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Domingo, 14 de Diciembre de 2025 Tiempo de lectura:

RADIOGRAFÍA DE UN ENGAÑO: LA "TRANSICIÓN" ESPAÑOLA COMO ESTRATEGIA DE CONTINUIDAD DEL PODER

¿Por qué la izquierda que resistió heroicamente al franquismo, terminó apuntalando su herencia?

Durante décadas, la Transición española ha sido vendida como un ejemplo modélico y pacífico del paso de una dictadura a la democracia. Pero, ¿y si en realidad fue un cálculo quirúrgico de las élites políticas y económicas para preservar sus privilegios? En este artículo, nuestro colaborador Manuel Medina trata de desmontar el relato oficial que se ha venido manteniendo a lo largo de casi medio siglo, ofreciendo una mirada crítica sobre el papel desempeñado por los partidos de la izquierda española, la República Federal Alemana y EE.UU., el miedo inducido y la desmovilización organizada.

 

POR MANUEL MEDINA (*) PARA CANARIAS SEMANAL.ORG

 

     Hay numerosos momentos en la historia en los que el poder no cae: tan solo se reorganiza. No se derrumba con estruendo, no huye despavorido, no abandona el escenario. Simplemente se quita un traje viejo, se coloca otro más moderno y continúa gobernando.

 

   La llamada Transición española fue exactamente eso. Una operación estratégica, perfectamente calculada, en la que las élites franquistas, con la colaboración de significados actores internacionales y de una buena parte de la oposición política, rediseñaron el nuevo Régimen monárquico para perpetuar su poder bajo formas aparentemente democráticas.

 

    Cuando Franco murió en noviembre de 1975 no murió el franquismo. Murieron sus formas más obvias, pero no sus estructuras de fondo. Las clases sociales dominantes que habían acumulado poder, dinero y privilegios durante los casi cuarenta años que había durado la dictadura seguían ahí, intactas, bien situadas y perfectamente conscientes de una cosa fundamental: el mundo estaba cambiando y ellas debían cambiar con él… sin perder el control.

 

    España no podía seguir siendo una dictadura clásica en una Europa que se vendía como democrática. Pero tampoco podía permitirse una ruptura real que pusiera en cuestión la propiedad, los grandes patrimonios, el Ejército, la Iglesia o el lugar que ocupaba el país en el tablero internacional. Así que se activó una operación de alto nivel: transformar el régimen sin tocar el poder.

 

     Nada de esto fue improvisado. Ya antes de la muerte de Franco, en despachos discretos, se hablaba de "evolución", de "apertura", de "reforma". Palabras suaves para un objetivo muy concreto: salvar lo esencial. La Monarquía fue el primer seguro. Franco había dejado todo "atado y bien atado", y no era una frase retórica. Juan Carlos no llegaba como un rey democrático, sino como el garante de la continuidad del Estado.

 

     A partir de ahí, el plan fue casi quirúrgico. Había que permitir elecciones, legalizar partidos, conceder algunas libertades básicas... pero siempre con límites muy claros. El aparato del Estadojueces, policías, militares, altos funcionarios— debía permanecer. La estructura económica no se tocaba. Nadie hablaría de responsabilidades, ni de justicia, ni de lo ocurrido durante la dictadura. A través de la acción de los medios de comunicación se consiguió que  mirar al pasado se convirtiera en un gesto de mala educación democrática.

 

    En la calle, sin embargo, la historia parecía ir por otro lado. Huelgas, manifestaciones, asambleas, barrios organizados, fábricas en ebullición social a tope. Millones de personas creían que el final del dictador abría la puerta a una transformación profunda. Y durante un tiempo, esa posibilidad fue real. Tan real que llegó a asustar a quienes participaban en la operación lampedusiana de cambiar algunas cosas para que, esencialmente, nada cambiara en el país .

 

    Porque el problema no era que la gente pidiera votar. El problema era que estaba exigiendo mucho más: trabajo digno, derechos laborales, una república, una democracia que no fuera solo votar cada cuatro años. Y eso sí era muy peligroso. Esa exigencia de una verdadera democracia desde abajo, que removiera los cimientos del poder económico y militar, fue lo que provocó la reacción de las élites.

 

   La respuesta fue doble. Por un lado, represión: la policía siguió disparando, la extrema derecha actuando, y los muertos se acumularon en silencio. Por otro, integración controlada: partidos legalizados, pactos, mesas de negociación, discursos responsables. Había que enfriar la calle y trasladar el conflicto a los despachos, donde el poder sabía moverse. Todo ello barnizado por un relato oficial de reconciliación nacional que escondía la amnistía para los verdugos.

 

LOS QUE DIRIGÍAN EL BAILE DESDE FUERA

     Una cosa está hoy bien clara: los procesos internos nunca son del todo internos. Y mucho menos en un país como España, enclavado entre África y Europa, con bases militares estratégicas, una dictadura incómoda en el escaparate de Occidente y un movimiento popular  cuya efervescencia podía estropear el equilibrio de toda la sala.

 

    Cuando el franquismo agonizaba, no solo se movían fichas en Madrid. También se movían en Bonn y en Washington. Alemania y Estados Unidos fueron grandes inversores políticos de aquella operación de reciclaje. Apostaron por una Transición controlada, funcional a sus intereses económicos y geoestratégicos. No estaban interesados, ni mucho menos, en una democracia popular o participativa, sino en un régimen estable y muy previsible.

 

    Desde los años 70, la Fundación Friedrich Ebert, vinculada al Partido Socialdemócrata aleman, comenzó a trabajar con dirigentes del PSOE. Eligió a Felipe González, a quien formó, asesoró y promocionó internacionalmente. El objetivo era construir una "izquierda" útil, moderada, europeísta, que pudiera frenar a la otra izquierda, que bullía en las calles y  se atrevía a hablar de ruptura y justicia social.

 

    Mientras tanto, Washington tenía otras prioridades. Las bases militares, el control del Mediterráneo, los acuerdos con Marruecos. España era una pieza clave. La CIA vigilaba de cerca al movimiento obrero, y el Departamento de Estado tejía relaciones con la nueva Monarquía y los mandos militares. Se toleraba cierta apertura, pero se blindaban los pilares estratégicos. El embajador norteamericano desempeñó un papel clave como intermediario silencioso en muchos de aquellos pactos.

 

    Así se consolidó un modelo de democracia tutelada, con las reformas justas para que se pudiera maquillar el sistema, pero sin tocar nada esencial. El decorado era nuevo, pero los hilos los movían los de siempre. Incluso el ingreso en la OTAN se pactó con antelación, aunque luego se prometiera un referéndum que nunca se cumplió en sus términos originales.

 

LOS BOMBEROS DE LA RUPTURA

     Para completar el cerco a la ruptura, solo faltaba desactivar desde dentro el impulso popular. Y para eso, pocos fueron tan eficaces como el Partido Comunista de España. Paradójicamente, quien con más arrojo había representado la resistencia antifranquista terminó convirtiéndose en uno de los grandes estabilizadores del nuevo régimen.

 

   El PCE aceptó la Monarquía, su bandera rojigualda, la unidad indisoluble de España, y la economía de mercado capitalista. Todo a cambio de la legalización. Se justificó como "sentido histórico de la responsabilidad", pero en la práctica significó renunciar a las demandas rupturistas en el momento en que el movimiento obrero tenía más fuerza. Muchos de sus cuadros históricos quedaron descolocados, e incluso sectores obreros que habían luchado con la esperanza de una transformación real se vieron traicionados.

 

     La misma lógica alcanzó a Comisiones Obreras que, bajo la influencia del PCE, pasó de ser una coordinadora combativa y enraizada en la base trabajadora, a convertirse en un sindicato institucionalizado. Se abandonó la movilización sostenida y se apostó por la negociación permanente, dejando huérfanos a muchos sectores obreros que resistían las reconversiones industriales. Incluso hubo momentos en que las direcciones sindicales colaboraron activamente en la "paz social" que exigían las reformas neoliberales.

 

    Esta desmovilización no fue accidental. Formó parte de un proceso de integración progresiva de los movimientos sociales y sindicales en un marco institucional pensado para evitar que las contradicciones sociales explotaran fuera del sistema. Las huelgas masivas, las asambleas barriales y las luchas vecinales fueron cediendo espacio a una estabilización controlada.

 

EL 23-F: GOLPE DE TIMÓN, NO DE ESTADO

    En 1981, el nuevo régimen sufrió su mayor prueba: el golpe del 23-F. Presentado como una amenaza a la democracia, fue en realidad un aviso de que los límites estaban claros. El rey apareció en televisión con uniforme militar para "salvar" el sistema. Pero el mensaje era otro: que la democracia sería aceptada solo si no ponía en peligro las estructuras heredadas.

 

    El golpe fracasó, pero su función simbólica fue un éxito sin parangón: congeló cualquier tentación de cambio real en el país. Fortaleció la figura del Monarca, disciplinó a los partidos y sembró miedo en la población. El sistema había sido salvado de su propio miedo. Y con eso bastó. Las preguntas sobre la continuidad del franquismo, la memoria histórica o la estructura del Estado desaparecieron del debate público como por arte de ensalmo.

 

LA "DEMOCRACIA" QUE LLEGÓ CON LAS MANOS ATADAS

     Tras el susto, llegó la normalidad. Pero era una normalidad dirigida. La entrada en la CEE, la permanencia en la OTAN y la integración en el FMI marcaron un rumbo sin retorno. La economía se liberalizó, se privatizaron empresas  y se desmontaron sectores productivos enteros.

 

   La desindustrialización fue una condición impuesta para entrar en el mercado común europeo. Bajo el lema de "modernización", el gobierno "de izquierdas" de Felipe González fue el que asumió la ingrata función de desmantelar la economía española en beneficio de las grandes multinacionales europeas que así lo exigían para aceptar el ingreso español en la Comunidad. Para que ello fuera posible, se destruyeron industrias navales, siderúrgicas y mineras. Miles de trabajadores perdieron sus empleos sin que existiera ni se construyera una alternativa real que cubriera ese vacío. Los sindicatos mayoritarios, ya integrados plenamente en la institucionalidad del nuevo régimen, fueron incapaces de ofrecer una resistencia sostenida contra esas políticas.

 

    Las zonas obreras tradicionales quedaron convertidas en espacios de paro estructural, dependencia de subsidios y fragmentación social. Lo que había sido tejido comunitario y militancia organizada, se diluyó en el desencanto y la supervivencia individual. Y todo mientras se construía el relato oficial de una España moderna, europea, integrada.

 

    La democracia que se instaló fue una democracia apenas formal, sin instrumentos para modificar lo esencial. La Transición se cerró con un decorado pluralista, pero con los mimbres del franquismo intactos. El poder económico y político había conseguido el objetivo que deseaba: cambiarlo todo para que nada cambiara.

 

(*) MANUEL MEDINA es profesor de Historia y divulgador de temas relacionados con esa materia

 
 
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  • Otilio Volkete

    Otilio Volkete | Lunes, 15 de Diciembre de 2025 a las 02:09:08 horas

    El PSOE que era un partido de izquierdas, según decían, obtuvo dos mayorías absolutas impresionantes en 1982 y 1986... EL CAMBIO PROFUNDO se fue por el sumidero.

    Accede para responder

  • Otilio Volkete

    Otilio Volkete | Lunes, 15 de Diciembre de 2025 a las 01:42:01 horas

    Estremecedora... estremecedora y lamentable LA FOTO de Santiago Carrillo con Marcelino Camacho entre otros dirigentes del Partido Comunista de España posando junto a una gran bandera rojigualda el 16 de abril de 1977 compareciendo ante los medios de comunicación españoles y extranjeros. Me sigue pareciendo una imagen impactante y muy grosera.

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