RUSIA Y CHINA APRUEBAN CON SU ABSTENCIÓN "EL PLAN DE EEUU" PARA GAZA... Y TRUMP RECONOCE PÚBLICAMENTE SU GRATITUD
Respuesta tajante de todas las organizaciones palestinas: "Esta es la consagración definitiva del despojo", acusan.
Mientras se aprueba el llamado “Plan de Paz” de Trump para Palestina —una hoja de ruta para el despojo definitivo del pueblo palestino—, China y Rusia vuelven a abstenerse. Lo hicieron también con Siria. Lo hicieron con el Sáhara. Lo hacen ahora con Gaza. Su silencio, disfrazado de neutralidad, revela el verdadero rostro del nuevo reparto imperial del mundo. Pero lo más inquietante no es solo su complicidad diplomática, sino la parálisis de una parte de la izquierda internacional.
POR MÁXIMO RELTI PARA CANARIAS SEMANAL.ORG
Aunque para muchos hayan pasado desapercibidas, las últimas horas han sido cruciales. A espaldas del derecho
internacional, con el sello del atropello y la humillación sobre la mesa, se ha aprobado en el Consejo de Seguridad de la ONU —con el aval implícito de las grandes potencias— el llamado “Plan de Trump para Palestina”, presentado como una “propuesta de paz”, pero que, como han denunciado las principales organizaciones palestinas, es en realidad la consagración definitiva del despojo.
“Las abstenciones también matan. Y en Gaza, Siria o el Sáhara, el silencio de Rusia y China ha sido atronador.”
El Plan, diseñado por el presidente Trump, y retomado con entusiasmo por su equipo republicano, no reconoce el derecho al retorno, legaliza los asentamientos ilegales en Cisjordania, reduce a Gaza a una cárcel reconstruida con inversión privada y promete al pueblo palestino una “soberanía limitada” bajo la vigilancia israelí. Un “Estado” sin control sobre sus fronteras, sin Ejército, sin recursos hídricos y sin derecho a la resistencia.
La respuesta palestina ha sido tajante. Todas las facciones, desde la Autoridad Nacional Palestina hasta las organizaciones de resistencia en Gaza, han calificado el plan como una imposición neocolonial que borra décadas de lucha y legaliza el apartheid.
Decenas de miles han salido a las calles, mientras los gobiernos árabes miran hacia otro lado. Pero lo más inquietante ha sido el papel desempeñado en esta operacion por China y Rusia.
“El enemigo de mi enemigo no siempre es mi amigo: a veces es solo otro imperio con otro uniforme.”
LA NUEVA ABSTENCIÓN: CÓMPLICE, CÍNICA Y ESTRATÉGICA
La resolución del Consejo de Seguridad prosperó gracias a las abstenciones de Rusia y China. Ninguna de las dos potencias vetó el plan. Ninguna lo condenó abiertamente. Ninguna defendió el derecho palestino a resistir.
¿Qué fue lo dijeron? Lo de siempre: que “se debe encontrar una solución negociada entre ambas partes” y que “se necesitan garantías para la seguridad de todos los actores implicados”. Palabras que podrían firmar perfectamente Netanyahu o Biden.
El problema no es solo el silencio. Es, sobre todo, lo que ese silencio encubre. Porque esta no es la primera vez que Moscú y Pekín se cruzan de brazos ante un atropello imperialista. Esta abstención se suma a otras dos que, juntas, dibujan el nuevo mapa del cinismo geopolítico del siglo XXI. Una lógica imperial, pero con otros rostros.
PRIMER ANTECEDENTE: SIRIA, LA RETIRADA Y LOS ABRAZOS CON LOS VERDUGOS
Hace apenas unos pocos meses, la opinión pública mundial fue testigo de algo tan insólito como repugnante: Rusia, supuesta aliada del Estado sirio frente al asedio yihadista, comenzó a rebajar su compromiso con Damasco justo cuando los grupos salafistas más violentos, armados por Occidente y el Golfo, retomaban posiciones. El desenlace fue aún más grotesco: dirigentes y portavoces de milicias integristas, con sangre en las manos, fueron recibidos con todos honores tanto en Moscú como en Washington.
“Ni Rusia ni China vetaron el plan de Trump para Palestina. Se limitaron a dejar hacer. Y en política internacional, dejar hacer es dejar morir.”
Esos mismos “opositores” a los que la propaganda rusa llamaba “ sanguinarios terroristas” cuando bombardeaba sus posiciones, fueron luego efusivamente saludados como interlocutores válidos. ¿Por qué ese giro? Por la sencilla razón de que el régimen de Assad, tras resistir la arremetida, ya no era tan funcional para los nuevos acuerdos regionales. Y Rusia, como potencia capitalista, sabe que en Oriente Medio todo se negocia: gasoductos, puertos, alianzas... o cadáveres.
SEGUNDO ANTECEDENTE: EL SAHARA Y LA TRAICIÓN SILENCIOSA
La abstención de Rusia y China en las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU sobre el Sáhara Occidental también marcó un antes y un después. Se negaron a apoyar la aplicación efectiva del derecho de autodeterminación del pueblo saharaui, alineándose de facto con la ocupación marroquí. La excusa: mantener la “estabilidad regional”. La realidad: preservar relaciones estratégicas y suculentos contratos de inversión.
Rusia ha ampliado su cooperación energética con Rabat, incluyendo proyectos de explotación marítima y acuerdos pesqueros que ignoran por completo la soberanía saharaui. China, por su parte, ha integrado al reino alauita en su proyecto de expansión económica “La Ruta de la Seda”, colocando inversiones en infraestructuras, logística y redes de transporte clave que atraviesan territorios ocupados. Así funciona el nuevo orden multipolar: detrás de cada abstención, hay una licitación.
TERCER ANTECEDENTE: GAZA Y LA CONSAGRACIÓN DEL APARTHEID
Y ahora, Gaza. Mientras los bulldozers israelíes arrasan barrios enteros, y mientras el “plan de paz” de Trump amenaza con institucionalizar el despojo, las grandes potencias del nuevo orden mundial se abstienen. Literalmente. No dicen nada. No vetan. No interrumpen. Se limitan a dejar hacer.
Así, China y Rusia, que en sus discursos se presentan como “amigos del Sur global”, permiten con su pasividad que el apartheid israelí se eleve a la categoria de política internacional reconocida. Y no lo hacen por ingenuidad. Lo hacen porque ya han aceptado que Israel es un actor clave en el entramado tecnológico, logístico y militar que ambas potencias necesitan para consolidar su influencia en África y Oriente Medio.
¿MULTIPOLARIDAD O NEOCOLONIALISMO CON OTRO ACENTO?
Para entender el papel que juegan hoy Rusia y China en el tablero internacional, hace falta soltar de una vez por todas los esquemas que la izquierda heredó del siglo XX. Ni Moscú es ya la capital de una revolución obrera global, ni la China capitalista representa una alternativa socialista a los bloques dominantes. Ambas potencias son, en sus formas y en sus fines, piezas activas de un nuevo modelo de dominación capitalista, que ya no necesita bombardear tanto como antes: le basta con invertir, abstenerse o callar.
“Cuando la izquierda confunde imperialismo con geografía, deja de ser una fuerza de liberación para convertirse en correa de transmisión de otros imperios.”
Ambas desarrollan políticas exteriores guiadas por criterios puramente estratégicos, no por principios emancipadores. Lo hemos visto en el continente africano, donde China ha impuesto relaciones de dependencia con gobiernos títeres a través de la trampa de la deuda, y donde Rusia ha desplegado mercenarios para apuntalar regímenes que le son afines. Lo hemos visto también en América Latina, donde ambas potencias han cultivado relaciones con gobiernos progresistas y reaccionarios por igual, con tal de asegurarse contratos en infraestructuras, energía o seguridad. No se trata ya de solidaridad internacional, sino de alianzas pragmáticas para garantizar presencia, recursos y rentabilidad.
La abstención ante el Plan de Trump para Gaza no es una excepción. Es la confirmación miserable de una regla. Una regla que dice: los derechos de los pueblos no importan si entorpecen los negocios. Y en Gaza, como en el Sáhara o en Siria, lo que hay son recursos, pasos estratégicos, y una resistencia que incomoda.
CUANDO LA IZQUIERDA SE PIERDE EN EL MAPA
Y mientras el cinismo geoestratégico avanza, una parte no desdeñable de la izquierda internacional sigue atrapada en un relato desfasado, que no corresponde ya a la geografia social del presente, incapaz de reconocer quién es quién en el siglo XXI. Se aferran a una nostalgia geopolítica que convierte a Rusia y China en caricaturas heroicas, y a todo conflicto global en una lucha entre el “imperio” y sus supuestos "contrapesos".
Y con esa visión, terminan justificando lo injustificable. Callan cuando Rusia se abraza con fundamentalistas islamistas, o cuando China firma tratados de comercio con regimenes corruptos africanps, o cuando ambas potencias sabotean en la ONU cualquier condena a Israel o a Marruecos.
Se limitan a repetir la fórmula “todo lo que debilite a Estados Unidos es progresista”, sin entender que el problema no es el nombre del amo, sino la existencia de la jaula.
Lo más dramático es que esta confusión no se da sólo entre militantes despistados o foros en redes sociales. Se reproduce también en plataformas, partidos y medios que se reivindican antiimperialistas. Es esa izquierda que celebra cada nueva base militar rusa como si de una victoria del Tercer Mundo se tratara. O que guarda un silencio escandaloso cuando Rusia o China firman acuerdos con los verdugos de los pueblos oprimidos, como ha ocurrido con Israel, Marruecos o Arabia Saudí.
Este fenómeno no es solo ideológico, también es cultural. En parte, es el resultado de décadas de desarme teórico, donde la crítica radical al capitalismo ha sido sustituida por una geopolítica de trinchera que solo sabe ubicarse por oposición.
LA CLASE, ESE ENEMIGO OLVIDADO
Pero toda esta confusión tiene una raíz aún más profunda: el abandono del análisis de clase. Porque si algo ha caracterizado a Rusia y China en las últimas décadas es su transformación en economías capitalistas plenamente integradas al sistema mundial, con oligarquias propias, clases dominantes bien organizadas y una lógica de acumulación sin límites. Lo que hacen en Gaza, en el Sáhara o en Siria, no es neutralidad. Es defensa de sus intereses como potencias en feroz competencia.
Y eso debería ser suficiente para situarlas correctamente en el mapa político del siglo XXI. Pero para eso haría falta recuperar una herramienta que gran parte de la izquierda ha dejado oxidarse: la lucha de clases como eje de análisis. Si la recuperáramos, entenderíamos que los enemigos de los pueblos no son solo los marines ni los fondos buitre, sino también los burócratas que callan ante una masacre para proteger un contrato de gas. También son enemigos los que se abstienen cuando hay que hablar. Los que negocian con el opresor. Los que miran hacia otro lado cuando las bombas caen sobre escuelas palestinas.
ENTRE EL PASADO Y EL FUTURO: EL DESAFÍO DE LA COHERENCIA
El desafío, entonces, no es elegir entre Washington o Pekín, entre la OTAN o los BRICS, entre el dólar o el yuan. El verdadero reto es reconstruir un consecuente internacionalismo entre los asalariados de todo el mundo, que no se someta a ningún imperio ni a ninguna lógica de reparto de influencias. Un internacionalismo que se atreva a decir que el enemigo de mi enemigo también puede ser mi enemigo. Que no hay campos buenos ni potencias redentoras, sino pueblos en lucha. Y que, para esos pueblos, las abstenciones también matan.
Porque mientras Gaza arde, mientras los saharauis resisten en el olvido, mientras Siria es devorada por turbios acuerdos geopoliticos, hay sectores de la izquierda que aún siguen repitiendo con fe ciega el viejo mantra de la multipolaridad. Pero esa multipolaridad, hoy por hoy, no es una esperanza. Es una excusa para que nuevas potencias jueguen el mismo juego de siempre, con reglas distintas, pero con idéntico final para los pueblos: la subordinación.
EL SILENCIO QUE SE NEGOCIA
Si algo han demostrado Rusia y China en los últimos años es que la neutralidad no existe. Que la abstención también es una decisión política. Y que el silencio, en política internacional, casi siempre se compra. Ya sea con gas, con puertos, con armas o con minerales, lo cierto es que el nuevo orden multipolar no está construyendo un mundo más justo, sino un mundo más repartido.
La izquierda que no lo entienda está condenada a ser espectadora —y a veces también cómplice— de ese nuevo reparto. Una izquierda que no señale a los nuevos verdugos, solo porque visten otro uniforme, está desarmando su capacidad crítica. Y una izquierda que no sabe reconocer a los enemigos de clase cuando no llevan estrellas en el hombro o no hablan inglés, es una izquierda que ha perdido su brújula.
Frente a ese panorama, hace falta levantar otra voz. Una que no se arrastre tras las banderas de las grandes potencias, sino que escuche el grito de Gaza, de El Aaiún, de Damasco. Una voz que no se abstenga. Una voz que no se venda. Una voz que diga claramente: ni OTAN, ni Putin, ni Xi.
Con los pueblos, no con los imperios.
POR MÁXIMO RELTI PARA CANARIAS SEMANAL.ORG
Aunque para muchos hayan pasado desapercibidas, las últimas horas han sido cruciales. A espaldas del derecho
internacional, con el sello del atropello y la humillación sobre la mesa, se ha aprobado en el Consejo de Seguridad de la ONU —con el aval implícito de las grandes potencias— el llamado “Plan de Trump para Palestina”, presentado como una “propuesta de paz”, pero que, como han denunciado las principales organizaciones palestinas, es en realidad la consagración definitiva del despojo.
“Las abstenciones también matan. Y en Gaza, Siria o el Sáhara, el silencio de Rusia y China ha sido atronador.”
El Plan, diseñado por el presidente Trump, y retomado con entusiasmo por su equipo republicano, no reconoce el derecho al retorno, legaliza los asentamientos ilegales en Cisjordania, reduce a Gaza a una cárcel reconstruida con inversión privada y promete al pueblo palestino una “soberanía limitada” bajo la vigilancia israelí. Un “Estado” sin control sobre sus fronteras, sin Ejército, sin recursos hídricos y sin derecho a la resistencia.
La respuesta palestina ha sido tajante. Todas las facciones, desde la Autoridad Nacional Palestina hasta las organizaciones de resistencia en Gaza, han calificado el plan como una imposición neocolonial que borra décadas de lucha y legaliza el apartheid.
Decenas de miles han salido a las calles, mientras los gobiernos árabes miran hacia otro lado. Pero lo más inquietante ha sido el papel desempeñado en esta operacion por China y Rusia.
“El enemigo de mi enemigo no siempre es mi amigo: a veces es solo otro imperio con otro uniforme.”
LA NUEVA ABSTENCIÓN: CÓMPLICE, CÍNICA Y ESTRATÉGICA
La resolución del Consejo de Seguridad prosperó gracias a las abstenciones de Rusia y China. Ninguna de las dos potencias vetó el plan. Ninguna lo condenó abiertamente. Ninguna defendió el derecho palestino a resistir.
¿Qué fue lo dijeron? Lo de siempre: que “se debe encontrar una solución negociada entre ambas partes” y que “se necesitan garantías para la seguridad de todos los actores implicados”. Palabras que podrían firmar perfectamente Netanyahu o Biden.
El problema no es solo el silencio. Es, sobre todo, lo que ese silencio encubre. Porque esta no es la primera vez que Moscú y Pekín se cruzan de brazos ante un atropello imperialista. Esta abstención se suma a otras dos que, juntas, dibujan el nuevo mapa del cinismo geopolítico del siglo XXI. Una lógica imperial, pero con otros rostros.
PRIMER ANTECEDENTE: SIRIA, LA RETIRADA Y LOS ABRAZOS CON LOS VERDUGOS
Hace apenas unos pocos meses, la opinión pública mundial fue testigo de algo tan insólito como repugnante: Rusia, supuesta aliada del Estado sirio frente al asedio yihadista, comenzó a rebajar su compromiso con Damasco justo cuando los grupos salafistas más violentos, armados por Occidente y el Golfo, retomaban posiciones. El desenlace fue aún más grotesco: dirigentes y portavoces de milicias integristas, con sangre en las manos, fueron recibidos con todos honores tanto en Moscú como en Washington.
“Ni Rusia ni China vetaron el plan de Trump para Palestina. Se limitaron a dejar hacer. Y en política internacional, dejar hacer es dejar morir.”
Esos mismos “opositores” a los que la propaganda rusa llamaba “ sanguinarios terroristas” cuando bombardeaba sus posiciones, fueron luego efusivamente saludados como interlocutores válidos. ¿Por qué ese giro? Por la sencilla razón de que el régimen de Assad, tras resistir la arremetida, ya no era tan funcional para los nuevos acuerdos regionales. Y Rusia, como potencia capitalista, sabe que en Oriente Medio todo se negocia: gasoductos, puertos, alianzas... o cadáveres.
SEGUNDO ANTECEDENTE: EL SAHARA Y LA TRAICIÓN SILENCIOSA
La abstención de Rusia y China en las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU sobre el Sáhara Occidental también marcó un antes y un después. Se negaron a apoyar la aplicación efectiva del derecho de autodeterminación del pueblo saharaui, alineándose de facto con la ocupación marroquí. La excusa: mantener la “estabilidad regional”. La realidad: preservar relaciones estratégicas y suculentos contratos de inversión.
Rusia ha ampliado su cooperación energética con Rabat, incluyendo proyectos de explotación marítima y acuerdos pesqueros que ignoran por completo la soberanía saharaui. China, por su parte, ha integrado al reino alauita en su proyecto de expansión económica “La Ruta de la Seda”, colocando inversiones en infraestructuras, logística y redes de transporte clave que atraviesan territorios ocupados. Así funciona el nuevo orden multipolar: detrás de cada abstención, hay una licitación.
TERCER ANTECEDENTE: GAZA Y LA CONSAGRACIÓN DEL APARTHEID
Y ahora, Gaza. Mientras los bulldozers israelíes arrasan barrios enteros, y mientras el “plan de paz” de Trump amenaza con institucionalizar el despojo, las grandes potencias del nuevo orden mundial se abstienen. Literalmente. No dicen nada. No vetan. No interrumpen. Se limitan a dejar hacer.
Así, China y Rusia, que en sus discursos se presentan como “amigos del Sur global”, permiten con su pasividad que el apartheid israelí se eleve a la categoria de política internacional reconocida. Y no lo hacen por ingenuidad. Lo hacen porque ya han aceptado que Israel es un actor clave en el entramado tecnológico, logístico y militar que ambas potencias necesitan para consolidar su influencia en África y Oriente Medio.
¿MULTIPOLARIDAD O NEOCOLONIALISMO CON OTRO ACENTO?
Para entender el papel que juegan hoy Rusia y China en el tablero internacional, hace falta soltar de una vez por todas los esquemas que la izquierda heredó del siglo XX. Ni Moscú es ya la capital de una revolución obrera global, ni la China capitalista representa una alternativa socialista a los bloques dominantes. Ambas potencias son, en sus formas y en sus fines, piezas activas de un nuevo modelo de dominación capitalista, que ya no necesita bombardear tanto como antes: le basta con invertir, abstenerse o callar.
“Cuando la izquierda confunde imperialismo con geografía, deja de ser una fuerza de liberación para convertirse en correa de transmisión de otros imperios.”
Ambas desarrollan políticas exteriores guiadas por criterios puramente estratégicos, no por principios emancipadores. Lo hemos visto en el continente africano, donde China ha impuesto relaciones de dependencia con gobiernos títeres a través de la trampa de la deuda, y donde Rusia ha desplegado mercenarios para apuntalar regímenes que le son afines. Lo hemos visto también en América Latina, donde ambas potencias han cultivado relaciones con gobiernos progresistas y reaccionarios por igual, con tal de asegurarse contratos en infraestructuras, energía o seguridad. No se trata ya de solidaridad internacional, sino de alianzas pragmáticas para garantizar presencia, recursos y rentabilidad.
La abstención ante el Plan de Trump para Gaza no es una excepción. Es la confirmación miserable de una regla. Una regla que dice: los derechos de los pueblos no importan si entorpecen los negocios. Y en Gaza, como en el Sáhara o en Siria, lo que hay son recursos, pasos estratégicos, y una resistencia que incomoda.
CUANDO LA IZQUIERDA SE PIERDE EN EL MAPA
Y mientras el cinismo geoestratégico avanza, una parte no desdeñable de la izquierda internacional sigue atrapada en un relato desfasado, que no corresponde ya a la geografia social del presente, incapaz de reconocer quién es quién en el siglo XXI. Se aferran a una nostalgia geopolítica que convierte a Rusia y China en caricaturas heroicas, y a todo conflicto global en una lucha entre el “imperio” y sus supuestos "contrapesos".
Y con esa visión, terminan justificando lo injustificable. Callan cuando Rusia se abraza con fundamentalistas islamistas, o cuando China firma tratados de comercio con regimenes corruptos africanps, o cuando ambas potencias sabotean en la ONU cualquier condena a Israel o a Marruecos.
Se limitan a repetir la fórmula “todo lo que debilite a Estados Unidos es progresista”, sin entender que el problema no es el nombre del amo, sino la existencia de la jaula.
Lo más dramático es que esta confusión no se da sólo entre militantes despistados o foros en redes sociales. Se reproduce también en plataformas, partidos y medios que se reivindican antiimperialistas. Es esa izquierda que celebra cada nueva base militar rusa como si de una victoria del Tercer Mundo se tratara. O que guarda un silencio escandaloso cuando Rusia o China firman acuerdos con los verdugos de los pueblos oprimidos, como ha ocurrido con Israel, Marruecos o Arabia Saudí.
Este fenómeno no es solo ideológico, también es cultural. En parte, es el resultado de décadas de desarme teórico, donde la crítica radical al capitalismo ha sido sustituida por una geopolítica de trinchera que solo sabe ubicarse por oposición.
LA CLASE, ESE ENEMIGO OLVIDADO
Pero toda esta confusión tiene una raíz aún más profunda: el abandono del análisis de clase. Porque si algo ha caracterizado a Rusia y China en las últimas décadas es su transformación en economías capitalistas plenamente integradas al sistema mundial, con oligarquias propias, clases dominantes bien organizadas y una lógica de acumulación sin límites. Lo que hacen en Gaza, en el Sáhara o en Siria, no es neutralidad. Es defensa de sus intereses como potencias en feroz competencia.
Y eso debería ser suficiente para situarlas correctamente en el mapa político del siglo XXI. Pero para eso haría falta recuperar una herramienta que gran parte de la izquierda ha dejado oxidarse: la lucha de clases como eje de análisis. Si la recuperáramos, entenderíamos que los enemigos de los pueblos no son solo los marines ni los fondos buitre, sino también los burócratas que callan ante una masacre para proteger un contrato de gas. También son enemigos los que se abstienen cuando hay que hablar. Los que negocian con el opresor. Los que miran hacia otro lado cuando las bombas caen sobre escuelas palestinas.
ENTRE EL PASADO Y EL FUTURO: EL DESAFÍO DE LA COHERENCIA
El desafío, entonces, no es elegir entre Washington o Pekín, entre la OTAN o los BRICS, entre el dólar o el yuan. El verdadero reto es reconstruir un consecuente internacionalismo entre los asalariados de todo el mundo, que no se someta a ningún imperio ni a ninguna lógica de reparto de influencias. Un internacionalismo que se atreva a decir que el enemigo de mi enemigo también puede ser mi enemigo. Que no hay campos buenos ni potencias redentoras, sino pueblos en lucha. Y que, para esos pueblos, las abstenciones también matan.
Porque mientras Gaza arde, mientras los saharauis resisten en el olvido, mientras Siria es devorada por turbios acuerdos geopoliticos, hay sectores de la izquierda que aún siguen repitiendo con fe ciega el viejo mantra de la multipolaridad. Pero esa multipolaridad, hoy por hoy, no es una esperanza. Es una excusa para que nuevas potencias jueguen el mismo juego de siempre, con reglas distintas, pero con idéntico final para los pueblos: la subordinación.
EL SILENCIO QUE SE NEGOCIA
Si algo han demostrado Rusia y China en los últimos años es que la neutralidad no existe. Que la abstención también es una decisión política. Y que el silencio, en política internacional, casi siempre se compra. Ya sea con gas, con puertos, con armas o con minerales, lo cierto es que el nuevo orden multipolar no está construyendo un mundo más justo, sino un mundo más repartido.
La izquierda que no lo entienda está condenada a ser espectadora —y a veces también cómplice— de ese nuevo reparto. Una izquierda que no señale a los nuevos verdugos, solo porque visten otro uniforme, está desarmando su capacidad crítica. Y una izquierda que no sabe reconocer a los enemigos de clase cuando no llevan estrellas en el hombro o no hablan inglés, es una izquierda que ha perdido su brújula.
Frente a ese panorama, hace falta levantar otra voz. Una que no se arrastre tras las banderas de las grandes potencias, sino que escuche el grito de Gaza, de El Aaiún, de Damasco. Una voz que no se abstenga. Una voz que no se venda. Una voz que diga claramente: ni OTAN, ni Putin, ni Xi.
Con los pueblos, no con los imperios.





























