
ELON MUSK ES UN SUDAFRICANO BLANCO... ¡NADIE DEBERIA OLVIDARLO!
Del apartheid a Silicon Valley: cómo el pasado colonial sigue presente en el pensamiento de Musk
Elon Musk no solo es un magnate de la tecnología, también es una figura profundamente política. Su influencia dentro de la administración Trump y su discurso sobre Sudáfrica revelan una visión del mundo marcada por su origen en el apartheid. Mientras algunos lo ven como un visionario, otros advierten que su ideología responde a un viejo instinto colonialista adaptado a la era digital.
POR WILLIAM SHOKI (*). PUBLICADO EN "THE NEW YORK TIMES"
Elon Musk está en todas partes. Pone en la calle a empleados federales, accede a datos gubernamentales clave, aparece en la Oficina Oval, participando en Fox News junto al presidente Trump e incluso asistiendo a reuniones del gabinete de la Casa Blanca.
Para algunos, su arrollador avance sobre las instituciones del Estado augura el reemplazo del poder público por intereses privados; para otros, se trata de la toma del poder por parte de las grandes tecnológicas. Para muchos observadores, sobre todo, se está moviendo con una desconcertante familiaridad en el mismo corazón del poder. Independientemente de cómo se interprete el papel de Musk dentro de la Administración Trump, lo cierto es que su influencia ha cimentado su reputación como una de las personas más poderosas del planeta.
Sin embargo, las discusiones sobre Musk, especialmente en Estados Unidos, suelen pasar por alto un detalle fundamental: es un sudafricano blanco, perteneciente a un grupo demográfico que, durante siglos, estuvo en la cima de una jerarquía racial de ese país, mantenida a través de la práctica del colonialismo violento.
Esa historia es importante. Pese a los intentos por presentarlo como un genio hecho a sí mismo o un tecnócrata desapasionado, lo cierto es que Musk es una figura marcadamente ideológica, cuya visión del mundo está intrínsecamente ligada a su crianza en la Sudáfrica del apartheid. Más que un simple multimillonario excéntrico, Musk representa una interrogante sin resolver: ¿qué ocurre cuando el gobierno de los colonos fracasa, pero los colonos permanecen? Eso es precisamente lo que está ocurriendo hoy en Estados Unidos.
Nacido en Pretoria en 1971, Musk tuvo una infancia típica de la élite blanca sudafricana. Su posición económica estuvo moldeada por un sistema diseñado para favorecer a los blancos. Musk no parece haber disfrutado de la educación de élite recibida —se cuentan historias de acoso escolar y soledad—, pero de igual forma se benefició de las ventajas que esta le otorgaba. Aunque su padre, ingeniero de profesión, fue durante un tiempo miembro del Partido Progresista, una formación anti-apartheid, no hay evidencia de que Musk heredara ni una brizna de sus convicciones políticas. Como muchos otros sudafricanos blancos, dejó el país antes del colapso del régimen apartheid y, en 1989, se estableció en Canadá, país en que había nacido su madre.
Nunca regresó, pero Sudáfrica evidentemente nunca lo abandonó. Un ejemplo claro es su reciente intervención en el debate sobre la reforma agraria en el país. En respuesta a una ley aprobada en enero que permite, bajo ciertas circunstancias, la expropiación de tierras sin compensación, Musk utilizó su plataforma para sugerir que los sudafricanos blancos estan siendo víctimas de una persecución única. Poco importó que la restitución de tierras sea una norma ampliamente aceptada en sociedades postcoloniales, o que legislaciones similares, como el dominio eminente o la compra obligatoria de propiedades, existan en Estados Unidos y otros países. La administración Trump, que se ha caracterizado por amplificar voces marginales, promover narrativas distorsionadas sobre la victimización racial y usar declaraciones como la de Musk como arma simbólica, no tardó en secundarlo.
El papel de Musk en esta controversia induce a pensar que no solo no ha superado la lógica del apartheid, sino que la ha absorbido. Sus posturas ideológicas —mercados desregulados, hostilidad hacia la organización sindical y nacionalismo trumpista— llevan su huella. En la práctica, su visión política traslada los principios económicos del apartheid a una escala global: mantener zonas de privilegio bajo la apariencia de libre empresa y resistirse a cualquier intento de redistribución alegando que supone una amenaza. Esto se refleja en su constante llamado a que los demás trabajen más duro y en sus exigencias para que él y sus empresas reciban un trato especial.
Musk es uno de esos personajes reaccionarios, con raíces en el sur de África, que han encontrado un refugio inesperado en Silicon Valley y que ahora ejercen una influencia desproporcionada en la configuración de la política derechista en Estados Unidos y en el mundo. Figuras como Peter Thiel y David Sacks provienen tambien de una esa tradición histórica que veneraba la jerarquía y trataba de perpetuar la dominación racial y económica, pero que, al encontrarse en un mundo donde ese orden se desmoronaba, adaptaron sus estrategias. Su visión política responde a un instinto de preservación del dominio de las élites, disfrazado bajo el lenguaje de la meritocracia y la libertad de mercado, mientras canalizan el resentimiento hacia las nuevas estructuras de poder que perciben como una amenaza a su posición.
Para ellos, el sur de África nunca está demasiado lejos. Forman parte de una derecha global que desde hace tiempo siente fascinación por Rodesia y su sucesor, Zimbabue. A sus ojos, la pérdida del gobierno de la minoría blanca en Zimbabue es el ejemplo por excelencia del colapso civilizacional: un estado colonial “exitoso” que cayó en el caos tras la descolonización. La llamada “zimbabueización” se usa como advertencia ante cualquier intento de redistribución de poder. Ahora, Sudáfrica —que, según Musk, está “abiertamente impulsando el genocidio de los blancos”— ha asumido el papel de la nueva historia de terror. El argumento implícito es que, cuando el poder de los colonos es desplazado, solo puede haber ruina.
A esto se suma el hecho de que Sudáfrica ha desafiado abiertamente la agresión genocida de Israel en Gaza, liderando los esfuerzos por exigir responsabilidades bajo el derecho internacional. Esta postura ha alienado aún más al país de las potencias occidentales que respaldan a Israel, reforzando en la derecha global la percepción de Sudáfrica como un Estado rebelde. Uno de los principales candidatos a ser embajador de Trump en el país, el comentarista de Breitbart nacido en Sudáfrica Joel Pollak, ciertamente lo ve así. Para figuras como Musk, la postura de Sudáfrica contra Israel no hace más que confirmar su visión del país como una causa perdida: un bastión “civilizado” del dominio blanco que ahora sucumbe al caos de la mayoría gobernante y la descolonización.
Esta reacción no solo es ideológica, sino profundamente personal. A pesar de su ferviente oposición a la política identitaria progresista, Musk es, en realidad, un identitario acérrimo. Ha dado voz a afirmaciones de grupos sudafricanos de extrema derecha que acusan al gobierno de estar “obsesionado con la raza” y de tener 142 leyes raciales en vigor. Sin embargo, la metodología para definir qué es una “ley racial” es ridículamente amplia: cualquier ley que haga referencia a la raza entra en esa categoría. Bajo ese criterio, incluso las leyes que prohíben la discriminación racial arbitraria o que revocan la legislación discriminatoria del apartheid contarían como tales. Dado el afán de Musk por desmantelar programas de diversidad, equidad e inclusión, su fijación con un solo grupo identitario es, cuanto menos, irónica.
Y peligrosa también. Esta obsesión llevó a Trump a poner fin, mediante orden ejecutiva, a la asistencia financiera de Estados Unidos a Sudáfrica, lo que podría tener consecuencias devastadoras para el tratamiento del VIH y el SIDA. Ahora Sudáfrica se ha convertido en un país proscrito: el secretario de Estado, Marco Rubio, se ha negado a viajar allí para la cumbre del G-20, alegando que es un foco de “antiamericanismo” y que “está haciendo cosas muy malas”. Dada la fascinación de esta administración con el colonialismo —desde su plan de reasentamiento de Gaza hasta la idea de comprar Groenlandia o anexionar el Canal de Panamá—, no sorprende que vean a Sudáfrica como una profecía distópica a la que deben oponerse.
Musk, siempre el empresario, está más que dispuesto a suministrar la propaganda. Pero la historia de Sudáfrica cuenta otra versión: una en la que la dominación blanca no era inevitable, el gobierno de los colonos no fue eterno y un futuro distinto, aunque incierto, sigue siendo posible.
Desde su privilegiada posición de poder, Musk puede hacer todo lo que esté a su alcance para revertir o sabotear esa historia. Pero no podrá. La historia, a diferencia de Marte, no es suya para colonizar.
(*) William Shoki es editor de "Africa Is a Country", una publicación digital independiente.
POR WILLIAM SHOKI (*). PUBLICADO EN "THE NEW YORK TIMES"
Elon Musk está en todas partes. Pone en la calle a empleados federales, accede a datos gubernamentales clave, aparece en la Oficina Oval, participando en Fox News junto al presidente Trump e incluso asistiendo a reuniones del gabinete de la Casa Blanca.
Para algunos, su arrollador avance sobre las instituciones del Estado augura el reemplazo del poder público por intereses privados; para otros, se trata de la toma del poder por parte de las grandes tecnológicas. Para muchos observadores, sobre todo, se está moviendo con una desconcertante familiaridad en el mismo corazón del poder. Independientemente de cómo se interprete el papel de Musk dentro de la Administración Trump, lo cierto es que su influencia ha cimentado su reputación como una de las personas más poderosas del planeta.
Sin embargo, las discusiones sobre Musk, especialmente en Estados Unidos, suelen pasar por alto un detalle fundamental: es un sudafricano blanco, perteneciente a un grupo demográfico que, durante siglos, estuvo en la cima de una jerarquía racial de ese país, mantenida a través de la práctica del colonialismo violento.
Esa historia es importante. Pese a los intentos por presentarlo como un genio hecho a sí mismo o un tecnócrata desapasionado, lo cierto es que Musk es una figura marcadamente ideológica, cuya visión del mundo está intrínsecamente ligada a su crianza en la Sudáfrica del apartheid. Más que un simple multimillonario excéntrico, Musk representa una interrogante sin resolver: ¿qué ocurre cuando el gobierno de los colonos fracasa, pero los colonos permanecen? Eso es precisamente lo que está ocurriendo hoy en Estados Unidos.
Nacido en Pretoria en 1971, Musk tuvo una infancia típica de la élite blanca sudafricana. Su posición económica estuvo moldeada por un sistema diseñado para favorecer a los blancos. Musk no parece haber disfrutado de la educación de élite recibida —se cuentan historias de acoso escolar y soledad—, pero de igual forma se benefició de las ventajas que esta le otorgaba. Aunque su padre, ingeniero de profesión, fue durante un tiempo miembro del Partido Progresista, una formación anti-apartheid, no hay evidencia de que Musk heredara ni una brizna de sus convicciones políticas. Como muchos otros sudafricanos blancos, dejó el país antes del colapso del régimen apartheid y, en 1989, se estableció en Canadá, país en que había nacido su madre.
Nunca regresó, pero Sudáfrica evidentemente nunca lo abandonó. Un ejemplo claro es su reciente intervención en el debate sobre la reforma agraria en el país. En respuesta a una ley aprobada en enero que permite, bajo ciertas circunstancias, la expropiación de tierras sin compensación, Musk utilizó su plataforma para sugerir que los sudafricanos blancos estan siendo víctimas de una persecución única. Poco importó que la restitución de tierras sea una norma ampliamente aceptada en sociedades postcoloniales, o que legislaciones similares, como el dominio eminente o la compra obligatoria de propiedades, existan en Estados Unidos y otros países. La administración Trump, que se ha caracterizado por amplificar voces marginales, promover narrativas distorsionadas sobre la victimización racial y usar declaraciones como la de Musk como arma simbólica, no tardó en secundarlo.
El papel de Musk en esta controversia induce a pensar que no solo no ha superado la lógica del apartheid, sino que la ha absorbido. Sus posturas ideológicas —mercados desregulados, hostilidad hacia la organización sindical y nacionalismo trumpista— llevan su huella. En la práctica, su visión política traslada los principios económicos del apartheid a una escala global: mantener zonas de privilegio bajo la apariencia de libre empresa y resistirse a cualquier intento de redistribución alegando que supone una amenaza. Esto se refleja en su constante llamado a que los demás trabajen más duro y en sus exigencias para que él y sus empresas reciban un trato especial.
Musk es uno de esos personajes reaccionarios, con raíces en el sur de África, que han encontrado un refugio inesperado en Silicon Valley y que ahora ejercen una influencia desproporcionada en la configuración de la política derechista en Estados Unidos y en el mundo. Figuras como Peter Thiel y David Sacks provienen tambien de una esa tradición histórica que veneraba la jerarquía y trataba de perpetuar la dominación racial y económica, pero que, al encontrarse en un mundo donde ese orden se desmoronaba, adaptaron sus estrategias. Su visión política responde a un instinto de preservación del dominio de las élites, disfrazado bajo el lenguaje de la meritocracia y la libertad de mercado, mientras canalizan el resentimiento hacia las nuevas estructuras de poder que perciben como una amenaza a su posición.
Para ellos, el sur de África nunca está demasiado lejos. Forman parte de una derecha global que desde hace tiempo siente fascinación por Rodesia y su sucesor, Zimbabue. A sus ojos, la pérdida del gobierno de la minoría blanca en Zimbabue es el ejemplo por excelencia del colapso civilizacional: un estado colonial “exitoso” que cayó en el caos tras la descolonización. La llamada “zimbabueización” se usa como advertencia ante cualquier intento de redistribución de poder. Ahora, Sudáfrica —que, según Musk, está “abiertamente impulsando el genocidio de los blancos”— ha asumido el papel de la nueva historia de terror. El argumento implícito es que, cuando el poder de los colonos es desplazado, solo puede haber ruina.
A esto se suma el hecho de que Sudáfrica ha desafiado abiertamente la agresión genocida de Israel en Gaza, liderando los esfuerzos por exigir responsabilidades bajo el derecho internacional. Esta postura ha alienado aún más al país de las potencias occidentales que respaldan a Israel, reforzando en la derecha global la percepción de Sudáfrica como un Estado rebelde. Uno de los principales candidatos a ser embajador de Trump en el país, el comentarista de Breitbart nacido en Sudáfrica Joel Pollak, ciertamente lo ve así. Para figuras como Musk, la postura de Sudáfrica contra Israel no hace más que confirmar su visión del país como una causa perdida: un bastión “civilizado” del dominio blanco que ahora sucumbe al caos de la mayoría gobernante y la descolonización.
Esta reacción no solo es ideológica, sino profundamente personal. A pesar de su ferviente oposición a la política identitaria progresista, Musk es, en realidad, un identitario acérrimo. Ha dado voz a afirmaciones de grupos sudafricanos de extrema derecha que acusan al gobierno de estar “obsesionado con la raza” y de tener 142 leyes raciales en vigor. Sin embargo, la metodología para definir qué es una “ley racial” es ridículamente amplia: cualquier ley que haga referencia a la raza entra en esa categoría. Bajo ese criterio, incluso las leyes que prohíben la discriminación racial arbitraria o que revocan la legislación discriminatoria del apartheid contarían como tales. Dado el afán de Musk por desmantelar programas de diversidad, equidad e inclusión, su fijación con un solo grupo identitario es, cuanto menos, irónica.
Y peligrosa también. Esta obsesión llevó a Trump a poner fin, mediante orden ejecutiva, a la asistencia financiera de Estados Unidos a Sudáfrica, lo que podría tener consecuencias devastadoras para el tratamiento del VIH y el SIDA. Ahora Sudáfrica se ha convertido en un país proscrito: el secretario de Estado, Marco Rubio, se ha negado a viajar allí para la cumbre del G-20, alegando que es un foco de “antiamericanismo” y que “está haciendo cosas muy malas”. Dada la fascinación de esta administración con el colonialismo —desde su plan de reasentamiento de Gaza hasta la idea de comprar Groenlandia o anexionar el Canal de Panamá—, no sorprende que vean a Sudáfrica como una profecía distópica a la que deben oponerse.
Musk, siempre el empresario, está más que dispuesto a suministrar la propaganda. Pero la historia de Sudáfrica cuenta otra versión: una en la que la dominación blanca no era inevitable, el gobierno de los colonos no fue eterno y un futuro distinto, aunque incierto, sigue siendo posible.
Desde su privilegiada posición de poder, Musk puede hacer todo lo que esté a su alcance para revertir o sabotear esa historia. Pero no podrá. La historia, a diferencia de Marte, no es suya para colonizar.
(*) William Shoki es editor de "Africa Is a Country", una publicación digital independiente.
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