
EL 'DÍA DE LOS AVIONES': EL 11-S Y LA CONEXIÓN SAUDÍ
“Pronto vamos a ser atacados, muchos estadounidenses van a morir, y podría ser en EE.UU”.
Presentamos un extracto del libro del periodista de investigación Max Blumenthal “The Management of Savagery” (Lit. El manejo del salvajismo). En esta obra se analiza la conexión de Arabia Saudí con los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, la respuesta estadounidense, el papel de los medios corporativos y el intento neoconservador de desestabilizar Oriente Medio.
MAX BLUMENTHAL (1) / THE GRAYZONE
(Traducción libre de Eva Lagunero para Canarias-Semanal.org)
En febrero de 2001, la boda celebrada en un lugar del sur de Afganistán, cuna de los talibán y base de operaciones de Osama bin Laden, fue el escenario donde este último hizo su primera aparición pública. El hijo de Bin Laden, Mohammed, de 17 años, se casaba con la hija de 14 años de Mohammed Atef, camarada egipcio de Zawahiri que era el jefe militar estratégico de al-Qaeda.
Ahmad Zaidan, corresponsal de Al Jazeera, que se hallaba en la boda con un equipo de cámaras, vio cómo Bin Laden se levantó ante los invitados y recitó unos versos de la poesía yihadista que parecían aludir al ataque perpetrado en octubre de 2000 por dos operativos de al-Qaeda al destructor naval estadounidense Cole, estacionado en el puerto de Adén (Yemen) -punto estratégico de acceso del ejército de EE.UU a sus bases de los Estados del Golfo. “El destructor representaba a Occidente”, dijo Bin Laden.
Más tarde, Mohammed Atef hizo un aparte con Zaidan para detallarle el plan de al-Qaeda de meter a Occidente en una guerra sin fin.
“Me explicó lo que iba a pasar en los cinco años siguientes”, recordaba Zaidan, “y él dijo ‘Mira, hay dos o tres lugares en el mundo que son los más adecuados para combatir a EE.UU: Afganistán, Irak y Somalia. Esperamos que EE.UU invada Afganistán y para ello nos estamos preparando. Queremos que EE.UU invada Afganistán”.
La estrategia de desencadenar una serie de intervenciones estadounidenses y desangrar su inmenso imperio era una versión irónica de la “trampa afgana” de Brzezinski. Bin Laden y sus lugartenientes pensaban que solo haría falta un gran ataque. Su objetivo era desencadenar justo lo que planeaban los autores neoconservadores del Proyecto para el Nuevo Siglo Americano: “algún suceso catastrófico y catalizador”.
A comienzos de 2000, se iniciaron los preparativos de la “trampa americana”. Un peón de al-Qaeda llamado Khalid al-Mihdhar se instaló en los suburbios del sur de California junto con su amigo Nawaf al-Hazmi. Eran los dos originarios de Arabia Saudí, salidos de su red de escuelas wahabitas, y habían seguido la senda yihadista en Bosnia y Chechenia en la década de 1990. Más tarde, Mihdhar se entrenaría en Afganistán, probablemente bajo la supervisión de Ali Mohamed.
Ambos aterrizaron en el aeropuerto internacional de Los Ángeles el 15 de enero de 2000, en un vuelo procedente de Kuala Lumpur (Malasia). Eran parte del equipo que iba a ejecutar lo que al-Qaeda llamaba informalmente “la operación aviones”.
Durante la estancia de Mihdhar y Hazmi en Malasia, unos agentes de la CIA entraron en la habitación del hotel del primero y sacaron fotos de su pasaporte. A Mihdhar lo conocía la Inteligencia saudí como yihadista y había sido fotografiado por la policía secreta de Malasia en una reunión para planificar la “operación aviones”. En esa reunión estaba también Khalid Sheikh Mohammed, considerado “el cerebro” del plan. Las fotos fueron inmediatamente entregadas a la CIA.
Dos meses después, la CIA se enteró de que Mihdhar, ahora conocido como miembro de al-Qaeda, había viajado a Los Ángeles con una visa de múltiple entrada, y que Hazmi había ido con él en el avión. Curiosamente, la CIA se negó a informar de ello al FBI.
¿Por qué esta inacción de la CIA? Lawrence Wright, cronista del nacimiento de al-Qaeda, conjeturó que “Mihdhar y Hazmi pudieron parecer posibles candidatos a reclutar -la CIA estaba desesperada por poner un infiltrado en al-Qaeda al no haber podido penetrar en su núcleo, o incluso poner a alguien en los campos de entrenamiento, aun cuando estaban abiertos a cualquiera que se presentara”.
Ni Mihdhar ni Hazmi hablaban inglés o estaban familiarizados con la cultura estadounidense. Cuando llegaron a Los Ángeles los recibió en el aeropuerto Omar Bayoumi, supuesto oficial de la aviación civil saudí.
Justo momentos antes de ir a recibir a los dos hombres, Bayoumi había tenido una misteriosa reunión a puerta cerrada en el consulado saudí. Aunque no conocía a Mihdhar o Hazmi, actuaba claramente como su guía. En febrero, Bayoumi los llevó a San Diego, donde alquilaron un apartamento a nombre de Mihdhar. Como ninguno de los dos tenía crédito, Bayoumi logró reunir una gran suma de dinero en metálico para cubrirles los gastos.
En una fiesta que Bayoumi organizó para dar la bienvenida a Mihdhar y Hazmi, aquel les presentó a Anwar al-Awlaki, una de las figuras religiosas más notables de San Diego. El día que les ayudó a encontrar apartamento, Bayoumi llamó cuatro veces a al-Awlaki.
Al-Awlaki era un imán carismático del Yemen, cuyo inglés perfecto y estilo elegante le hacían aparecer como una estrella a los ojos de muchos jóvenes musulmanes criados en Occidente. El clérigo daba pocas señales de extremismo, aunque más tarde se presentaría en el Yemen como propagandista supremo de al-Qaeda en la Península Arábiga. Por entonces, Mihdhar y Hazmi le consideraban algo así como un consejero espiritual, asistían al culto en su mezquita de Al-Ribat Al-Islami en La Mesa y se reunían en privado con él.
Puede que nunca se sepa si al-Awlaki era consciente de que los dos eran parte del equipo de avanzadilla del puñado de hombres que preparaba una operación mortal. Pero los vecinos de Mihdhar y Hazmi sospechaban que se estaba fraguando alguna clase de complot criminal: “Siempre había una serie de coches que llegaban a la casa por la noche” dijo uno de los vecinos. “A veces eran coches bonitos. A veces llevaban cristales tintados. Se paraban durante unos diez minutos”.
El 5 de marzo de 2000, llegó un cable a los cuarteles de la CIA en Langley, Virginia, alertando de la presencia de Hazmi en EE.UU. Decía: “Acción requerida: Ninguna”.
El FBI vigilaba a Mihdhar y Hazmi casi desde el mismo momento de su llegada a California. En efecto, el informante del FBI mantenía amplios contactos con los dos hombres, dando noticia a su superior sobre ellos; pero el FBI no hizo nada. Su inacción podría explicarse si tenemos en cuenta que la CIA se había guardado las pruebas de la presencia de Mihdhar y Hazmi en la reunión en la cumbre que los operativos de al-Qaeda habían tenido en Kuala Lumpur.
No fue hasta agosto de 2001 que a Mihdhar se le puso en una lista de terroristas. Para entonces, el “día de los aviones” estaba en sus fases finales.
El verano de los tiburones
George W. Bush entró en la Casa Blanca nombrando como vicepresidente a Dick Cheney y a Condoleezza Rice como consejera de seguridad nacional. Ya llevaba la prensa corporativa de Washington varios meses dorándole la píldora.
Si miramos atentamente al ala civil del Pentágono o a los encargados de Oriente Medio en el Departamento de Estado, salta a la vista el “manejo del salvajismo”. En esta nómina aparecen Elliot Abrams, subsecretario del Departamento de Estado para asuntos de Oriente Medio; Paul Wolfowitz, subsecretario de Defensa; Douglas Feith, contratado como subsecretario de defensa para la política; su mentor Richard Perle, ahora presidente del Buró de Política de Defensa del Pentágono; y David Wurmser, consejero de Cheney para la política en Oriente Medio.
Estas figuras tenían su mira puesta en Irak e incorporaron como consejero de terrorismo del Pentágono a Laurie Mylroie, el loco conspiracionista que culpó a Sadam por el bombardeo del edificio federal de la ciudad de Oklahoma.
El 6 de junio de 2001, Wolfowitz apareció ante un auditorio repleto de cadetes para dar el discurso de apertura de la Academia de West Point en el Estado de Nueva York. Su charla se centró en el 60 aniversario de Pearl Harbor y su importancia. Sus palabras, pasados los años, le dejan a uno helado:
“Qué interesante”, dijo Wolfowitz, “que el ataque sorpresa fuese precedido por un asombroso número de avisos que no se tuvieron en cuenta y señales perdidas … La sorpresa sucede tan a menudo, que sorprende que nos sorprenda. Muy pocas de estas sorpresas son producto de simple ceguera o simple estupidez. Casi siempre ha habido avisos y señales que se han perdido, a veces porque había demasiados como para elegir entre todos ellos el acertado”.
Al mes siguiente, se despachaba a la Casa Blanca el informe de un director ejecutivo de la Inteligencia titulado “Las amenazas de Bin Laden son reales”. Wolfowitz lo desdeñó insistiendo al consejero de seguridad nacional, Stephen Hadley, que Bin Laden solo pretendía tantear las las reacciones de Washington con estas amenazas huecas.
Los medios se pasaron todo el verano de 2001 entreteniendo a las audiencias con el escándalo del diputado demócrata Gary Condit, del que se sospechaba que había matado a Chandra Levy, su interina y amante desaparecida, así como con noticias sensacionalistas sobre una ola sin precedentes de ataques de tiburones, aunque hubo menos que en el año anterior.
En esos momentos de julio de 2001, según el director de la CIA, George Tenet, “la luz roja parpadeaba en el sistema” con avisos de un inminente y masivo ataque terrorista en suelo estadounidense.
Ese verano, Bush se tomó las vacaciones más largas que se recuerdan en la historia presidencial. Tenet y la jefa del Consejo de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, no se hallaban presentes en el lujoso rancho de Crawford, Texas, cuando el 6 de agosto Bush repasó los partes presidenciales. Esa tarde recibía uno con un titulo que debería haberle hecho regresar rápidamente a Washington. Decía “Bin Laden dispuesto a atacar dentro de EE.UU”.
El documento tenía una hoja y media -longitud excepcional que indicaba su importancia. La fuente era descrita como “operativo egipcio de la Yihad Islamista (EIJ) … miembro de esta organización que vivía en Californa a mediados de la década de 1990”. Avisaba de que “una célula de Bin Laden en Nueva York estaba reclutando a jóvenes musulmanes estadounidenses para realizar ataques”.
No hay duda de que la fuente era Ali Mohamed, que para entonces había desaparecido de la custodia federal. La “célula de Bin Laden” era una clara referencia a lo que quedaba del Centro Al-Kifah, que en la década de 1980 había sido uno de los principales canales de la CIA para enviar yihadistas a Afganistán y, más tare, en los 90, a Bosnia y Chechenia. Desde la prisión federal donde Mohamed había sido registrado como “John Doe”, todo parece indicar que el ex-espía triple estaba desembuchando todo lo que sabía sobre la infraestructura y la agenda de al-Qaeda.
Mientras Bush revisaba el informe, varios operativos de al-Qaeda recién llegados para la operación “Día de los Aviones” mantenían buzones en la empresa Sphinx Trading Company de la ciudad de Jersey. El dueño era Waleed al-Noor, conocido del FBI. Pero la oficina del FBI en Nueva York no tenía a Sphinx bajo vigilancia, ni al socio de al-Noor, Mohamed el-Atriss, que vendía documentos de identidad falsos a varios de los implicados en el complot, incluido Mihdhar.
Durante el juicio de el-Atriss en 2003, donde fue sentenciado a seis meses de libertad vigilada, los detectives del condado de Passaic acusaron al entonces fiscal de EE.UU Chirs Christie, más tarde gobernador de Nueva Jersey, de acosarles para que dejaran de investigar los vínculos de el-Atriss con los piratas aéreos del 11-S.
No parece que Bush se tomara en serio el parte. Al día siguiente se fue a jugar al golf. Una semana después, en la convención anual sobre contra-terrorismo del Pentágono, el jefe de contra-terrorismo de la CIA, Cofer Black, terminaba su informe exclamando “pronto vamos a ser atacados, muchos estadounidenses van a morir, y podría ser en EE.UU”.
A pesar de estas sombrías predicciones, Bush no reunió a su gabinete hasta el 4 de septiembre, tras su vuelta de vacaciones. El “Día de los Aviones” llegaría una semana después.
El avión de Pamela Anderson
Los catastróficos sucesos del 11 de septiembre de 2001 fueron retransmitidos en directo por uno de los principales programas matinales de la ciudad de Nueva York.
A las 9:01, Howard Stern daba una breve noticia sobre el primer avión que impactó en el World Trade Center. “No sé cómo vais a empezar a apagar ese fuego”, comentó. Sin perder un minuto, retomó el hilo insustancial de su cita con la ex-vigilante de la playa Pamela Anderson en un bar llamado Scores, donde según él logró tocarle el culo. Y tan pronto se incendió la segunda torre, Stern bromeó “Ya te digo, ese era el avión de Pam Anderson”.
Minutos después, los productores del programa de Stern transmitieron un audio procedente de la filial local de la CBS, relatando el ambiente traumático imperante en la zona del World Trade Center, que recordaba a la “Guerra de los Mundos” de Orson Welles. Al parecer, Stern se dio cuenta de que el desastre era producto de un ataque terrorista, probablemente de extremistas islámicos. Y tanto él como su compañero, Robin Quivers, en seguida cambiaron de registro:
“Vamos a bombardearlo todo allí”, insistía Quivers. “Vamos a bombardearles hasta la saciedad”, respondía Stern. “No puedo decirlo pero sé quién es. Esto me preocupa más que no tener a Pamela Anderson”.
Cuando el humo inundaba la parte baja de Manhattan, Stern soltó una serie de exabruptos genocidas: “Vamos a arrojar una bomba atómica”, “Tiene que haber una guerra”, exclamaba Quivers. “Pero una guerra devastadora donde la gente muera. Que les arranquen los ojos a fuego”.
Treinta minutos después, cuando empezaron a aparecer las primeras listas de civiles muertos, Stern ya se había transformado en un villano de tebeo: “Ahora es el momento de no hacer ni siquiera preguntas. De arrojar unas pocas bombas atómicas. Hagamos unos cuantos ataques químicos. Que su gente sufra hasta que lo entiendan”.
Momentos después, Stern repitió su llamamiento a la aniquilación nuclear: “Que los vuelen a todos”, dijo, “Bombas atómicas. Hagámoslo para dejarlos más planos que una carretera asfaltada y nos llevemos el petróleo para nosotros”.
Este era uno de los programas con más audiencia del país. Las diatribas exterminadoras de Stern demostraban lo hondo que había calado en la cultura estadounidense la mentalidad neoconservadora, cómo bajo la superficie de esa charlatanería picarona que normalmente domina las ondas se había estado cociendo y estaba a punto de explotar lo que la convención anual sobre contra-terrorismo del Pentágono describió como “un suceso catastrófico y catalizador”.
Otro presentador, Dan Rather, insistió en la explicación más cómoda, la que basaría los argumentos de Bush: “Ellos odian a Estados Unidos. Nos odian. Esto es una de esas cosas que hace diferente esta guerra. No quieren territorios. No quieren lo que nosotros tenemos. Quieren matarnos y destruirnos … Alguna maldad, no tiene explicación”.
Otro comentarista, David Latterman, optó por una línea de preguntas críticas, algo más atrevida pero suavizada con un toque humorístico: “Pienso en la CIA, que no puede encontrar ni siquiera la fuente ¿Hemos cometido algunos errores o hecho algo que no deberíamos haber hecho?”. Rather en seguida desvió la atención con otra cuestión que reflejaba la obsesión preferida de la administración Bush:
“Sadam Hussein -si no está vinculado a esto”, dijo Rather, “lo está a muchas otras cosas. Él es parte de eso del 'odia a EE.UU' … Su odio a nosotros es profundo … Es un lugar nuevo y vamos hacia ese lugar nuevo”.
¿Y dónde estaba este lugar nuevo? Según Rather, que soltó una jaculatoria tan fiel que da escalofrío de los planes neoconservadores para Oriente Medio, “el foco está, y debemos entenderlo, no sólo en Afganistán -está en Afganistán, Sudán, Irán, Irak, Siria y Libia”.
A través de caras familiares que inspiran confianza, como la de Rather, se estaba sembrando en el público estadounidense la semilla de la mentalidad intervencionista y el unilateralismo militar.
En el Pentágono, Wesley Clark, ex-director del Comando Europeo del ejército, entró a la oficina de un miembro de la Junta de Jefes de Personal. “Vamos a atacar Irak”, le dijo el general con una mirada de angustia en la cara. “La decisión ha sido básicamente tomada”.
Clark volvió seis semanas después a tratar el tema de la invasión de Irak con el mismo general, quien le dijo: “Es peor aún”, blandiendo un informe clasificado que acababa de recibir. “Aquí está el documento de la Oficina del Secretario de Defensa [Donald Rumsfeld] donde se esboza la estrategia. Vamos a invadir siete países en cinco años”. Entonces recitó los objetivos de la administración Bush: primero Irak, después Siria y finalmente Irán. Y entre medias Líbano, Libia, Somalia y Sudán en algún momento.
Este informe era una copia en papel del neoconservador “A Clean Break” producido en 1996 para Benjamin Netanyahu. La invasión de Irak era ya prácticamente imparable.
(1) Max Blumenthal es editor jefe del digital The Grayzone. Periodista galardonado y autor de varios libros, entre ellos los best-seller Republican Gomorrah, Goliath, the Fifty One Day War, y The Management of Savagery, ha producido artículos para diversas publicaciones, reportajes de vídeo y varios documentales, incluido Killing Gaza. Blumenthal fundó The Grayzone en 2015 para arrojar luz periodística sobre el estado de guerra permanente de Estados Unidos y sus peligrosas repercusiones en el interior del país.
Fuente:
https://thegrayzone.com/2021/09/11/day-planes-9-11-management-savagery/
MAX BLUMENTHAL (1) / THE GRAYZONE
(Traducción libre de Eva Lagunero para Canarias-Semanal.org)
En febrero de 2001, la boda celebrada en un lugar del sur de Afganistán, cuna de los talibán y base de operaciones de Osama bin Laden, fue el escenario donde este último hizo su primera aparición pública. El hijo de Bin Laden, Mohammed, de 17 años, se casaba con la hija de 14 años de Mohammed Atef, camarada egipcio de Zawahiri que era el jefe militar estratégico de al-Qaeda.
Ahmad Zaidan, corresponsal de Al Jazeera, que se hallaba en la boda con un equipo de cámaras, vio cómo Bin Laden se levantó ante los invitados y recitó unos versos de la poesía yihadista que parecían aludir al ataque perpetrado en octubre de 2000 por dos operativos de al-Qaeda al destructor naval estadounidense Cole, estacionado en el puerto de Adén (Yemen) -punto estratégico de acceso del ejército de EE.UU a sus bases de los Estados del Golfo. “El destructor representaba a Occidente”, dijo Bin Laden.
Más tarde, Mohammed Atef hizo un aparte con Zaidan para detallarle el plan de al-Qaeda de meter a Occidente en una guerra sin fin.
“Me explicó lo que iba a pasar en los cinco años siguientes”, recordaba Zaidan, “y él dijo ‘Mira, hay dos o tres lugares en el mundo que son los más adecuados para combatir a EE.UU: Afganistán, Irak y Somalia. Esperamos que EE.UU invada Afganistán y para ello nos estamos preparando. Queremos que EE.UU invada Afganistán”.
La estrategia de desencadenar una serie de intervenciones estadounidenses y desangrar su inmenso imperio era una versión irónica de la “trampa afgana” de Brzezinski. Bin Laden y sus lugartenientes pensaban que solo haría falta un gran ataque. Su objetivo era desencadenar justo lo que planeaban los autores neoconservadores del Proyecto para el Nuevo Siglo Americano: “algún suceso catastrófico y catalizador”.
A comienzos de 2000, se iniciaron los preparativos de la “trampa americana”. Un peón de al-Qaeda llamado Khalid al-Mihdhar se instaló en los suburbios del sur de California junto con su amigo Nawaf al-Hazmi. Eran los dos originarios de Arabia Saudí, salidos de su red de escuelas wahabitas, y habían seguido la senda yihadista en Bosnia y Chechenia en la década de 1990. Más tarde, Mihdhar se entrenaría en Afganistán, probablemente bajo la supervisión de Ali Mohamed.
Ambos aterrizaron en el aeropuerto internacional de Los Ángeles el 15 de enero de 2000, en un vuelo procedente de Kuala Lumpur (Malasia). Eran parte del equipo que iba a ejecutar lo que al-Qaeda llamaba informalmente “la operación aviones”.
Durante la estancia de Mihdhar y Hazmi en Malasia, unos agentes de la CIA entraron en la habitación del hotel del primero y sacaron fotos de su pasaporte. A Mihdhar lo conocía la Inteligencia saudí como yihadista y había sido fotografiado por la policía secreta de Malasia en una reunión para planificar la “operación aviones”. En esa reunión estaba también Khalid Sheikh Mohammed, considerado “el cerebro” del plan. Las fotos fueron inmediatamente entregadas a la CIA.
Dos meses después, la CIA se enteró de que Mihdhar, ahora conocido como miembro de al-Qaeda, había viajado a Los Ángeles con una visa de múltiple entrada, y que Hazmi había ido con él en el avión. Curiosamente, la CIA se negó a informar de ello al FBI.
¿Por qué esta inacción de la CIA? Lawrence Wright, cronista del nacimiento de al-Qaeda, conjeturó que “Mihdhar y Hazmi pudieron parecer posibles candidatos a reclutar -la CIA estaba desesperada por poner un infiltrado en al-Qaeda al no haber podido penetrar en su núcleo, o incluso poner a alguien en los campos de entrenamiento, aun cuando estaban abiertos a cualquiera que se presentara”.
Ni Mihdhar ni Hazmi hablaban inglés o estaban familiarizados con la cultura estadounidense. Cuando llegaron a Los Ángeles los recibió en el aeropuerto Omar Bayoumi, supuesto oficial de la aviación civil saudí.
Justo momentos antes de ir a recibir a los dos hombres, Bayoumi había tenido una misteriosa reunión a puerta cerrada en el consulado saudí. Aunque no conocía a Mihdhar o Hazmi, actuaba claramente como su guía. En febrero, Bayoumi los llevó a San Diego, donde alquilaron un apartamento a nombre de Mihdhar. Como ninguno de los dos tenía crédito, Bayoumi logró reunir una gran suma de dinero en metálico para cubrirles los gastos.
En una fiesta que Bayoumi organizó para dar la bienvenida a Mihdhar y Hazmi, aquel les presentó a Anwar al-Awlaki, una de las figuras religiosas más notables de San Diego. El día que les ayudó a encontrar apartamento, Bayoumi llamó cuatro veces a al-Awlaki.
Al-Awlaki era un imán carismático del Yemen, cuyo inglés perfecto y estilo elegante le hacían aparecer como una estrella a los ojos de muchos jóvenes musulmanes criados en Occidente. El clérigo daba pocas señales de extremismo, aunque más tarde se presentaría en el Yemen como propagandista supremo de al-Qaeda en la Península Arábiga. Por entonces, Mihdhar y Hazmi le consideraban algo así como un consejero espiritual, asistían al culto en su mezquita de Al-Ribat Al-Islami en La Mesa y se reunían en privado con él.
Puede que nunca se sepa si al-Awlaki era consciente de que los dos eran parte del equipo de avanzadilla del puñado de hombres que preparaba una operación mortal. Pero los vecinos de Mihdhar y Hazmi sospechaban que se estaba fraguando alguna clase de complot criminal: “Siempre había una serie de coches que llegaban a la casa por la noche” dijo uno de los vecinos. “A veces eran coches bonitos. A veces llevaban cristales tintados. Se paraban durante unos diez minutos”.
El 5 de marzo de 2000, llegó un cable a los cuarteles de la CIA en Langley, Virginia, alertando de la presencia de Hazmi en EE.UU. Decía: “Acción requerida: Ninguna”.
El FBI vigilaba a Mihdhar y Hazmi casi desde el mismo momento de su llegada a California. En efecto, el informante del FBI mantenía amplios contactos con los dos hombres, dando noticia a su superior sobre ellos; pero el FBI no hizo nada. Su inacción podría explicarse si tenemos en cuenta que la CIA se había guardado las pruebas de la presencia de Mihdhar y Hazmi en la reunión en la cumbre que los operativos de al-Qaeda habían tenido en Kuala Lumpur.
No fue hasta agosto de 2001 que a Mihdhar se le puso en una lista de terroristas. Para entonces, el “día de los aviones” estaba en sus fases finales.
El verano de los tiburones
George W. Bush entró en la Casa Blanca nombrando como vicepresidente a Dick Cheney y a Condoleezza Rice como consejera de seguridad nacional. Ya llevaba la prensa corporativa de Washington varios meses dorándole la píldora.
Si miramos atentamente al ala civil del Pentágono o a los encargados de Oriente Medio en el Departamento de Estado, salta a la vista el “manejo del salvajismo”. En esta nómina aparecen Elliot Abrams, subsecretario del Departamento de Estado para asuntos de Oriente Medio; Paul Wolfowitz, subsecretario de Defensa; Douglas Feith, contratado como subsecretario de defensa para la política; su mentor Richard Perle, ahora presidente del Buró de Política de Defensa del Pentágono; y David Wurmser, consejero de Cheney para la política en Oriente Medio.
Estas figuras tenían su mira puesta en Irak e incorporaron como consejero de terrorismo del Pentágono a Laurie Mylroie, el loco conspiracionista que culpó a Sadam por el bombardeo del edificio federal de la ciudad de Oklahoma.
El 6 de junio de 2001, Wolfowitz apareció ante un auditorio repleto de cadetes para dar el discurso de apertura de la Academia de West Point en el Estado de Nueva York. Su charla se centró en el 60 aniversario de Pearl Harbor y su importancia. Sus palabras, pasados los años, le dejan a uno helado:
“Qué interesante”, dijo Wolfowitz, “que el ataque sorpresa fuese precedido por un asombroso número de avisos que no se tuvieron en cuenta y señales perdidas … La sorpresa sucede tan a menudo, que sorprende que nos sorprenda. Muy pocas de estas sorpresas son producto de simple ceguera o simple estupidez. Casi siempre ha habido avisos y señales que se han perdido, a veces porque había demasiados como para elegir entre todos ellos el acertado”.
Al mes siguiente, se despachaba a la Casa Blanca el informe de un director ejecutivo de la Inteligencia titulado “Las amenazas de Bin Laden son reales”. Wolfowitz lo desdeñó insistiendo al consejero de seguridad nacional, Stephen Hadley, que Bin Laden solo pretendía tantear las las reacciones de Washington con estas amenazas huecas.
Los medios se pasaron todo el verano de 2001 entreteniendo a las audiencias con el escándalo del diputado demócrata Gary Condit, del que se sospechaba que había matado a Chandra Levy, su interina y amante desaparecida, así como con noticias sensacionalistas sobre una ola sin precedentes de ataques de tiburones, aunque hubo menos que en el año anterior.
En esos momentos de julio de 2001, según el director de la CIA, George Tenet, “la luz roja parpadeaba en el sistema” con avisos de un inminente y masivo ataque terrorista en suelo estadounidense.
Ese verano, Bush se tomó las vacaciones más largas que se recuerdan en la historia presidencial. Tenet y la jefa del Consejo de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, no se hallaban presentes en el lujoso rancho de Crawford, Texas, cuando el 6 de agosto Bush repasó los partes presidenciales. Esa tarde recibía uno con un titulo que debería haberle hecho regresar rápidamente a Washington. Decía “Bin Laden dispuesto a atacar dentro de EE.UU”.
El documento tenía una hoja y media -longitud excepcional que indicaba su importancia. La fuente era descrita como “operativo egipcio de la Yihad Islamista (EIJ) … miembro de esta organización que vivía en Californa a mediados de la década de 1990”. Avisaba de que “una célula de Bin Laden en Nueva York estaba reclutando a jóvenes musulmanes estadounidenses para realizar ataques”.
No hay duda de que la fuente era Ali Mohamed, que para entonces había desaparecido de la custodia federal. La “célula de Bin Laden” era una clara referencia a lo que quedaba del Centro Al-Kifah, que en la década de 1980 había sido uno de los principales canales de la CIA para enviar yihadistas a Afganistán y, más tare, en los 90, a Bosnia y Chechenia. Desde la prisión federal donde Mohamed había sido registrado como “John Doe”, todo parece indicar que el ex-espía triple estaba desembuchando todo lo que sabía sobre la infraestructura y la agenda de al-Qaeda.
Mientras Bush revisaba el informe, varios operativos de al-Qaeda recién llegados para la operación “Día de los Aviones” mantenían buzones en la empresa Sphinx Trading Company de la ciudad de Jersey. El dueño era Waleed al-Noor, conocido del FBI. Pero la oficina del FBI en Nueva York no tenía a Sphinx bajo vigilancia, ni al socio de al-Noor, Mohamed el-Atriss, que vendía documentos de identidad falsos a varios de los implicados en el complot, incluido Mihdhar.
Durante el juicio de el-Atriss en 2003, donde fue sentenciado a seis meses de libertad vigilada, los detectives del condado de Passaic acusaron al entonces fiscal de EE.UU Chirs Christie, más tarde gobernador de Nueva Jersey, de acosarles para que dejaran de investigar los vínculos de el-Atriss con los piratas aéreos del 11-S.
No parece que Bush se tomara en serio el parte. Al día siguiente se fue a jugar al golf. Una semana después, en la convención anual sobre contra-terrorismo del Pentágono, el jefe de contra-terrorismo de la CIA, Cofer Black, terminaba su informe exclamando “pronto vamos a ser atacados, muchos estadounidenses van a morir, y podría ser en EE.UU”.
A pesar de estas sombrías predicciones, Bush no reunió a su gabinete hasta el 4 de septiembre, tras su vuelta de vacaciones. El “Día de los Aviones” llegaría una semana después.
El avión de Pamela Anderson
Los catastróficos sucesos del 11 de septiembre de 2001 fueron retransmitidos en directo por uno de los principales programas matinales de la ciudad de Nueva York.
A las 9:01, Howard Stern daba una breve noticia sobre el primer avión que impactó en el World Trade Center. “No sé cómo vais a empezar a apagar ese fuego”, comentó. Sin perder un minuto, retomó el hilo insustancial de su cita con la ex-vigilante de la playa Pamela Anderson en un bar llamado Scores, donde según él logró tocarle el culo. Y tan pronto se incendió la segunda torre, Stern bromeó “Ya te digo, ese era el avión de Pam Anderson”.
Minutos después, los productores del programa de Stern transmitieron un audio procedente de la filial local de la CBS, relatando el ambiente traumático imperante en la zona del World Trade Center, que recordaba a la “Guerra de los Mundos” de Orson Welles. Al parecer, Stern se dio cuenta de que el desastre era producto de un ataque terrorista, probablemente de extremistas islámicos. Y tanto él como su compañero, Robin Quivers, en seguida cambiaron de registro:
“Vamos a bombardearlo todo allí”, insistía Quivers. “Vamos a bombardearles hasta la saciedad”, respondía Stern. “No puedo decirlo pero sé quién es. Esto me preocupa más que no tener a Pamela Anderson”.
Cuando el humo inundaba la parte baja de Manhattan, Stern soltó una serie de exabruptos genocidas: “Vamos a arrojar una bomba atómica”, “Tiene que haber una guerra”, exclamaba Quivers. “Pero una guerra devastadora donde la gente muera. Que les arranquen los ojos a fuego”.
Treinta minutos después, cuando empezaron a aparecer las primeras listas de civiles muertos, Stern ya se había transformado en un villano de tebeo: “Ahora es el momento de no hacer ni siquiera preguntas. De arrojar unas pocas bombas atómicas. Hagamos unos cuantos ataques químicos. Que su gente sufra hasta que lo entiendan”.
Momentos después, Stern repitió su llamamiento a la aniquilación nuclear: “Que los vuelen a todos”, dijo, “Bombas atómicas. Hagámoslo para dejarlos más planos que una carretera asfaltada y nos llevemos el petróleo para nosotros”.
Este era uno de los programas con más audiencia del país. Las diatribas exterminadoras de Stern demostraban lo hondo que había calado en la cultura estadounidense la mentalidad neoconservadora, cómo bajo la superficie de esa charlatanería picarona que normalmente domina las ondas se había estado cociendo y estaba a punto de explotar lo que la convención anual sobre contra-terrorismo del Pentágono describió como “un suceso catastrófico y catalizador”.
Otro presentador, Dan Rather, insistió en la explicación más cómoda, la que basaría los argumentos de Bush: “Ellos odian a Estados Unidos. Nos odian. Esto es una de esas cosas que hace diferente esta guerra. No quieren territorios. No quieren lo que nosotros tenemos. Quieren matarnos y destruirnos … Alguna maldad, no tiene explicación”.
Otro comentarista, David Latterman, optó por una línea de preguntas críticas, algo más atrevida pero suavizada con un toque humorístico: “Pienso en la CIA, que no puede encontrar ni siquiera la fuente ¿Hemos cometido algunos errores o hecho algo que no deberíamos haber hecho?”. Rather en seguida desvió la atención con otra cuestión que reflejaba la obsesión preferida de la administración Bush:
“Sadam Hussein -si no está vinculado a esto”, dijo Rather, “lo está a muchas otras cosas. Él es parte de eso del 'odia a EE.UU' … Su odio a nosotros es profundo … Es un lugar nuevo y vamos hacia ese lugar nuevo”.
¿Y dónde estaba este lugar nuevo? Según Rather, que soltó una jaculatoria tan fiel que da escalofrío de los planes neoconservadores para Oriente Medio, “el foco está, y debemos entenderlo, no sólo en Afganistán -está en Afganistán, Sudán, Irán, Irak, Siria y Libia”.
A través de caras familiares que inspiran confianza, como la de Rather, se estaba sembrando en el público estadounidense la semilla de la mentalidad intervencionista y el unilateralismo militar.
En el Pentágono, Wesley Clark, ex-director del Comando Europeo del ejército, entró a la oficina de un miembro de la Junta de Jefes de Personal. “Vamos a atacar Irak”, le dijo el general con una mirada de angustia en la cara. “La decisión ha sido básicamente tomada”.
Clark volvió seis semanas después a tratar el tema de la invasión de Irak con el mismo general, quien le dijo: “Es peor aún”, blandiendo un informe clasificado que acababa de recibir. “Aquí está el documento de la Oficina del Secretario de Defensa [Donald Rumsfeld] donde se esboza la estrategia. Vamos a invadir siete países en cinco años”. Entonces recitó los objetivos de la administración Bush: primero Irak, después Siria y finalmente Irán. Y entre medias Líbano, Libia, Somalia y Sudán en algún momento.
Este informe era una copia en papel del neoconservador “A Clean Break” producido en 1996 para Benjamin Netanyahu. La invasión de Irak era ya prácticamente imparable.
(1) Max Blumenthal es editor jefe del digital The Grayzone. Periodista galardonado y autor de varios libros, entre ellos los best-seller Republican Gomorrah, Goliath, the Fifty One Day War, y The Management of Savagery, ha producido artículos para diversas publicaciones, reportajes de vídeo y varios documentales, incluido Killing Gaza. Blumenthal fundó The Grayzone en 2015 para arrojar luz periodística sobre el estado de guerra permanente de Estados Unidos y sus peligrosas repercusiones en el interior del país.
Fuente:
https://thegrayzone.com/2021/09/11/day-planes-9-11-management-savagery/
Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.117