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Miércoles, 01 de Octubre de 2025 Tiempo de lectura:

KAST ES EL LEGADO POLÍTICO DE BORIC: DEL FRAUDE PROGRESISTA A LA RESTAURACIÓN PINOCHETISTA

¿Cómo se convirtió el progresismo en garante del orden impuesto por la dictadura?

El ascenso de José Antonio Kast no es un accidente ni un giro abrupto del electorado chileno. Es -afirma el abogado y militante marxista Gustavo Burgos - la culminación de una estrategia de contención y restauración impulsada desde el propio corazón del régimen. El progresismo, lejos de confrontar el legado pinochetista, lo gestionó con responsabilidad institucional, legitimando la represión y desmovilizando al pueblo.

 

Por GUSTAVO BURGOS (*), DESDE CHILE, PARA CANARIAS-SEMANAL.ORG.-

 

   La presente editorial está dedicada a los honestos trabajadores, a los militantes y activistas de izquierda que creyeron, con convicción y sacrificio, que la candidatura de Jeannette Jara podía constituirse en una trinchera de lucha frente al avance reaccionario.

 

    Nos dirigimos a esa enorme masa militante que quiso ver en dicha candidatura la encarnación política de la defensa de las conquistas sociales, de la memoria del levantamiento popular de octubre de 2019 y de la resistencia frente al fascismo. A quienes hoy se encuentran desolados ante lo que perciben como el advenimiento inminente e inevitable de una extrema derecha que, respaldada por cerca del 60% de los sufragios, instala en La Moneda a un representante directo del pinochetismo sociológico, político e institucional que encabeza José Antonio Kast. A ellos, antes que nada, corresponde decirles que su compromiso no fue vano ni moralmente equivocado: lo que ha fracasado no es la voluntad de lucha del pueblo trabajador, sino la estrategia política que subordinó los intereses del pueblo explotado —una vez más— a la administración del orden capitalista existente.

 

     Kast no irrumpe como un rayo en cielo despejado. Kast es el legado político de Boric. No en el sentido caricaturesco de una traición individual, sino como resultado coherente de una operación histórica y de clase cuidadosamente construida. Lo que hoy presenciamos no es una ruptura del régimen, sino su reproducción perfeccionada mediante la alternancia. Desde esta perspectiva, la visita del Presidente electo a La Moneda no constituye una ritualidad vacía ni un gesto meramente protocolar: expresa un férreo compromiso de clase entre fracciones políticas que, pese a sus diferencias retóricas, comparten la defensa irrestricta de la institucionalidad heredada, del modelo económico neoliberal y de los dispositivos de dominación que garantizan la gobernabilidad del capital.

 

   El propio Kast, en su medido discurso de triunfo, no dudó en felicitar a Jeannette Jara por su “coraje republicano” y en anunciar un futuro gobierno de “unidad nacional”, fórmula clásica mediante la cual la burguesía sella acuerdos transversales para profundizar ofensivas reaccionarias presentándolas como consensos inevitables.

 

   Este consenso no nace hoy. Tiene una fecha precisa y un hito fundacional: el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución del 15 de noviembre de 2019. Desde entonces, la tarea histórica del régimen ha sido clausurar el ciclo abierto por el levantamiento popular, desarticular su potencia disruptiva y reconducir el conflicto social hacia canales institucionales controlados.

 

    El proceso constituyente sin programa de clase, sin dirección política revolucionaria y sin ruptura con el poder económico, fue el instrumento privilegiado de esa operación. Su naufragio no significó un retroceso para la burguesía, sino la apertura de una fase de restauración conservadora que hoy se expresa con nitidez en el triunfo de Kast. La alternancia Boric–Kast no es, por tanto, una contradicción, sino una continuidad: la contrainsurgencia, que bajo Piñera fue explícita, se transformó bajo Boric en normalidad progresista, legitimada en nombre del orden, la gobernabilidad y la responsabilidad republicana.

 

   La larga sombra de la derecha chilena ayuda a comprender esta continuidad. Lejos de ser una anomalía, el peso electoral actual del pinochetismo es la expresión madura de un proceso histórico en el que la dictadura no fue un paréntesis, sino un régimen fundador. Pinochet no solo gobernó diecisiete años; permaneció en posiciones centrales de poder político y militar hasta 2002, protegido por los mismos gobiernos que inauguraron la llamada transición. Durante un cuarto de siglo, el pinochetismo se institucionalizó, se recicló y se legitimó, mientras la izquierda era diezmada física, política y moralmente.

 

    De esa matriz surgen Kast, Kaiser y sus aliados: no como herederos de una derecha oligárquica decimonónica, sino como continuadores de una tradición autoritaria que absorbió y actualizó los postulados de Patria y Libertad —nacionalismo reaccionario, anticomunismo, autoritarismo, defensa absoluta de la propiedad privada— adaptándolos a las condiciones contemporáneas de xenofobia, inseguridad y descomposición social.

 

   En este contexto, la derrota electoral de Jeannette Jara, aplastante en términos porcentuales y territoriales, no puede explicarse por errores tácticos de campaña. Kast se impuso en todas las regiones del país y alcanzó votaciones cercanas al 80% en las comunas de mayores ingresos, expresión de una burguesía cohesionada tras su representante. En las comunas obreras es donde se hizo más sensible el retroceso del progresismo, revelando una profunda erosión del vínculo entre las clases populares y el progresismo gobernante.

 

    Sectores que en el pasado respaldaron masivamente a Bachelet y Boric se mostraron renuentes, atravesados por el discurso de la seguridad, la mano dura y el miedo, discurso instalado y legitimado no solo por la derecha, sino también por el propio oficialismo.

 

   Esto abre un profundo problema político y programático para el propio régimen. En efecto, las masas sin expresión política de ningún tipo, sin organización y sin programa ponen a Kast en un complejo escenario frente a cualquier conflicto social. En un país donde el 1% concentra más de un tercio de la riqueza y la desigualdad estructural ha desaparecido del debate público, reemplazada por una agenda securitaria y antiinmigrante, cualquier conflicto de envergadura será de muy difícil institucionalización. Por ello, es imprescindible afirmar con claridad que el triunfo de Kast no significa que la derecha haya conquistado ideológicamente a las masas. Se ha limitado a contenerlas.

 

  Por lo mismo, lo que se expresó el domingo pasado fue, ante todo, el repudio popular al fraude político del progresismo liberal. Un progresismo que prometió transformaciones apoyándose en las demandas del levantamiento de octubre y que terminó gobernando para el gran empresariado, las multinacionales, el capital financiero, las AFP, las ISAPRES y los grandes conglomerados que controlan los recursos y servicios estratégicos del país.

 

    Este repudio se dirige contra actos concretos de ataque al pueblo por parte de la administración progresista. Días antes incluso de la elección, el alcalde Miguel Concha en Peñalolén reprimió con gases lacrimógenos a feriantes navideños; dos días después de la elección, se expresó con la vergonzosa jactancia del alcalde Vodanovic en Maipú al anunciar desalojos de pobladores, esgrimiendo tal acto anti popular como bandera programática. Estas políticas, y no un programa de la clase trabajadora, son las que fueron derrotadas.

 

  De este modo, Kast y Boric aparecen despojados de sus máscaras: no son antagonistas históricos, sino instrumentos distintos de una misma política conducida desde los oscuros gabinetes del Banco Central, del gran capital financiero y de las multinacionales. Frente a este escenario, la tarea estratégica no es llorar sobre la alternancia consumada, sino luchar por sepultar políticamente al progresismo liberal de toda ralea, romper con su política identitaria vaciada de contenido social y reconstruir una perspectiva clasista y de revolución social. Solo así el repudio popular al progresismo podrá transformarse, no en resignación autoritaria, sino en una nueva acumulación consciente de fuerzas para la emancipación de la clase trabajadora.

 

   Conviene, para cerrar esta nota, detenerse en las explicaciones que el propio progresismo gobernante ha elaborado para dar cuenta del triunfo de Kast, porque en ellas se condensa, con una franqueza brutal, el grado de vaciamiento político y programático al que ha llegado la centroizquierda chilena.

 

   Según el propio Gabriel Boric, la derrota se explicaría, en primer lugar, por la incapacidad del gobierno de “comunicar sus logros”, incapacidad que habría sido explotada por una maquinaria de desinformación asentada en redes sociales, “bots” y “fake news”, amplificadas por medios de comunicación hostiles. En esta lectura, el problema no radica en la orientación material del gobierno ni en las políticas efectivamente desplegadas, sino en una supuesta falla narrativa, como si el conflicto político pudiera reducirse a una disputa comunicacional, a un déficit de marketing o de pedagogía cívica frente a una ciudadanía manipulada. Esta explicación, además de condescendiente con el pueblo trabajador, elude deliberadamente la cuestión central: que aquello que el gobierno llama “logros” fueron vividos por amplios sectores populares como continuidad, frustración o derechamente traición respecto de las expectativas abiertas en octubre de 2019.

 

   La segunda explicación, formulada con mayor crudeza por figuras como Carolina Tohá y Eugenio Tironi, va aún más lejos y resulta todavía más reveladora. Según esta línea de argumentación, el progresismo habría perdido porque fue timorato en la aplicación de la agenda securitaria y contrainsurgente; porque no se atrevió a ir hasta el final en la imposición del orden, en la criminalización del conflicto social y en la adopción integral del programa de la ultraderecha en materia de seguridad, migración y control territorial. En otras palabras, se habría perdido no por abandonar un proyecto de transformación, sino por no haber sido lo suficientemente duros, lo suficientemente autoritarios, lo suficientemente eficaces en la gestión represiva del malestar social. Esta explicación es de una honestidad descarnada: reconoce que el terreno de disputa fue definido por la derecha y que el progresismo aceptó ese terreno, pero fracasó en la competencia por quién aplicaba con mayor coherencia la agenda reaccionaria.

 

  Ambas explicaciones, tomadas en conjunto, son la expresión más acabada del desfonde histórico de la centroizquierda progresista, aquella que durante décadas se presentó como la quintaesencia de los valores democráticos, reivindicando como mito fundacional haber derrotado a Pinochet “sin violencia”, con un lápiz y un papel. Hoy, vaciada de ese relato, despojada incluso de su retórica humanista, esta corriente no ofrece ya más que una combinación de tecnocracia comunicacional y arrepentimiento por no haber sido suficientemente represiva. De ahí que el llamado de Jeannette Jara, en su discurso de derrota, a ejercer una oposición “responsable” y respetuosa de la institucionalidad no sea un gesto aislado, sino el anuncio explícito de una disposición a colaborar con el nuevo gobierno en la preservación del orden. Reducidos a la condición de una minoría parlamentaria disciplinada, el rumbo del hundimiento progresista aparece así claramente marcado.

 

   En este sentido, el cambio de la situación política que cristaliza con el triunfo de Kast no es el resultado mecánico de un proceso electoral, ni el producto exclusivo de campañas sucias o manipulaciones digitales. Es la culminación de un largo proceso de reacción en el que la burguesía ha logrado —como lo expresó sin ambigüedades el propio Boric“normalizar el país” y “recuperar los espacios públicos”. Ese lenguaje, pretendidamente neutro, no es otra cosa que el eufemismo con que se nombra una labor sistemática de contrainsurgencia, desmovilización y disciplinamiento social, iniciada tras el Acuerdo del 15 de noviembre de 2019 y profundizada bajo un gobierno que se decía heredero del levantamiento popular.

 

   Por lo mismo, la conclusión estratégica que se impone no admite ambigüedades: el camino no pasa por recomponer el progresismo, ni por corregirlo comunicacionalmente, ni por disputarle a la derecha quién gestiona mejor el orden. El camino es el de la ruptura con toda forma de progresismo liberal y con la política identitaria de minorías que ha servido como taparrabos de la dominación capitalista. Se trata de alzar nuevamente las banderas de la mayoría trabajadora, de reconstruir un horizonte de movilización, de organización y de lucha frontal contra el régimen. Solo en ese terreno podrá forjarse una nueva dirección política de la clase trabajadora. Esa es, y no otra, la condición de nuestra próxima victoria.

 

(*) Gustavo Burgos. abogado y militante marxista chileno, es director de EL Porteño  y conductor del canal de Youtube   «Mate al Rey».

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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