Todo sigue bajo el mismo control. La Ley de Sucesión de Franco le da el trono, y él la asume con obediencia.

 

    Lo que Reconciliación presenta como una difícil transición en solitario, otra biografía, "Un rey golpe a golpe", lo describe como lo que fue: una operación pactada entre el rey, el Ejército, la oligarquía financiera y los principales partidos de una oposición domesticada y legalizada, que a cambio de estabilidad y elecciones aceptaron mantener la impunidad del franquismo, en el trágala de la Monarquía sin referéndum y el modelo económico heredado del franquismo.

 

     Juan Carlos no diseñó, ciertamente, la llamada Transición. Pero su arquitectura fue mandatada por poderes económicos ubicados muy por encima de él mismo. Lo que sí hizo, sin embargo, fue administrarla dentro de los márgenes marcados por esos mismos poderes. La administró, en efecto, y también se benefició de ella como nadie: pasó de ser el heredero del dictador a símbolo internacional de la democracia, sin que tuviera que someter el trono a peligrosos ajetreos.

 

 

“EL 23-F FUE EL DÍA MÁS DIFÍCIL DE MI VIDA”

     El 23 de febrero de 1981 es, para Juan Carlos Borbón, el clímax dramático de su carrera. En Reconciliación, le dedica varios párrafos que suenan a guión de película patriótica: él, solo, cual un valiente Gary Cooper, enfrentándose a los golpistas; él, decidido, grabando su mensaje en televisión con el uniforme de Capitán general; él, responsable de que no se desmoronara todo.

 

    Pero lo que no menciona "el demérito" es que muchos de los militares que participaron en el golpe lo hicieron considerando que quien lo estaba inspirando era  el propio monarca. (Leer declaraciones del Teniente General Sabino Fernández Campos,  Secretario Gral de la Casa Real).  Y que durante las horas previas y posteriores, Juanito no se atrevió a romper claramente con ellos hasta poder constatar que las desavenencias surgidas entre sus valedores golpistas impidieron que el "putsch"  pudiera prosperar.  Algunas llamadas quedaron registradas, otras se hicieron por vías paralelas. De manera que "el gesto que convirtió al villano en héroe" resultó tan tardío como descaradamente oportunista.

 

     A partir de entonces, eso sí, nadie se atrevió a tocarle un pelo. Aquel montaje televisivo de la noche del 23F lo mutó en un escudo: a partir de entonces, la crítica a su persona se convirtió en antipatriótica, y el escepticismo, en traición.

 

    El “salvador de la democracia” se blindó a sí mismo para siempre. Y durante nada menos que las tres décadas siguientes, su figura quedó por encima del bien, del mal… y del fisco.

 


“SIEMPRE TRABAJÉ POR LOS INTERESES DE ESPAÑA”

      Uno de los mantras más repetidos en "Reconciliación" es que Juan Carlos Borbón “jamás antepuso sus intereses personales a los del país”. Según él, toda su vida estuvo al servicio de España, incluso cuando sus gestiones lo llevaban a países lejanos como Arabia Saudí o Kazajistán, siempre con una bandera en el corazón y una cartera en el alma. Pero bastaba con que abriera una cuenta corriente suiza para que esa noble afirmación comenzara a  hacer aguas.

 

    Los negocios reales -esos que no aparecen en el BOE pero sí en los sumarios fiscales-  muestran que el rey no solo abría puertas para las empresas españolas: también las abría para su propio beneficio económico personal y opaco. Y a menudo, esas dos cosas iban cogidas de la mano.

 

    Uno de los casos más sonados, y más incómodos para la versión oficial, fue el célebre “regalo” de 100 millones de dólares que el rey saudí Abdalá le hizo en 2008. Oficialmente, se trataba de una muestra de agradecimiento por la amistad entre ambos países. Extraoficialmente, fue el premio por su mediación personal en el contrato del AVE a La Meca, una jugosa operación internacional donde las empresas españolas ganaron... y el rey también.

 

     ¿Y qué hizo con ese dinero "el demérito"? Lo ingresó en una fundación panameña llamada Lucum, cuyo beneficiario era él mismo. Poco después, transfirió 65 millones a su amante Corinna Larsen. Un gesto de amor muy digno de la nobleza europea, si no fuera porque ese dinero provenía de una cuenta suiza opaca y, por tanto, no declarada en España.

 

   En "Reconciliación", el asunto lo despacha Juanito en unas pocas líneas. El exrey dice que “recibió una donación”, que “no tenía ninguna obligación legal de comunicarla” y que no fue un soborno ni una comisión. De hecho, intenta convencernos de que fue un gesto generoso, casi altruista, por parte de los saudíes, sin esperar nada a cambio. Como si los contratos multimillonarios de infraestructuras internacionales funcionaran con abrazos y buenos deseos.

 

 

     Pero la Fiscalía suiza, aunque finalmente archivó el caso por prescripción y falta de jurisdicción, determinó que existía un claro indicio de delito fiscal y blanqueo de capitales. En otras palabras: el demérito había cobrado y ocultado dinero durante su mandato. Pero lo que realmente no tuvo  consecuencias judiciales. Porque, como él bien sabía, la Constitución lo hacía inviolable.

 

 

“MI VIDA PRIVADA NO INTERFIERE EN MI VIDA PÚBLICA”

   En Reconciliación, Juan Carlos Borbón dedica un capítulo entero a hablar, con una mezcla de ternura y picardía, sobre su vida sentimental. Reconoce que “no fue un ejemplo perfecto”, que tuvo relaciones extramatrimoniales, pero siempre —según él— desde el respeto a la institución y sin que su vida personal afectara “a sus responsabilidades como Jefe del Estado”.

 

    Lo que no dice es que parte de su vida amorosa fue costeada con recursos públicos, escoltada por agentes del CNI y cubierta con fondos reservados del Estado. El caso más conocido, por supuesto, es el de Corinna Larsen, a quien conoció en 2004 y con la que mantuvo una relación sentimental y empresarial hasta, al menos, 2012.

 

   Corinna no fue una amante secreta en el sentido tradicional. Fue acompañante en viajes oficiales, mediadora en operaciones financieras y beneficiaria directa de dinero gestionado por el entorno del entonces monarca. Hasta vivió temporalmente en una casa en Mónaco con gastos cubiertos por intermediarios vinculados a Zagatka, otra fundación suiza de las que usaba el demérito.

 

    Pero ella rompió el pacto del silencio. Cuando la relación acabó mal, Corinna denunció haber sido perseguida y amenazada por el CNI, en una operación de Estado orquestada para recuperar documentos y frenar escándalos.

 

    En lugar de protegerla, el sistema la trató como una amenaza, y a él como un activo al que seguir blindando. Corinna lo llevó a juicio en Reino Unido. Y aunque la justicia británica acabó desestimando parcialmente el caso por razones de jurisdicción, la imagen pública de Juan Carlos Borbón ya no se podía recomponer. Ni aunque lo intentara con un libro escrito a tres o veinticinco manos.

 

     Y luego están las demás: la actriz Bárbara Rey, la princesa alemana Sayn-Wittgenstein, la decoradora mallorquina Marta Gayá, y un largo etcétera, que según el coronel Martínez Inglés escribió en este mismo digital de Canarias Semanal, alcanzó la gigantesca e increíble cifra de cinco mil amantes a lo largo de su enjundiosa y prolija vida sexual. Todas ellas, eso sí, discretamente mantenidas, protegidas, silenciadas. ¿Privado? Sí. ¿Ajeno al Estado? Ni de coña. Porque cuando se usan recursos públicos para proteger o cubrir una doble vida, la línea entre lo íntimo y lo institucional desaparece.

 

 

“HE COMETIDO ERRORES, PERO SIEMPRE ACTUÉ DE BUENA FE”

    Esta es quizá la frase más repetida en "Reconciliación", y también la más peligrosa. Porque este ex monarca caradura no solo pretende el perdón, sino también la absolución. Juan Carlos Borbón reconoce “errores”, pero niega de forma sistemática la mala intención, la codicia o el abuso de poder.

Y sin embargo, los datos lo contradicen.

     Cuando la situación se volvió insostenible, el demérito regularizó fiscalmente más de 5 millones de euros en dos declaraciones ante Hacienda. Lo hizo de forma voluntaria, para evitar una posible querella penal. A cambio, el Estado evitó el escándalo judicial.

 

   Pero eso no es actuar de buena fe. Eso es anticiparse a una condena segura. Es lo que cualquier asesor fiscal recomendaría a un evasor si sabe que lo han pillado.

 

     Además, en lugar de quedarse en España y dar explicaciones, Juan Carlos Borbón huyó a Abu Dabi en agosto de 2020. No avisó. No rindió cuentas. No se enfrentó a los tribunales. Se fue como quien se quita de en medio esperando que pase la tormenta. Según él, lo hizo para no dañar la imagen de su hijo, el rey Felipe VI. Pero no fue un gesto de humildad. Fue una retirada pactada con el poder político y económico, un exilio dorado con vistas al mar y escoltas pagados por los Emiratos.

    Y lo más grave: durante todo ese proceso, no ha devuelto ni un euro al erario público. Ninguna disculpa. Ninguna renuncia. Ningún gesto real de reparación. Solo una narrativa victimista, una autobiografía para lavar la cara y un retorno mediático lleno de guiños patrióticos.

 

LA PRENSA QUE CALLÓ Y LOS GOBIERNOS QUE ENCUBRIERON

    La imagen impoluta de Juan Carlos Borbón durante más de 30 años no se sostuvo sola. Necesitó silencios calculados, omisiones mediáticas y una red de complicidades políticas.

  

    En el curso de las décadas de los ochenta, noventa e incluso dos mil, la prensa española apenas se atrevía a rozar la vida privada o financiera del monarca. Las redacciones recibían llamadas, advertencias o directamente “sugerencias” para no publicar ciertas fotos, no seguir ciertas pistas o simplemente no hacer preguntas. La figura del rey era “intocable”.

 

     La autocensura fue reforzada por los poderes del Estado. Los gobiernos del turnotanto del PSOE como del PP— jamás impulsaron mecanismos de control sobre la Casa Real. Los presupuestos eran opacos, las cuentas no auditadas, y las actividades diplomáticas del rey no estaban sujetas a ninguna fiscalización.

 

     Incluso cuando los escándalos comenzaron a salir —como el caso Urdangarín, los correos filtrados de Corinna, las cuentas suizas o los papeles de Panamá—, la mayoría de los grandes medios optaron por una cobertura tibia y blandengue, cuando no directamente cómplice. Y el Poder Judicial se mostró reticente a investigar más allá de lo necesario, invocando la inviolabilidad constitucional o archivando por prescripción.

 

     Todo ese sistema de protección permitió a Juan Carlos construir su “leyenda” sin testigos incómodos. Hasta que la realidad lo alcanzó.
 


“RECONCILIACIÓN”: EL LIBRO COMO AUTOINDULTO

     Lo que Juan Carlos intenta con "Reconciliación" no es tanto contar su historia como reescribirla a su medida. No hay confesiones auténticas, ni autocrítica sincera. Lo que hay es una estrategia narrativa: desactivar el escándalo con anécdotas, cubrir la corrupción con sentimentalismo, y convertir el deshonor en un sacrificio.

 

     Cada capítulo parece estar calculado para ofrecer una excusa aceptable. Si se habla de los negocios turbios, se enmarca como diplomacia económica. Si se menciona a las amantes, se recurre a la privacidad. Si aparece la huida a Abu Dabi, se disfraza de acto de nobleza institucional. Y si se habla de su fortuna, se convierte en un misterio heredado o una cadena de “malentendidos contables”.

 

    El título ya es revelador: "Reconciliación". ¿Con quién? ¿Con la justicia? No. ¿Con la historia? Tampoco. Es una reconciliación consigo mismo, escrita para lavar culpas y pedir perdón sin decir lo que se hizo. Es una forma de decir “ya está todo aclarado”, sin aclarar nada.

 

     Y sin embargo, el truco le ha funcionado. Porque durante décadas, Juan Carlos no solo fue Jefe del Estado: fue un mito construido con la ayuda total del sistema.

 

   Juan Carlos quiso ser recordado como el artífice de la democracia. Como el rey campechano, el amigo de todos, el piloto de la transición. Pero el tiempo, los documentos y las cuentas en Suiza han dejado claro que el relato  es incapaz de aguantar una auditoría.

 

   El "ex rey demerito" no fue propiamente un traidor. Y no lo fue porque jamás traicionó a los suyos, al conjunto de poderes económicos y políticos que lo instalaron en la clave de la bóveda del aparato del Estado. Pero sí fue un oportunista indolente que no tuvo el menor escrúpulo en anteponer sus intereses personales al interés general. Fue un beneficiario pleno de un sistema corrupto con el que nunca intentó romper.  

 

   Con "Reconciliación", el demérito ha tratado de cerrar el capítulo final de su historia con una sonrisa nostálgica. Pero la historia se escribe con hechos, no con memorias de autoayuda. Y los hechos tienen la mala costumbre de quedarse cuando las estatuas se agrietan.

 

 

 (*) Manuel Medina es profesor de Historia y divulgador de temas relacionados con esa misma materia.

 

Comentarios Comentar esta noticia
Comentar esta noticia
CAPTCHA

Normas de participación

Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.

Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.

La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad

Normas de Participación

Política de privacidad

Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.89

Todavía no hay comentarios

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.