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Miércoles, 01 de Octubre de 2025 Tiempo de lectura:

EL "PROGRESISMO" CHILENO DESFONDADO: COINCIDE CON LA EXTREMA DERECHA EN LA AGENDA PUNITIVA

" Entre Jara y Kast hubo diferencias de tono, pero no hubo diferencias de rumbo"

En el último debate televisado antes de las elecciones presidenciales chilenas, los dos candidatos —la oficialista Jeannette Jara y el ultraderechista José Antonio Kast— mostraron una significativa coincidencia: más represión, más cárceles y menos derechos. El abogado y militante marxista chileno Gustavo Burgos expone en este artículo cómo esta convergencia desnuda el colapso del progresismo y la profundización de un régimen en crisis (...).

 

Por GUSTAVO BURGOS (*), DESDE CHILE, PARA CANARIAS-SEMANAL.ORG.-

 

[Img #88521]   En el último debate presidencial de Anatel, cara a cara final antes de la segunda vuelta del 14 de diciembre, se hizo evidente con una nitidez casi pedagógica la convergencia programática entre las candidaturas de Jeannette Jara y José Antonio Kast. Lejos de ofrecer dos perspectivas contrapuestas sobre el conflicto social, el debate mostró una homogeneización —inaudita y sin precedentes— del discurso que reduce toda la complejidad de la crisis nacional a un problema de orden público cuya única respuesta es la expansión del aparato represivo del Estado. En rigor, más que un contraste ideológico, lo que se escenificó fue la consolidación de un consenso punitivo transversal, síntoma del agotamiento histórico del progresismo y del propio régimen surgido de la transición.

 

 

     Desde el primer bloque, la coincidencia fue palmaria. Jara inauguró su intervención ofreciendo 100 operativos policiales masivos en los primeros 100 días y la construcción de cinco nuevas cárceles, una agenda que no solo rivaliza abiertamente con Kast sino que adopta como propia la retórica securitaria de la derecha más dura. La competencia por quién reprime mejor —o más rápido— se volvió la métrica del debate. Kast, por su parte, reforzó su tradicional discurso de “orden y autoridad”, aunque sin lograr precisar cómo materializaría su ya desgastada promesa de expulsión masiva de migrantes: terminó refugiándose en la idea de que los “invitaría” a salir del país, mostrando el límite entre la demagogia y la viabilidad real.

 

    En materia migratoria precisamente, la convergencia fue total. Ambos caracterizaron la inmigración como un “problema de orden público”, nunca como lo que es, un fenómeno social, económico o humanitario. La discusión se mantuvo encerrada en el repertorio represivo, naturalizando la ecuación “migración = inseguridad”, una narrativa que ha servido de soporte para campañas internacionales de criminalización de la clase trabajadora migrante. La diferencia entre ambos candidatos radicó únicamente en el énfasis retórico, no en el diagnóstico ni en las soluciones.

 

 

"Jeannette Jara  inauguró su intervención ofreciendo 100 operativos policiales masivos en los primeros 100 días y la construcción de cinco nuevas cárceles"
 

 

 

   Esa misma matriz reductiva se reprodujo en el bloque “social”, donde los temas estructurales fueron tratados con liviandad tecnocrática y disciplina policial. La crisis de la vivienda, la mayor desde el retorno a la democracia, fue leída exclusivamente en clave de desalojo, como si el problema fuese la existencia de tomas y no la incapacidad del Estado para construir viviendas dignas. Ninguno de los candidatos mencionó la edificación de viviendas sociales en proporciones acordes al déficit un millón de viviendas. Frente a esta realidad la única política reconocible fue la erradicación por la fuerza.

 

   La crisis educacional fue tratada del mismo modo: reducida a la cuestión de los “overoles blancos”, es decir, a un problema policial, no pedagógico ni estructural. El debilitamiento del sistema público, la precarización docente, la segmentación social o la captura del financiamiento por privados simplemente no existieron en el debate.

 

   Incluso la discusión sobre la gestión pública derivó en una plataforma de ataque a los funcionarios del Estado: Jara anunció auditorías con Contraloría, Kast con organismos privados. En ambos casos, el mensaje es idéntico: desconfianza hacia el empleo público, disciplinamiento administrativo, sospecha permanente. De nuevo, el Estado aparece no como garante de derechos, sino como un aparato cuya función central es el control.

 

   Hay, sin embargo, dos momentos del debate que cristalizan hasta el extremo esta mimetización entre la candidata oficialista y el líder de la ultraderecha. El primero ocurrió cuando Jara, en un gesto de legitimación histórica del régimen con motivo de su renuncia a su militancia en el PC de resultar electa, definió comoni más ni menos que como estadistas a Sebastián Piñera —responsable político de violaciones masivas de derechos humanos— y reivindicó igualmente al propio Patricio Aylwin, bajo cuyo mandato la Oficina de Seguridad Pública condujo el proceso de desarticulación armada del FPMR, MIR y Mapu-Lautaro mediante 33 ejecuciones políticas y centenares de encarcelamientos. Ese acto discursivo no fue un tropiezo ni una audacia táctica: fue la evidencia del vaciamiento del progresismo y de su incapacidad para sosteer siquiera su propio relato histórico. Jara no solo renunció simbólicamente a la crítica al poder, sino que reivindicó a los arquitectos del orden represivo de la transición, en una operación que Kast no necesitó impulsar porque le era plenamente funcional.

 

 

"La homogeneización de las dos candidaturas expresa una decisión estratégica tomada desde las más altas esferas del régimen para profundizar una ofensiva contra el pueblo trabajador"

 

 

   El segundo momento decisivo —este con rasgos jocosos— se produjo en la discusión sobre la planta de hidrógeno verde en la Región de Antofagasta,  INNA (Integrated National Green Hydrogen Hub) de AES Andes, un complejo industrial de gran escala cerca de los observatorios del norte de Chile (Paranal y Armazones), que amenaza la calidad de los cielos nocturnos con contaminación lumínica, polvo y turbulencia, impactando la astronomía de clase mundial en la región. En este negocio —dicho sea de paso— nebulosamente participa el padre del Presidente Boric. Frente a ello, Jara optó por priorizar sin matices la continuidad del proyecto, justificándola mediante una apelación banal a la creación de empleo. Kast, sorprendentemente, adoptó una posición más “ambientalista”: sugirió trasladar la planta a otra zona —aludió a Punta Arenas— y subordinó el interés económico inmediato a la importancia científica global de los observatorios chilenos. Este cruce produjo un efecto evidente: la candidata oficialista apareció más cercana a un liberalismo desarrollista clásico que a cualquier tradición progresista, mientras que Kast se permitió modular su discurso sin abandonar el eje de la derecha.

 

  En conjunto, estos episodios dejan al desnudo el desfondamiento ideológico del progresismo gubernamental. Jara, en su intento por capturar un electorado moderado, terminó desplazándose hacia un liberalismo centroderechista, configurando un discurso más próximo al de Kast que al de cualquier tradición de izquierda. De hecho, en algunos puntos fue Kast quien preservó —por cálculo o por reflejo— una identidad más nítida que la de su contendora. El debate mostró que la frontera entre oficialismo y oposición es hoy más administrativa que política, más estratégica que programática.

 

   El debate estuvo, en términos formales, marcado por momentos ásperos, errores notorios —como la afirmación delirante de Kast sobre “1,2 millones de asesinatos al año”—, interpelaciones cruzadas y el despliegue moderador de los periodistas. Pero estos elementos, aunque visibles, fueron secundarios. Lo central fue el consenso: el país se enfrenta a un conflicto social profundo, y las dos candidaturas que aspiran a conducirlo proponen como única salida más policía, más cárceles, más expulsiones, más auditorías, más disciplinamiento. No hubo imaginación política, ni proyectos nacionales, ni horizontes de reconstrucción social. Solo un régimen exhausto administrando su propio derrumbe.

 

   El último debate de Anatel no sólo cerró una campaña; expuso, con brutal franqueza, los límites de un sistema político que ya no consigue elaborar alternativas frente a una crisis histórica. Entre Jara y Kast hubo diferencias de tono, de estilo, incluso de énfasis; pero no hubo diferencias de rumbo. La conversación pública quedó así encapsulada en una lógica punitiva compartida que revela más que la oferta electoral: revela el estado de la democracia chilena.

 

  Más allá de los matices tácticos, de los gestos estudiados o de los errores involuntarios, el debate dejó una conclusión incontestable: la homogeneización de las dos candidaturas expresa una decisión estratégica tomada desde las más altas esferas del régimen, un consenso tácito —pero poderoso— para profundizar una ofensiva contra el pueblo trabajador, independentemente de quién ocupe La Moneda a partir del próximo domingo. El lenguaje represivo compartido, la criminalización de la protesta, la subordinación de las urgencias sociales al orden público y la renuncia explícita a cualquier horizonte transformador revelan que el bloque dominante se prepara para administrar la crisis mediante la coerción y no mediante derechos.

 

   En un escenario de esta naturaleza, la responsabilidad histórica recae sobre el activismo de izquierda y, en un sentido más profundo e histórico, sobre la propia clase trabajadora. La clausura del progresismo, su hundimiento como opción real, y la consolidación de un régimen dispuesto a avanzar sin contrapesos en su agenda de ajuste y control, exigen reconstruir un programa independiente, un programa que, junto con recuperar las reivindicaciones populares que impulsaron el levantamiento de Octubre de 2019 —vivienda digna, fin del endeudamiento, salud y educación públicas, desmilitarización del Wallmapu, libertad a los presos de la revuelta—, proponga una salida de fondo basada en la organización de la base trabajadora y la movilización permanente.

 

   La tarea que se abre no admitirá postergaciones: ganar nuevamente las calles, disputar la iniciativa política, recomponer la fuerza social de los trabajadores y confrontar la ofensiva capitalista desde el propio lunes 15 de diciembre se transforma en un imperativo de primer orden. En ello se juega no solo la defensa de las conquistas sociales históricas, sino la posibilidad misma de que el pueblo trabajador irrumpa como sujeto político capaz de frenar la deriva represiva y abrir un camino distinto, propio, y de emancipación.

 

(*) Gustavo Burgos. abogado y militante marxista chileno, es director de EL Porteño  y conductor del canal de Youtube   «Mate al Rey».

 
 
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