REDACCIÓN CANARIAS SEMANAL / AGENCIAS DE PRENSA
El pasado 20 de noviembre de 2025, en el curso de una intervención pública difundida por medios estadounidenses y recogida por Agencias de Prensa internacionales, Donald Trump, presidente de EEUU, afirmó que los legisladores demócratas que habían pedido a los militares que no obedecieran órdenes ilegales podrían ser acusados de sedición y castigados incluso con la pena de muerte.
La declaración se produjo como reacción directa a una carta y a varias declaraciones públicas formuladas por algunos congresistas demócratas dirigidas a miembros de las Fuerzas Armadas. En ellas recordaban un principio básico del orden constitucional estadounidense: los militares tienen el deber de rechazar órdenes contrarias a la ley o a la Constitución, incluso si proceden del presidente.
Este recordatorio se hacía en un contexto de creciente tensión política y de preocupación por el uso del poder ejecutivo, especialmente tras los antecedentes de Trump en su anterior mandato.
Trump respondió calificando esa iniciativa como un intento de socavar la autoridad del Estado y animar a la desobediencia dentro del ejército. En su discurso, afirmó que ese comportamiento constituía “sedición del más alto nivel” y sostuvo que quienes lo promovieron eran “traidores a la patria” que debían ser arrestados, juzgados y castigados de forma ejemplar.
Cuando una declaración de esta envergadura se lanza al aire, no conviene quedarse solo en el impacto de la frase. Conviene preguntarse igualmente por qué razones se dice en ese momento y por qué se expresa de esta forma. Y es que raramente el poder habla al azar.
Trump no realizó esta grave afirmación en un periodo de calma institucional. La realizó en circunstancias en las que el sistema político estadounidense está arrastrando una profunda crisis de legitimidad, con una polarización extrema y con una parte importante de la sociedad desconfiando de unas instituciones que ya no garantizan seguridad material ni futuro. En ese contexto, cualquier recordatorio de límites legales se percibe, desde el poder, no como una garantía democrática, sino como una amenaza.
El núcleo del conflicto, pues, no es jurídico, sino político. Lo que está en juego es quién manda realmente y hasta dónde llega esa autoridad. Cuando los legisladores demócratas recuerdan que el Ejército no debe obedecer órdenes ilegales, independientemente de las razones políticas por las que lo estén haciendo, no están llamando realmente a una rebelión, sino indicando algo incómodo: que el poder de Trump no es absoluto. Y eso, en tiempos de crisis, resulta intolerable para quienes conciben el mando como obediencia sin fisuras.
La reacción de Trump revela una lógica muy concreta. En lugar de aceptar la legalidad como límite, la transforma en un arma. Desplaza el conflicto: ya no se discute si una orden puede ser ilegal, sino si cuestionarla equivale a traicionar a la nación. Así, la ley deja de ser un marco común y se convierte en un instrumento al servicio de la autoridad.
El uso del término “sedición” cumple aquí una función clara. Sirve para convertir el disenso en delito, y el desacuerdo político en amenaza existencial. Es una estrategia conocida: cuando el sistema no puede ofrecer soluciones reales a los problemas sociales que se acumulan —desigualdad, precariedad, frustración—, fenómenos sociales que se producían también durante la legislatura demócrata, necesita fabricar enemigos internos que expliquen el malestar y justifiquen el endurecimiento del poder.
Que el conflicto gire en torno al Ejército no es accidental. Las fuerzas armadas representan el último recurso represivo del Estado cuando fallan los mecanismos ordinarios de consenso. Recordar públicamente que incluso ese aparato tiene límites legales equivale a mostrar que hay una grieta en el edificio. Y cuando aparecen grietas, el poder suele responder con advertencias ejemplares, no para castigar solo a quienes disienten, sino para disciplinar al conjunto de la sociedad.
Lo verdaderamente inquietante no es solo la amenaza extrema que Trump formula, sino el hecho de que la exprese con tanta naturalidad. Porque cuando se empieza a hablar de pena de muerte para adversarios políticos, el debate ya no gira en torno a normas o procedimientos, sino a la imposición directa del orden. Y cuando el poder llega a ese punto, no es señal de fortaleza, sino de miedo pavoroso a perder el control.
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