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ANTICAPITALISMO Y ANTIEXTRACTIVISMO: EL CALLEJÓN ESTRATÉGICO DE LA NUEVO DIRECCIÓN OBRERA

"No hay salida al extractivismo dentro del capitalismo, porque el extractivismo no está afuera del capital,

El antiextractivismo, separado de una política de clase, termina legitimando reestructuraciones “verdes” donde cambia la narrativa, no el mando. La crítica que no se propone cortar el nervio de la acumulación, sustituye la estrategia por un catálogo de regulaciones. Sin dirección obrera -advierte Gustavo Burgos - el anticapitalismo se vuelve un acuerdo en el aire: correcto en lógica, pero estéril en su intento de aplicación (....).

Por GUSTAVO BURGOS (*), DESDE CHILE, PARA CANARIAS-SEMANAL.ORG.-

 

   La adopción del “anticapitalismo”, aceptable en términos lógico-formales como negación del orden existente, suele devenir impotente cuando se le exige lo que en política decide todo: una estrategia de poder capaz de sostener un programa de revolución social. El problema no es que “anticapitalismo” sea una etiqueta falsa, sino que funciona como bolsa semántica donde conviven, sin necesidad de resolver sus contradicciones, el socialismo utópico, el feminismo, la autogestión anarquista, el antiextractivismo de matriz moral-territorial y las corrientes socialistas revolucionarias. En esa convivencia, la palabra opera como equivalencia: unifica por el rechazo, pero no ordena por el objetivo. Y una dirección política de la clase trabajadora no se forma por el entusiasmo activista ni por el odio común al capital, sino por la delimitación concreta de enemigos, aliados tácticos, instrumentos de organización y metas verificables de conquista del poder.

 

   En la izquierda chilena contemporánea, la concepción de mayor expansión —precisamente por su carácter elástico— es la que, revestida de aura ambientalista y “territorial”, se autopresenta como “antiextractivista”. Su potencia de convocatoria se alimenta de una evidencia inmediata: la devastación acumulada en zonas de sacrificio, la mercantilización del agua, la violencia socioambiental como rutina del crecimiento. Pero esa potencia suele pagarse con una pérdida: la sustitución del análisis del capital por una crítica del “modelo” como si el modelo fuese una mala elección técnica, una desviación corregible, o una suma de proyectos puntuales. Es el desplazamiento desde la crítica de las relaciones sociales de producción a la crítica de un patrón sectorial; desde la lucha de clases a la administración “sustentable” del conflicto; desde el problema del poder a la pedagogía moral del consumo y del territorio. Así, el antiextractivismo, cuando se piensa autónomo del capitalismo que lo engendra, tiende a producir una “teoría del desacople”: la ilusión de que puede abatirse el extractivismo sin abatir el mando del capital sobre el trabajo y la naturaleza, reemplazando la estrategia por un catálogo de regulaciones.

 

   La utilidad política de esa ilusión quedó a la vista cuando el progresismo gobernante la incorporó como una de sus vigas maestras de campaña: agitación demagógica “antisistema” compatible con la administración real del Estado capitalista. La fórmula es conocida: promesa de transición verde y reparación territorial, combinada con continuidad del régimen de acumulación, sus alianzas empresariales y su disciplina fiscal. El resultado no es una simple “incoherencia” moral; es la coherencia material del Estado como comité de administración del interés general del capital, obligado a compatibilizar legitimación social con reproducción ampliada.

 

    La clausura de la Fundición Ventanas fue presentada como acto sanitario y ambiental, y el propio aparato estatal la justificó en esos términos —incapacidad tecnológica de cumplir estándares de captura, localización en polo saturado, condiciones meteorológicas—, con anuncios oficiales en junio de 2022.  Pero el problema estratégico es otro: el progresismo convirtió una crisis socioambiental real en palanca para una respuesta que, en los hechos, empuja a la desindustrialización y reafirma la dependencia, sin que emerja una política de control obrero, planificación productiva y transición dirigida por quienes viven de su trabajo. En ese marco, el antiextractivismo, separado de una política de clase, termina legitimando reestructuraciones “verdes” donde cambia la narrativa, no el mando.

 

   La escena se vuelve todavía más nítida si se observa el circuito del capital previsional. El estudio de Fundación SOL sobre inversiones de las AFP muestra una determinación estructural que la moral antiextractivista suele omitir: el ahorro previsional de los trabajadores es utilizado para capitalizar empresas extractivistas o de alto impacto ambiental. A diciembre de 2024, esas actividades representan el 80,7% de las inversiones de las AFP en empresas que operan en Chile, con fuerte concentración en minería y forestal; se trata, además, de una serie de diecisiete años donde crecen las colocaciones hacia dichos sectores. No es un detalle técnico: es la forma moderna de la expropiación del salario diferido y su reconversión en poder contra los propios trabajadores y los territorios. La cuestión no es “qué tan extractiva” es una empresa aislada, sino el mecanismo total: el capital ficticio previsional que, bajo el pretexto de pensiones, alimenta el músculo financiero de la misma matriz productiva que precariza vidas, destruye ecosistemas y reproduce dependencia. Desde esta perspectiva, la consigna “contra el extractivismo” que no rompa con AFP, mercado de capitales y propiedad privada de la gran industria, se vuelve una crítica que el sistema puede metabolizar como relato de legitimación capitalista.

 

  En el plano teórico, el antiextractivismo o moralismo territorial no puede pasar sobre la evidencia material: el extractivismo no es una desviación, sino un componente funcional del capitalismo —y en particular del capitalismo atrasado y semicolonial— para compensar contradicciones internas de la acumulación. La realidad es que el extractivismo opera como mecanismo de compensación a escala internacional del orden del gran capital: por un lado, mitiga (temporalmente) los efectos de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia en los países centrales; por otro, a nivel local, contrabalancea pérdidas de valor de burguesías dependientes, empujándolas a redoblar la explotación del trabajo y la naturaleza (ver Alternativas Sociales). Esta línea, emparentada con la tradición de la Teoría Marxista de la Dependencia, es decisiva para la estrategia: no hay “salida” al extractivismo dentro del capitalismo, porque el extractivismo no está afuera del capital, sino en su metabolismo histórico. Por eso la crítica que no se propone cortar el nervio de la acumulación —propiedad, finanzas, Estado, comercio exterior, aparato represivo— termina proponiendo reformas que, en el mejor de los casos, desplazan el daño, lo encarecen o lo administran, pero no lo suprimen.

 

   Esta es la razón por la cual la “agenda antiextractivista” puede coexistir con operaciones de continuidad estratégica del viejo bloque dominante. La política de Boric frente al litio es un ejemplo emblemático: lo que se presenta como “estrategia nacional” arrastra, como sombra, la persistencia del poder de SQM y de la herencia privatizadora asociada a Ponce Lerou, el yerno de Pinochet; la genealogía de esa entrega estatal ha sido documentada desde hace años y reaparece como problema político cuando el Estado firma acuerdos o protocolos que, en distintos formatos, sostienen esa gravitación. Aquí se mide la diferencia entre un reformismo verde y una estrategia de poder de la clase trabajadora: la primera discute porcentajes, estándares y “gobernanza”; la segunda discute quién manda, quién planifica, quién se apropia del excedente, quién decide la transición tecnológica y para qué intereses.

 

   De este modo, el problema estratégico de una nueva dirección política de la clase trabajadora no se resuelve “sumando” sensibilidades anticapitalistas como si se tratara de un frente cultural. Se resuelve jerarquizando contradicciones, elevando la mirada desde el territorio fragmentado hacia la totalidad social, y traduciendo la crítica en tareas de poder. Una dirección no nace de la denuncia del extractivismo, sino de la capacidad de organizar a los explotados para disputar el control de los medios de producción, del crédito, del comercio exterior y del Estado; de ligar la catástrofe socioambiental a la expropiación capitalista del trabajo vivo y a la subordinación dependiente; de demostrar, en el terreno de la vida cotidiana, que la transición ecológica no puede ser el nuevo negocio del capital, sino un problema de planificación social. En Chile, donde el capital previsional invierte masivamente en minería, forestales y sectores de alto impacto, la lucha socioambiental que no golpee el corazón financiero del régimen —AFP, banca, deuda, grandes holdings— queda condenada a la forma de presión lateral, útil para ajustar la propaganda gubernamental, insuficiente para construir poder.

 

   Por eso, una estrategia revolucionaria —si quiere ser algo más que un gesto— debe reconducir el antiextractivismo hacia la cuestión de la dirección de clase: no como subordinación del ambiente al “economicismo”, sino como reintegración del metabolismo social de la naturaleza al problema de quién gobierna la producción. La alternativa no es entre extractivismo brutal y ecologismo de boutique; la alternativa es entre la administración capitalista del colapso y la reorganización socialista de la economía, con hegemonía obrera, alianza con comunidades afectadas y campesinado pobre, y un programa que rompa con el imperialismo. Sin eso, el “anticapitalismo” seguirá siendo un acuerdo en el aire: correcto en lógica, estéril en política. Con eso, en cambio, la crítica deja de ser identidad y pasa a ser dirección: la forma concreta —organizativa, programática y moral— de preparar a los trabajadores para gobernar.

 

    En este sentido, la discusión estratégica que ya se ha iniciado no constituye un debate accesorio ni una querella doctrinaria entre tradiciones de izquierda, sino un nudo decisivo para la estructuración de un frente real de lucha en contra de Kast y de la ofensiva reaccionaria que encarna. La ausencia de una delimitación estratégica clara —esto es, de una definición precisa sobre el carácter del enemigo, el sujeto social llamado a enfrentarlo y el horizonte de poder que debe guiar esa confrontación— no solo facilitará el reciclaje del progresismo como falsa “alternativa” bajo la fórmula del antifascismo liberal, sino que operará como un dique contra toda politización de fondo de la resistencia social. Sin esa delimitación, las luchas que inevitablemente emergerán frente a la intensificación de la ofensiva contra el pueblo trabajador tenderán a fragmentarse, a replegarse en demandas defensivas o a ser absorbidas por dispositivos institucionales de contención, sin lograr expresarse programáticamente como lucha por el poder de la clase trabajadora. De ahí que el desenlace de esta discusión no sea neutral: de su resolución dependerá si la oposición a Kast se limita a una recomposición del régimen por la vía del miedo, o si abre paso a una alternativa de clase capaz de articular resistencia, programa y dirección política en una perspectiva de ruptura.

 

(*) Gustavo Burgos. abogado y militante marxista chileno, es director de EL Porteño  y conductor del canal de Youtube   «Mate al Rey».

 
 
 
 
 
 
 
 
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