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LAS CLAVES DE LA REPRESIÓN FRANQUISTA EN CANARIAS: NO HUBO GUERRA, HUBO TERROR

"El golpe triunfó en las islas antes de estallar en el resto del Estado"

En el archipiélago canario, la represión franquista no fue una consecuencia colateral del golpe de Estado, sino una estrategia central y calculada para sofocar cualquier posibilidad de emancipación popular. Sin frentes de guerra, sin resistencia armada organizada, las islas fueron convertidas en un laboratorio de dominación a través del terror: una paz impuesta a sangre, fuego y silencio. Este artículo recupera esa memoria anulada, para devolver la palabra a quienes la dictadura quiso borrar de la historia (...).

Por ERNESTO GUTIÉRREZ PARA CANARIAS-SEMANAL.ORG.-

 

   Desde el inicio del golpe de Estado en julio de 1936, las Islas Canarias fueron rápidamente ocupadas por las fuerzas sublevadas. La represión se desplegó con especial intensidad en aquellas zonas donde existía una fuerte organización obrera y sindical, como en el norte de La Gomera, el norte de Gran Canaria, Santa Cruz de Tenerife y algunas áreas de La Palma. En estos lugares, la resistencia al golpe fue más significativa, lo que provocó una respuesta represiva aún más brutal por parte del régimen.

 

    El control temprano del archipiélago no fue un simple hecho militar. Fue una operación cuidadosamente planificada que apuntaba al aseguramiento inmediato de una retaguardia geoestratégica vital para los intereses del alzamiento.

 

   Canarias, por su localización en el Atlántico, cumplía una función clave para las rutas de abastecimiento y comunicaciones con el África colonial y, por tanto, debía neutralizarse en las islas, de inmediato,  cualquier atisbo de conflicto social. A diferencia de muchas zonas de la península, en Canarias no hubo guerra civil: hubo una ocupación y, con ella, la instauración instantánea del terror. no por casualidad, sino por la alianza cerrada entre los sectores militares, eclesiásticos y la oligarquía exportadora que dominaba la vida económica y social del archipiélago.

 

   Franco, destinado en el archipiélago precisamente por ser considerado un militar peligroso para la República, no tardó en usar su posición para articular una estructura de poder represivo que garantizara la ejecución del plan golpista sin resistencia organizada. En lugares como Santa Cruz de Tenerife, La Laguna, Arucas o Vallehermoso, la toma del poder se ejecutó en pocas horas, pero el verdadero objetivo no era tan solo la ocupación institucional, sino la aniquilación preventiva del movimiento obrero y popular.

 

   Los núcleos donde había actividad sindical, ateneos obreros, cooperativas agrícolas o agrupaciones republicanas fueron los primeros en ser golpeados. Allí donde el pueblo había comenzado a organizarse por sus propios medios para disputar el control de la tierra, los jornales o la educación, la represión fue más profunda y más extensa. Cada agrupación cerrada, cada dirigente detenido, cada archivo destruido formaban parte de un plan de restauración del orden clasista. Los elementos más combativos fueron fusilados, los simpatizantes reprimidos, y las estructuras comunitarias desmanteladas. Era la forma más efectiva de devolver la iniciativa histórica a las clases dominantes.

 

    La derrota republicana en Canarias se convirtió en el modelo de “pacificación” para otros territorios. Pero esa paz no era más que la expresión de un poder impuesto a sangre y fuego. Una paz forzada, que escondía el grito ahogado de miles de personas cuyas vidas fueron truncadas, y cuyas familias quedaron marcadas durante generaciones por la estigmatización y la exclusión.

 

   En Canarias, el franquismo no necesitó una guerra larga: necesitó solamente que el miedo se convirtiera en norma y que la historia del pueblo se redujera al silencio.

 

 

LA REPRESIÓN COMO SISTEMA DE CONTROL

 

    La represión franquista en Canarias no fue un fenómeno improvisado, ni el producto de los "excesos" individuales de falangistas o caciques locales, sino una estrategia sistemática de dominación diseñada para erradicar cualquier forma de resistencia y consolidar el poder del régimen surgido de la sublevación militar contra la Segunda República. 

 

     A través de una combinación de violencia física, psicológica y simbólica, el franquismo buscó desarticular las organizaciones obreras, aniquilar la cultura popular y someter a la población a una disciplina férrea.

 

      La Segunda República había abierto grietas en la estructura del poder tradicional en las islas.  El campesinado comenzó a organizarse para disputar la tierra, los sindicatos creaban redes de solidaridad obrera y la escuela pública laica sembraba pensamiento crítico entre las nuevas generaciones.

 

   Canarias, con su estructura socioeconómica profundamente desigual y una economía dependiente del monocultivo de exportación, se convirtió en un espacio clave donde los sectores dominantes no podían permitirse ninguna incertidumbre. El archipiélago representaba tanto una retaguardia estratégica como un laboratorio perfecto para la represión planificada: aislado, fragmentado geográficamente, sin posibilidad de resistencia armada organizada y con un tejido social donde las jerarquías tradicionales aún conservaban un fuerte control territorial.

 

    En este contexto, el terror no fue un recurso improvisado sino una política deliberada. Las detenciones  sin juicio, las ejecuciones extrajudiciales, los paseos nocturnos y los centros de detención improvisados se instauraron con rapidez y precisión. El objetivo era claro: borrar cualquier huella de poder popular y reinstaurar un orden social basado en la obediencia, la sumisión y el miedo. A través de la violencia sistemática, se perseguía la ruptura de los lazos comunitarios que permitían la solidaridad obrera, se castigaba la memoria y se domesticaba el pensamiento.

 

     La represión no solo fue física. Se tradujo también en una ofensiva contra los elementos simbólicos y culturales que representaban un horizonte de justicia social. Se depuraron las escuelas, se reescribió la historia, se silenció la lengua popular, se impusieron los ritos religiosos y se clausuraron los espacios de organización autónoma. En los púlpitos, en las aulas, en las plazas, se instauró un discurso único que glorificaba la sumisión y criminalizaba la disidencia. La represión franquista fue, por tanto, una reconfiguración profunda del orden social insular. No se trataba solo de castigar a los vencidos, sino de reconstruir desde la raíz una subjetividad colectiva domesticada, incapaz de imaginar un mundo distinto al impuesto por los vencedores.

 

CAMPOS DE CONCENTRACIÓN: INSTRUMENTOS DE TERROR

 

   Los campos de concentración franquistas en Canarias fueron engranajes clave de este sistema de represión diseñado para exterminar física, moral y socialmente a los elementos considerados peligrosos para el nuevo orden. En un archipiélago sin frentes de guerra ni líneas de batalla, estos espacios se convirtieron en verdaderos dispositivos de disciplinamiento colectivo. No estaban pensados para reeducar, ni para contener: estaban concebidos como herramientas para quebrar voluntades, sembrar el miedo y borrar toda posibilidad de resistencia.

 

   En la isla de Gran Canaria, uno de los más conocidos fue el campo de concentración de La Isleta, ubicado en una zona estratégica militarmente controlada. Desde sus inicios en julio de 1936, se transformó en una prisión improvisada, donde centenares de hombres fueron recluidos sin juicio alguno. La mayoría eran sindicalistas, maestros, jornaleros, empleados públicos, militantes de partidos de izquierda o simplemente vecinos señalados por su vinculación con la República. Allí, las condiciones de vida eran inhumanas: hacinamiento, escasez de alimentos, torturas, trabajos forzados y enfermedades formaban parte del régimen cotidiano. El objetivo no era solo el encierro: era la humillación sistemática, el quebranto del cuerpo y la voluntad.

 

   Otro centro clave fue el Lazareto de Gando, también en Gran Canaria, utilizado como campo entre 1937 y 1940. Este espacio, aislado y de difícil acceso, permitía a los represores operar sin testigos. A los prisioneros se les aplicaba castigos físicos brutales, trabajos sin descanso y se les privaba de cualquier contacto con el exterior. La existencia de estos centros permitía ocultar los crímenes bajo el pretexto de mantener el orden. La maquinaria legal del franquismo apenas intervenía: la justicia militar actuaba de forma sumaria, si es que actuaba, y lo que predominaba era la lógica del exterminio simbólico y, en muchos casos, físico.

 

  En Tenerife, el caso más emblemático fue el de Fyffes, antiguo almacén de fruta reconvertido en prisión. Más de 4.000 personas pasaron por allí. La humedad, la suciedad y la falta de alimentación convirtieron Fyffes en una trampa mortal. En ese espacio, donde antes se almacenaban productos de exportación de la élite empresarial, se amontonaron cuerpos considerados desechables por el nuevo régimen. La ironía era obscena: el edificio que representaba la economía de la dependencia y la exportación colonial, se transformaba en símbolo de la represión más salvaje.

 

  En Fuerteventura, la Colonia Agrícola Penitenciaria de Tefía, activa entre 1954 y 1966, prolongó en el tiempo la lógica concentracionaria. Allí fueron a parar homosexuales, disidentes políticos y presos comunes etiquetados como “peligrosos”. Los internos eran forzados a realizar trabajos agrícolas en condiciones de esclavitud. El castigo, en este caso, no era sólo físico: era moral, era el desprecio sistemático hacia quienes no encajaban en el molde del “ciudadano ejemplar” impuesto por el nacional-catolicismo.

  

  Estos campos fueron dispositivos centrales del franquismo insular. Un instrumento  esencia por el que fue posible ese  orden basado en el miedo, la exclusión y la destrucción de toda autonomía popular.

 

TESTIMONIOS DE LA REPRESIÓN

 

   Pero el conocimiento de la represión franquista en Canarias no puede basarse únicamente en los archivos judiciales o en los partes militares. Buena parte de esa violencia se ejecutó al margen de cualquier legalidad, incluso de la que el propio régimen pretendía imponer. Por eso, los testimonios personales adquieren una relevancia insustituible: son las huellas vivas de un horror que intentó silenciarse durante décadas y que hoy reaparece como un grito de justicia.

 

   Uno de esos testimonios es el de Antonio Junco Toral, funcionario del Cabildo de Gran Canaria y militante republicano. Tras el golpe, Junco fue detenido por oponerse a los militares sublevados. Pasó dos años encerrado en diversos centros de detención: la Prisión Provincial de Las Palmas, los campos de concentración de La Isleta y Gando, e incluso el Hospital San Martín, utilizado como prisión improvisada. En su relato, recogido en el libro “Héroes de Chabola”, describe con crudeza los golpes, el hambre, la desesperación de los compañeros y la angustia de quienes no sabían si volverían a ver el sol.

 

   Estos relatos individuales no son excepciones, sino ejemplos representativos de una represión planificada para borrar no solo vidas, sino también nombres, rostros y memorias. El testimonio no solo preserva lo ocurrido, sino que reconstruye las redes que el terror intentó destruir. Cada recuerdo, cada carta, cada declaración recogida en el exilio o transmitida oralmente, cumple la función de resistencia: impide que la historia sea contada solo por los vencedores.

 

   En la isla de La Palma, por ejemplo, la represión también se expresó con enorme violencia. A través de la recopilación de historias familiares, investigaciones locales y testimonios orales, ha quedado constancia de asesinatos extrajudiciales, desapariciones y fusilamientos masivos. En muchos casos, los cuerpos jamás fueron encontrados, y las familias vivieron durante décadas con la imposibilidad de enterrar a sus muertos o de decir públicamente su nombre. El miedo atravesaba generaciones enteras, condenadas al silencio por haber pertenecido a la clase vencida.

 

  En La Gomera, la violencia fue particularmente simbólica. Las ejecuciones no siempre se realizaban lejos de la mirada pública: en algunos casos, se llevaban a cabo en plazas o espacios donde pudieran servir de escarmiento. Las mujeres de los fusilados fueron estigmatizadas, obligadas a vestir de negro, excluidas del trabajo o del acceso a alimentos básicos. En las escuelas, los hijos de los represaliados eran señalados, y sus apellidos se convirtieron en marcas de exclusión. La represión, aquí, funcionó como una pedagogía del miedo.

 

  Estos testimonios conforman una memoria colectiva que ha tardado décadas en articularse públicamente. Son fragmentos de verdad que contradicen la versión oficial impuesta durante cuarenta años de dictadura. Pero son también herramientas para reconstruir el tejido social destruido por el franquismo. Porque recordar no es solo mirar atrás: es, sobre todo, una forma de oponerse a la mpunidad del presente.

 
 
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