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Jueves, 01 de Mayo de 2025 Tiempo de lectura:

LA REBELDÍA DOMESTICADA: LO QUE SUCEDE CUANDO LA IZQUIERDA DEJA DE SER PELIGROSA

¿Por qué las nuevas "izquierdas" no logran incomodar al poder? ¿Quién se beneficia realmente del progresismo simbólico?

Del mayo francés a los festivales inclusivos. De la crítica anticapitalista al marketing de la diversidad. Las “nuevas izquierdas” de los años 60 y 70 Y las actuales comparten más de lo que parece: un imaginario pretendidametne radical pero sin capacidad real de transformación. ¿Qué las une? ¿Qué las frena? Y, sobre todo, ¿cómo recuperar la fuerza de la política como herramienta de ruptura?

 

   POR M. R. PARA CANARIAS SEMANAL.ORG.-

 

   Nos dijeron que la izquierda del siglo XX se dividía en dos grandes familias:

 

- la ortodoxa, burocrática y gris, ligada a partidos comunistas alineados con Moscú;

- y la otra, la “nueva izquierda”, joven, rebelde, efervescente, nacida en los campus universitarios de Occidente. Una izquierda crítica, creativa, antiautoritaria. La que gritaba contra Vietnam, marchaba por los derechos civiles y hacía barricadas en el París del 68.

 

     Pero detrás del romanticismo con que muchos recuerdan aquellas luchas hay otra historia. Una historia que habla de límites, contradicciones, callejones sin salida y cooptación.

 

    Algo similar está sucediendo con la "nueva izquierda" de nuestros días: la que habita en redes sociales, en fundaciones progresistas, en universidades bien financiadas y en las páginas de los suplementos culturales de los medios de comunicación mainstream.  También ahí, si se mira con cuidado, se descubre un paisaje donde la supuesta radicalidad se ha convertido en marca y la rebeldía en industria.

 

   Este artículo propone justamente eso: mirar con atención. No para negar la importancia de aquellas luchas, sino para entender qué pasó. Por qué aquellas izquierdas pretendidamente renovadoras se estrellaron contra su propia inercia. Por qué las de hoy repiten errores parecidos. Y cómo, detrás de las pancartas más vibrantes, se cuelan lógicas que más que transformar el mundo lo que están haciendo es apuntalarlo.

 

 

I. LAS “NUEVAS IZQUIERDAS” DE AYER: LA TRAMPA DE LA SEDICIÓN SIN SUJETO REVOLUCIONARIO

 

     A fines de los años 60, en países como Francia, Italia, Alemania, Japón y Estados Unidos estallaron revueltas que sacudieron el orden establecido. El discurso dominante del capitalismo occidental —liberal, técnico, militarista— parecía entrar en una aguda crisis. Estudiantes, intelectuales, feministas, pacifistas, algunos sectores obreros y muchas veces también artistas e intelectuales, levantaron la voz contra la guerra, el patriarcado, el racismo y la moral burguesa.

 

    Se autodenominaron la “nueva izquierda”. Pero como ya algunos advertían en los años 70, su crítica al capitalismo iba acompañada de un rechazo al proletariado organizado y a los partidos revolucionarios. A los ojos de estas izquierdas, los sindicatos eran dinosaurios, los partidos comunistas eran autoritarios, y el obrero fabril era una figura obsoleta. Su apuesta era otra: un estallido difuso de subjetividades, una insurrección sin centro ni liderazgo.

 

    Este rechazo de las estructuras organizadas tuvo consecuencias. Como señala Gabriel Rockhill en su crítica demoledora a la izquierda académica occidental, aquella nueva izquierda no solo despreció a la clase obrera como sujeto de transformación histórica, sino que construyó una alternativa basada en la expresión individual, una crítica culturalista que se desligaba del mundo del trabajo y un "giro lingüístico" que llevaba a negar la posiblidad de comprender la historia y la sociedad como una totalidad  

 

     Fue así como esa energía insurrecta se desplazó del espacio de la lucha material al de la producción simbólica. Los rebeldes de ayer, explica Rockhill, fueron absorbidos por una industria global de la teoría, muchas veces financiada por el propio aparato ideológico del sistema: universidades, fundaciones, organismos internacionales, ONGs y plataformas culturales.

 

    Aquellos mismos que habían sido actores de barricadas terminaron convertidos en profesores titulares, editores de revistas culturales o gurús del pensamiento de moda. Se profesionalizó la rebeldía. Se convirtió en marca, en carrera, en currículo. Las ideas revolucionarias se tradujeron al lenguaje seguro y ambiguo del pensamiento postmoderno, perdiendo toda fuerza de intervención material.

 

  Peor aún, muchas de esas figuras, desde los representantes de la French Theory hasta los posmarxistas anglosajones, participaron, consciente o inconscientemente, en lo que Rockhill llama “la ideología de izquierda del imperialismo”: una operación simbólica que ofrecía un pensamiento crítico domesticado, esterilizado y sin capacidad de movilización real.

 

    En lugar de partidos, se ofrecía teoría. En lugar de sindicatos combativos, performance. En lugar de praxis, crítica cultural. La izquierda pasó a ser estética, postmoderna, universitaria.

 

    El resultado fue un campo de batalla sin soldados y un mapa revolucionario sin sujeto histórico.

 

  Muchos de aquellos movimientos no fracasaron por represión externa —aunque hubo represión, sin duda—, sino por su incapacidad para articular una estrategia de transformación sólida. Fragmentados, entregados a la lógica del gesto antes que a la de la organización, no supieron construir una alternativa real al orden capitalista.  Se convirtieron realmente en una crítica moral al sistema, que por su incapacidad para ofrecer una alternativa real no podían constituirse como  fuerza transformadora.

 


II. LAS NUEVAS IZQUIERDAS DE HOY: "RADICALISMO" SIN RUPTURA

 

     Si uno recorre las redes sociales, las marchas de los últimos años o los discursos de ciertos partidos progresistas, podría llegar a pensar que estamos viviendo un nuevo ciclo de radicalización. Las calles se llenan de pancartas con lemas contundentes: antirracismo, feminismo, justicia climática, decolonialismo. Surgen colectivos que denuncian la opresión en todas sus formas. Se multiplican las campañas que cuestionan el patriarcado, el colonialismo o incluso el capitalismo. 

 

    A primera vista, podríamos pensar que estamos ante una reedición de la efervescencia sesentista. Pero si uno mira un poco más allá del decorado, aparecen signos preocupantes. Y es ahí donde las ideas de Gabriel Rockhill se vuelven especialmente útiles.

 

    Rockhill sostiene que gran parte de lo que hoy se presenta como izquierda radical, crítica o disidente, en realidad forma parte de lo que llama la industria global del pensamiento crítico”. Un ecosistema muy bien financiado y estructurado donde la producción de discurso ha sustituido a la producción de poder real. Universidades, ONGs, instituciones culturales, becas, premios, festivales, fundaciones progresistas... Todo un sistema que permite hablar de revolución sin poner en riesgo absolutamente nada.

 

     Tal como ocurrió con las “nuevas izquierdas” de los años 70, las actuales también parecen haber roto con la tradición marxista de transformación concreta. Ya no hay referencia a la lucha de clases como eje vertebrador, ni análisis económico del poder. En su lugar, han ganado espacio las luchas identitarias, el enfoque de derechos, la interseccionalidad, la performatividad y el lenguaje como campo de batalla.

 

    El problema no está en esas demandas en sí —muchas de ellas totalmente legítimas—, sino en la forma en que han sido convertidas en sustitutos de la lucha estructural. Se habla de “privilegios” en lugar de explotación. De “violencias simbólicas” en lugar de plusvalía. De “espacios seguros” en lugar de huelgas. De “microagresiones” en lugar de despidos masivos. La rabia no se organiza: se estetiza. Se teoriza. Se monetiza en likes.

 

     Y así como la izquierda radical de los 70 fue, en muchos casos, una rebelión pequeño burguesa contra la política obrera organizada, las izquierdas actuales —con su vocación universitaria, su lenguaje críptico y sus prioridades discursivas— también parecen hablarle más a un público académico y digitalizado que al conjunto de las clases trabajadoras.

 

     La desconexión es evidente. En muchos barrios obreros de Europa o América Latina las consignas del nuevo progresismo suenan abstractas, ajenas, incluso ridículas. Los sectores populares que padecen el desempleo, la inflación, la precarización y el endeudamiento, no encuentran en estas izquierdas una propuesta clara ni una estrategia de lucha. El resultado es que muchas veces terminan capturados por discursos reaccionarios que al menos les prometen certezas simples.

 

     Rockhill denuncia esto sin rodeos: la izquierda oficial, crítica o radical, ha sido funcional al mantenimiento del statu quo. Al centrarse en cuestiones simbólicas, individuales o culturales, ha abandonado la organización colectiva, el poder popular y el antagonismo de clase. Y al hacerlo, ha contribuido a una especie de “revolución de superficie”, en la que todo puede ser discutido, excepto las estructuras que determinan la vida social.

 

    Mientras las grandes plataformas digitales controlan la opinión pública, los bancos centrales financian burbujas especulativas y se desmantela la educación y la salud pública, gran parte de la izquierda se entretiene corrigiendo pronombres, pidiendo disculpas públicas o censurando películas en festivales.

 

¿DÓNDE ESTÁ LA RUPTURA? ¿DÓNDE ESTÁ EL PROGRAMA? ¿DÓNDE ESTÁ LA CONSTRUCCIÓN DE PODER REAL?

 

    Como en los 70, también hoy muchos activistas e intelectuales han sido absorbidos por una economía política de la rebeldía domesticada. Existen carreras enteras dedicadas a la “justicia social”, la “teoría crítica” o la “diversidad”. Se multiplican las consultorías progresistas, los libros de autoayuda radical, las startups con discurso antirracista y hasta las campañas publicitarias con estética de protesta.

 

   El sistema, una vez más, ha sabido reciclar la crítica. La convierte en mercancía, etiqueta o valor de mercado. Mientras tanto, las relaciones de producción, el control de los medios de comunicación, la concentración del capital y la explotación laboral permanecen intactas.

 


III. DE LAS BARRICADAS A LOS TALLERES DE DIVERSIDAD: LA REVOLUCIÓN EN MODO PAUSA

 

      Si algo une a las “nuevas izquierdas” de los 60-70 con las de hoy es su vocación de ruptura simbólica con el sistema. Las de antes aún se atrevían a tomar las plazas o desafiar gobiernos. Las de ahora crean "espacios seguros", visibilizan opresiones y denuncian desigualdades desde plataformas digitales. Pero en ambos casos, como hemos visto, la ruptura es más aparente que real.

 

     Las "nuevas izquierdas" del siglo pasado rechazaron al sujeto obrero, acusando a los partidos marxistas de burocráticos, verticales y reformistas. Propusieron, en su lugar, una política basada en la espontaneidad, la creatividad, el deseo y la revuelta personal. Pero terminaron produciendo una crítica sin programa, sin estrategia y sin ningún planteamiento serio sobre el poder. Se negaron a pensar desde la totalidad del sistema capitalista, sustituyendo ese enfoque teórico y práctico por la fragmentación: el individuo, la cultura, la sexualidad, la subjetividad.

 

    Las "izquierdas identitarias" de nuestros días han heredado —y perfeccionado— ese modelo. Tienen una conciencia más aguda de la interseccionalidad de las opresiones, sí. Pero al mismo tiempo han elevado la fragmentación a forma de vida. Lo colectivo queda disuelto en comunidades afectivas, luchas sectoriales e identidades hipersegmentadas. La organización política ha sido reemplazada por el activismo de red, la asamblea permanente y el moralismo puritano. Y la voluntad de poder se ha diluido en un discurso que todo lo denuncia, pero casi nunca construye alternativas duraderas.

 

     Ambas izquierdas, en definitiva, han sido reabsorbidas por el sistema que decían combatir. Un sistema que ha demostrado una increíble capacidad para digerir la crítica, vaciarla de contenido, y devolverla como producto.

 

    Gabriel Rockhill ha señalado esto con mucha claridad, desde las mismas páginas de Canarias Semanal: gran parte del pensamiento crítico contemporáneo funciona como una pantalla de radicalidad, diseñada para impedir la construcción de una praxis verdaderamente revolucionaria. No es que no haya intelectuales valiosos. Es que están atrapados en una maquinaria que premia la publicación, la visibilidad y la marca personal, al tiempo que castiga cualquier intento real de transformar las estructuras que sostienen el poder.

 

     Por eso, si queremos pensar una izquierda distinta, no se trata solo de recuperar viejas banderas. Se trata de romper con esa lógica en la que el capitalismo tolera, promueve y financia una rebeldía inofensiva, que actúa más como contención emocional que como motor de cambio.

 

   La izquierda que necesitamos no es la que produce discursos desconectados del conflicto real, sino la que organiza, construye, incomoda y arriesga. No la que denuncia el sistema desde la comodidad de una cátedra o una cuenta verificada, sino la que se juega el pellejo al lado de quienes trabajan, luchan, producen y resisten.

 

   No se trata de volver nostálgicamente al pasado, pero tampoco de seguir atrapados en los gestos vacíos del presente.

 

  Se trata de recomponer la fuerza social del cambio, desde abajo, desde lo concreto, desde la contradicción material. Y, sobre todo, se trata de entender que la crítica sin estrategia es solo ruido. Y que la rebeldía, sin organización, no transforma nada: solo decora el espectáculo del poder. 

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