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EL "LAWFARE": O CUANDO EL PODER SE SIENTE AMENAZADO, VISTE DE TOGA Y "GOLPEA" CON EL MAZO

En España, el "lawfare" no solo silencia disidencias, también se encarga de ordenar las peleas internas del poder

En los últimos años, hemos constatado cómo líderes políticos, incluso aquellos que han propuesto solo leves retoques en la fachada del sistema, han terminado sentados en el banquillo de los acusados. A simple vista, parecen procesos legales “normales”. Pero si se observa con detenimiento, asegura Manuel Medina, autor de este artículo, se está haciendo uso de los tribunales, no para impartir justicia, sino para eliminar rivales, convirtiéndose en muchos países en una práctica harto frecuente. A este fenómeno se lo conoce ahora como "lawfare". ¿Se trata de un fenómeno nuevo, o, por el contrario, este ha estado vinculado al nacimiento mismo del Estado como tal? ¿Cuáles son hoy las "peculiaridades" del fenómeno en América Latina y en España?

 

   POR MANUEL MEDINA(*) PARA CANARIAS SEMANAL.ORG

 

      Durante décadas se nos enseñó que las leyes eran el instrumento más noble de las sociedades modernas. Que el derecho estaba ahí para proteger a todos por igual, sin importar la clase social, el apellido o el color de piel.

 

     La imagen que se construyó en nuestras cabezas fue la de una balanza perfecta: un espacio donde reina la justicia, donde lo que importa son los hechos y la verdad, y no los intereses o las ideologías.

 

    Sin embargo, basta con observar lo que ha ocurrido en los últimos años en distintos países del mundo para sospechar que esa balanza no está bien equilibrada. Y que, muy a menudo, el derecho es más una trinchera que un refugio.

 

    El fenómeno conocido como “lawfare” —un anglicismo que fusiona “law” (ley) con “warfare” (guerra)— se ha instalado en el vocabulario político contemporáneo como una forma moderna de persecución, encubierta bajo el ropaje formal de la legalidad.

 

“EL PSOE Y EL PP NO DISCUTEN EL SISTEMA, DISCUTEN QUIÉN LO GESTIONA”

 

 

    Se trata, básicamente, del uso de las instituciones judiciales, fiscales y mediáticas para hostigar, desacreditar o directamente eliminar adversarios políticos.

 

     Pero no estamos frente a una distorsión puntual del sistema: el lawfare no es una anomalía, sino una manifestación cada vez más sofisticada de cómo el derecho se convierte en instrumento de dominación cuando el poder se siente amenazado.

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   No se trata de simples errores judiciales ni de jueces con malas intenciones. Se trata de una lógica estructural. De un mecanismo que se activa cuando el sistema necesita disciplinar a quienes no se ajustan con precisión a sus reglas, cuando aparecen líderes, movimientos o ideas que cuestionan el reparto de la riqueza, el sentido de la democracia, o el papel de las grandes corporaciones en la vida social.

 

    Es entonces cuando el derecho deja de ser un espacio de garantías para convertirse en un campo de batalla, donde las armas son las leyes, los códigos penales y los titulares de los noticieros.

 

UNA ESTRATEGIA CON HISTORIA

 

     Aunque el término "lawfare" parezca relativamente nuevo, -y lo es-, el uso del derecho como instrumento de represión tiene raíces muy antiguas.

 

     En la Edad Media, los reyes legitimaban sus crímenes mediante decretos sagrados. En las colonias, el orden jurídico se utilizó para justificar la esclavitud y el despojo. Y en el siglo XX, muchas dictaduras modernas se vistieron de legalidad para imponer el terror. Lo que sí es novedoso en el lawfare contemporáneo es su nivel de sofisticación y su capacidad de mimetizarse con los procesos democráticos.

 

      Hoy en día, ya empieza a no hacer falta la ejecución de un golpe de Estado para desalojar del poder a un dirigente incómodo, no ya para la estabilidad del sistema económico, sino, incluso, para la preservación de los intereses de determinados clanes y sectores políticos incrustados en áreas sensibles del aparato del Estado.

 

“EL LAWFARE NO NECESITA PRUEBAS, SOLO UNA BUENA NARRATIVA Y UNA TAPA DE DIARIO”

 

 

    Y para ello basta con abrirle una causa judicial al personaje elegido, instalar la sospecha en los medios de comunicación, multiplicar los comentarios en redes sociales y dejar que la “opinión pública” haga su trabajo.

 

   Se trata de una guerra sin tanques ni helicópteros, pero que cuenta entre sus huestes, con una legión de fiscales, peritos y presentadores de televisión. Una guerra donde no hay muertos en las calles, pero sí cadáveres políticos que jamás llegarán a recuperarse. Una guerra en la que todo parece legal, aunque el objetivo no sea la justicia, sino la destrucción total del enemigo elegido.

 

     No hay que engañarse: esta forma de represión tiene una enorme efectividad porque no necesita mostrarse como tal. No se presenta como una persecución, sino como una defensa de la legalidad. No se justifica con la fuerza, sino con la mismísima Constitución. Y por esa misma razón, desactivarla es mucho más difícil y complicado.

 

     El lawfare se alimenta de una ficción muy eficaz: la de que todos somos iguales ante la ley. Pero esa igualdad desaparece en cuanto se enfrentan los intereses del poder con las intenciones de quienes desean cambiarlo , aunque traten de hacerlo sin pretender alcanzar grandes profundidades.

 

EL SISTEMA QUE NECESITA DEFENDERSE

 

     Para entender por qué se recurre al lawfare, hay que mirar más allá de los tribunales. Hay que observar las relaciones de poder que atraviesan la sociedad. Las leyes no flotan en el aire: surgen de contextos concretos, de conflictos históricos, de disputas entre sectores sociales con intereses opuestos. Y por eso, en un sistema donde la riqueza está concentrada en pocas manos, donde los grandes medios responden a grupos empresariales, y donde la política está cada vez más colonizada por las finanzas, el derecho no puede ser ajeno a esa realidad. Es parte de ella. La reproduce. La protege.

 

“EL LAWFARE NO ACTÚA SOLO, CAMINA DE LA MANO CON LOS MEDIOS Y LOS DESPACHOS DEL PODER”

 

      Cuando un gobierno intenta modificar esas estructuras —  cuestionando, por ejemplo, el modelo extractivista, frenando la fuga de capitales, impulsando aunque sea levemente la redistribución de la riqueza, o simplemente trata de ampliar algo los derechos sociales—, los sectores dominantes reaccionan. Y si no pueden frenar esos cambios en las urnas, lo hacen en los tribunales. El "lawfare" aparece entonces como una forma de restauración del orden. Una herramienta para reencauzar la democracia por los carriles aceptables para el capital.

 

      Esto no significa que todo juez o fiscal forme parte de una conspiración. Pero sí significa que existe una trama de relaciones e intereses que hace posible esta práctica. Que hay también una matriz cultural, mediática y judicial que tiende a ver a los líderes populares como sospechosos, y a los defensores del mercado como garantes del orden. Que la “objetividad” con la que se presentan ciertos procesos judiciales está atravesada por una clarísima lógica de clase que opera muchas veces de forma inconsciente, pero no por ello menos efectiva.

 

 

CÓMO FUNCIONA LA MAQUINARIA

 

     El lawfare no actúa en solitario. Es un entramado complejo donde confluyen distintos actores: jueces, fiscales, servicios de inteligencia, grandes medios de comunicación, sectores empresariales y operadores políticos. Su fuerza no está solo en las sentencias, sino en la construcción de sentido.  Es decir, el lawfare no necesita condenas para cumplir su objetivo. Le bastará con instalar en la sociedad la idea de que alguien es culpable, usando medios, rumores y juicios públicos antes del juicio real.

 

   Así, podrá destruir reputaciones y carreras políticas manipulando la opinión pública, aunque después se demuestre la inocencia del acusado. El verdadero poder del lawfare está en crear una historia que la gente crea, no en lo que diga finalmente un juez. Porque no se trata únicamente de condenar a alguien, sino de instalar en la sociedad la idea de que esa persona es corrupta, peligrosa o ilegítima. El objetivo no es solo sacarla de la competencia electoral o del asunto que ha provocado el montaje del lawfare, sino, sobre todo, quitarle autoridad moral, romper su vínculo con las mayorías.

 

     Una causa judicial no necesita pruebas contundentes para cumplir su función. Basta con una denuncia mediática, una filtración de conversaciones privadas, una tapa de diario, una colección de recortes de prensa. Luego vendrán los procesos eternos, las apelaciones, las idas y vueltas. Pero el daño ya estará hecho. Mientras tanto, el acusado debe defenderse, explicar, justificar. Se corre del lugar de quien propone para convertirse en alguien que se defiende. La agenda pública deja de girar en torno a los proyectos y se concentra en las acusaciones. Y así, lentamente, se construye el vacío político.

 

      Además, el "lawfare" funciona con un sistema de doble vara. Mientras se persigue con cierta saña a dirigentes más o menos díscolos con el sistema, -pues a los radicales, simplemente, los fulminan-, son blindados jurídicamente los intereses de las grandes fortunas, las evasiones fiscales o los negociados del poder económico. Las causas que comprometen al establishment suelen quedar archivadas, prescriben o se diluyen en tecnicismos. De esta manera, se construye una justicia a la medida del privilegio. Una maquinaria que castiga a lo que más incomodan y absuelve al que garantiza la permanencia del statu quo.

 

 

EL EJEMPLO LATINOAMERICANO

 

      En América Latina, los casos de "lawfare" se han multiplicado con una regularidad inquietante. Presidentes, expresidentes y líderes de movimientos populares han sido blanco de procesos judiciales dudosos, generalmente acompañados de campañas mediáticas virulentas.

 

     En Brasil, la prisión del socialdemócrata Lula da Silva —luego anulada por falta de imparcialidad del juez— fue un ejemplo paradigmático. En Argentina, las denuncias contra la socioliberal Cristina Fernández de Kirchner han seguido un patrón similar: acusaciones amplificadas por los medios, filtraciones selectivas, y una justicia plagada de vínculos con el poder económico.

 

    En Ecuador, el reformista Rafael Correa fue inhabilitado mediante una sentencia sin contar con pruebas contundentes.

      En Bolivia, Evo Morales fue forzado al exilio en un contexto donde las decisiones judiciales estaban, además, acompañadas de una lógica puramente golpista.

 

    En todos estos casos, el mecanismo se repite: cuando un proyecto político logra romper, aunque sea levemente, con las lógicas neoliberales, aparecen las causas, los escándalos y los jueces. No importa si hay pruebas sólidas o no. Lo que importa es frenar el avance de esos liderazgos aunque solo se atrevan a sugerir  leves reformas . Lo que se persigue, en el fondo, no es una persona sino una posibilidad. La posibilidad de que  alguien o algunos, se atreva a apuntar reformas que intenten retocar el sistema.

 

 

EL PECULIAR CASO DE ESPAÑA

 

    En España, el "lawfare"  ha terminado convirtiéndose también en un ingenioso mecanismo habitual para dirimir las disputas internas entre los dos grandes partidos del sistema: el PSOE y el PP.

 

   “EN ESPAÑA, EL PODER JUDICIAL NO ES INDEPENDIENTE: ES UN BOTÍN DE GUERRA ENTRE DOS PARTIDOS GEMELOS”

 

 

    Aunque ambas organizaciones defienden el mismo modelo económico, social y territorial —con pequeñas diferencias estéticas—, compiten ferozmente, sin embargo, por el control del aparato administrativo del Estado, y con ello, todas las canonjías que para sus administradores devengan.

 

    Esa disputa, más que ideológica, lo que trata es de determinar quién maneja los resortes del poder institucional, y el sistema judicial se ha convertido en campo de batalla privilegiado para dirimirla.

 

      El uso estratégico de querellas, denuncias, comisiones parlamentarias y filtraciones judiciales ha sido recurrente entre ambos partidos. Cuando el PP está en la oposición, acusa al PSOE de utilizar las instituciones “para tapar casos de corrupción”, y cuando el PSOE está en el Gobierno, responde denunciando "lawfare mediático y judicial" por parte del PP.

 

     No obstante, en la práctica, ambos instrumentalizan el sistema judicial en función de sus intereses partidistas, ya sea para protegerse de escándalos internos o para dañar la credibilidad del adversario.

 

     Casos como Kitchen, Gürtel, el caso del hermano y el novio  de Ayuso el supuesto acoso judicial a Pedro Sánchez y su familia, o incluso la ofensiva contra jueces que investigan al entorno del PSOE, muestran cómo los dos bloques utilizan el discurso del "lawfare" a conveniencia, no para transformarlo ni denunciar su raíz estructural, sino para repartirse impunidad mientras desgastan al contrario.

 

     Así, en lugar de denunciar el "lawfare" como un mecanismo del sistema para aplastar a quien lo desafía, PSOE y PP lo usan como arma entre iguales, dos partidos gemelos que luchan por el timón de una misma nave. Pero lo hacen sin cuestionar jamás el rumbo de la misma.

 
 

UN SISTEMA EN CRISIS QUE SE DEFIENDE COMO PUEDE

 

    El auge del "lawfare" no podrá realmente entenderse sin tener en cuenta la crisis estructural que atraviesa  el capitalismo  . Las promesas de prosperidad, estabilidad y crecimiento ya no convencen. La desigualdad se ha hecho obscena, los Estados están debilitados y los sistemas políticos tradicionales han perdido legitimidad. En ese contexto, los sectores dominantes ya no pueden garantizar su poder solamente con hegemonía cultural o consenso electoral. Necesitan otras herramientas. Y una de ellas es el poder judicial.

 

     El derecho, en lugar de ser una garantía contra los abusos, se convierte en un recurso de control. Pero esto tiene un costo: al politizar los tribunales, también se erosiona la confianza en la justicia. Se crea una sensación de arbitrariedad, de que todo es manipulable, de que las reglas se aplican según el poder de cada uno. Y esa sensación, en última instancia, debilita la propia democracia.

 

    El "lawfare", aunque efectivo en lo inmediato, es un síntoma de debilidad. Es la demostración de que el sistema ya no logra contener por medios normales las tensiones que genera. Y eso abre una puerta, también, para nuevas formas de resistencia. Porque cada vez más sectores sociales empiezan a entender que no se trata solo de defender a un dirigente, sino de disputar el sentido de la justicia, de la legalidad y de la política.

 

 

RECONSTRUIR EL SENTIDO DE LA JUSTICIA

 

       El "lawfare" es, pues,  una "forma de guerra". Pero no se libra en los campos de batalla tradicionales, sino en los despachos, en los sets de televisión, en las redes sociales, en los pasillos de los tribunales.

    

    Es una guerra que busca colonizar el sentido de la justicia para impedir cambios. Y por eso, la única forma de enfrentarla es devolviéndole al derecho su carácter popular, colectivo y emancipador. Porque el verdadero desafío no es solo desmontar las causas amañadas, sino sobre todo, desmontar el sistema económico-político que las hace posibles.

 

(*) Manuel Medina es profesor de Historia y divulgador de temas relacionados con esa misma materia

 
 
 
 
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