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LA TOGA COMO TRINCHERA: EL TRIBUNAL SUPREMO Y LA DEFENSA DEL BLOQUE HISTÓRICO

"La cúpula judicial actúa como columna vertebral del régimen del 78"

La condena al Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, no es solo - afirma el abogado y analista político José Manuel Rivero - un fallo judicial, sino una advertencia política. Esta sentencia evidencia -apunta Rivero - que el poder real en España reside en una casta judicial que actúa como garante último del régimen del 78.

 

POR JOSÉ RIVERO (*) PARA CANARIAS SEMANAL.ORG

 

     La sentencia condenatoria contra el Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, dictada el pasado 9 de diciembre de 2025, no puede leerse como un mero acto de aplicación normativa, sino como un episodio capital en la historia del presente que revela la verdadera naturaleza de los aparatos del Estado español.

 

    Lejos de la asepsia que proclama la teoría liberal de la división de poderes, esta resolución confirma que la cúpula judicial opera como la columna vertebral de un bloque de poder que, ante la crisis de hegemonía política, ha decidido intervenir directamente en la arena pública para disciplinar a las instituciones y asegurar la pervivencia del statu quo.

 

    La condena, jurídicamente insostenible por la ausencia de prueba de cargo y la forzada construcción típica de la revelación de secretos ya públicos, es en realidad un acto de autoridad que trasciende al individuo juzgado; es un aviso a navegantes sobre quién ostenta realmente la última palabra en la estructura del Estado.

 

     Para comprender la magnitud de este fallo es imprescindible insertar el hecho jurídico en la coyuntura histórica total, analizando las dinámicas de fuerza que subyacen bajo la apariencia del procedimiento penal. Si durante la judicialización del procés catalán el Tribunal Supremo actuó como dique de contención ante una amenaza territorial que cuestionaba la unidad del Estado —retorciendo tipos penales como la sedición o la malversación para sofocar un conflicto de naturaleza política—, en el caso del Fiscal General el mecanismo es idéntico, aunque el objetivo es interno.

 

    Ya no se trata de neutralizar a un enemigo externo al aparato estatal, sino de purgar a un elemento del propio engranaje institucional que ha osado desafiar la narrativa impuesta por los sectores dominantes. La maquinaria que se engrasó para combatir el independentismo se ha vuelto ahora hacia dentro, devorando a quien intentó, desde la Fiscalía, contrarrestar una campaña de desinformación orquestada por un poder regional, el de la Comunidad de Madrid, que actúa como punta de lanza de la oposición política conservadora.

 

    La debilidad probatoria de la sentencia, que el voto particular de las magistradas Polo y Ferrer desnuda con crudeza, evidencia que el Derecho ha dejado de ser un fin para convertirse en un instrumento táctico. La condena se construye sobre el vacío: una llamada de cuatro segundos y un borrado de datos rutinario se elevan a categoría de prueba de cargo, mientras se desoyen los testimonios directos de periodistas que exculpan al acusado. Esta inversión de la carga de la prueba y el desprecio por la realidad material de los hechos —la nota de prensa no reveló nada que no fuera ya vox populi— demuestran que la verdad judicial es una construcción performativa al servicio de una finalidad superior: la remoción de un funcionario incómodo. Al criminalizar la transparencia institucional y castigar el desmentido de un bulo, el Alto Tribunal no protege un bien jurídico, sino que blinda la impunidad de la mentira política cuando esta sirve a los intereses del bloque reaccionario, estableciendo una asimetría donde los poderes fácticos pueden intoxicar la opinión pública mientras el Estado queda amordazado para defenderse.

 

     Este fallo consagra el papel del Tribunal Supremo como el verdadero partido del orden, un estamento que no necesita presentarse a las elecciones para ejercer el poder de manera efectiva. En un momento de equilibrio catastrófico, donde las fuerzas políticas parlamentarias son incapaces de imponer una dirección unívoca, la judicatura asume la función de intelectual orgánico colectivo, definiendo los límites de lo tolerable y expulsando del tablero a quienes no se alinean con la inercia conservadora de la estructura estatal.

 

     La desproporción de la pena, que conlleva la inhabilitación inmediata, delata que el objetivo nunca fue la retribución penal por una supuesta filtración, sino la decapitación política de la Fiscalía. Al final, lo que esta sentencia certifica es que, en la arquitectura del Estado del 78, la legitimidad democrática de las urnas que nombra al Gobierno y, por extensión, propone al Fiscal General, está subordinada a la legitimidad corporativa de una casta judicial que se arroga la misión histórica de velar por las esencias del sistema político que tiene su origen en la reforma del régimen dictatorial franquista y no en la ruptura democrática, sacrificando si es necesario la propia legalidad que juraron o prometieron defender.

 

(*) José Rivero es abogado y analista político.

 
 
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