EL ATAQUE AL PETROLERO MERSIN EN SENEGAL Y LA GUERRA QUE SE ACERCA A CANARIAS
"El mar que une a Canarias, Senegal y el Sáhara no debe convertirse en un escenario bélico"
El ataque al petrolero Mersin frente a las costas de Senegal no es - afirma el letrado y analista político José Manuel Rivero - un hecho aislado, sino parte de una guerra que avanza por rutas invisibles. La militarización del Atlántico oriental arrastra a Canarias a un escenario de riesgo ambiental, geopolítico y social.
Por JOSÉ MANUEL RIVERO PARA CANARIAS-SEMANAL.ORG.-
El 27 de noviembre de 2025, frente a Dakar, el petrolero
Mersin —bandera panameña, IMO 9428683, operado por Besiktas Shipping y cargado con unas 39.000 toneladas de crudo vinculado a circuitos petroleros rusos— sufrió varias explosiones externas que lo dejaron sin capacidad operativa. La tripulación fue evacuada, el casco quedó seriamente dañado y el buque pasó a convertirse en un símbolo inquietante de un conflicto que se expande más allá de sus escenarios declarados.
La propia naviera turca, habitualmente parca en sus comunicaciones, difundió un mensaje inusualmente explícito: las explosiones no procedían del interior del buque, había sido un ataque, y a partir de ese momento la compañía abandonaba por completo cualquier operación relacionada con cargamentos rusos. Tal renuncia no es un gesto comercial: es una señal de alarma lanzada desde el corazón del sector marítimo, que rara vez admite públicamente los riesgos geopolíticos a los que se enfrenta.
La elección del objetivo —un barco que transportaba crudo, en un punto aparentemente alejado de los frentes calientes— encaja con una estrategia, en la guerra en Ucrania, que lleva tiempo aplicándose en zonas como el Mar Negro: golpear rutas energéticas, atacar infraestructuras logísticas, seleccionar objetivos en espacios donde la atribución es difícil y la plausibilidad de negación elevada. No es casual que parte de la prensa internacional haya sugerido la implicación de servicios vinculados a Ucrania, en continuidad con la cadena de incidentes que desde 2023 buscan obstaculizar la economía petrolera rusa.
Pero tampoco se pueden descartar operaciones ejecutadas por potencias europeas o atlánticas mediante técnicas de tercerización y encubrimiento, tal como demuestra la larga historia de sabotajes marítimos —desde el Rainbow Warrior hasta los gasoductos Nord Stream— que han marcado la política de las últimas décadas.
La localización del ataque añade otra capa de inquietud. El Atlántico oriental es hoy un espacio sometido a creciente presión militar, comercial y energética, atravesado por rutas que conectan el Golfo de Guinea con Europa, por intereses que se superponen y por una pugna cada vez más visible entre actores regionales y globales. Que un petrolero sea atacado frente a Senegal introduce en este corredor una lógica de guerra que puede extenderse por efecto dominó.
Las aseguradoras recalculan riesgos, las navieras reconsideran itinerarios y los puertos del África occidental comienzan a contemplar escenarios hasta ahora impensables. Este incidente no es un punto aislado, sino un indicador de que el conflicto está entrando en una fase oceánica que afecta a territorios y sociedades que nunca debieron verse arrastrados.
Para Canarias, este hecho no es ajeno. El archipiélago se encuentra en la ruta directa de los tráficos marítimos del Atlántico medio, a unas jornadas de navegación del lugar del ataque y en un entorno donde cualquier incidente grave podría derivar en un vertido catastrófico. Con las 39.000 toneladas de crudo que transportaba el Mersin, un daño mayor en su estructura, un temporal o un fallo durante un eventual remolque habrían bastado para desencadenar una emergencia ambiental de enorme magnitud. El ecosistema canario, frágil y único, no podría soportar un desastre de esa naturaleza. La amenaza medioambiental es real, y forma parte inseparable de la dinámica bélica que se pretende normalizar.
Pero lo que ocurre en Senegal también toca la dimensión política y humana del entorno inmediato. El Atlántico que baña Canarias es el mismo que roza las costas del Sáhara Occidental, donde el pueblo saharaui continúa esperando el ejercicio efectivo de su derecho a la autodeterminación. Allí, como en Senegal o en Canarias, la lógica de imposición, ocupación y silencio diplomático se sostiene gracias a un clima internacional en el que las operaciones encubiertas, los sabotajes marítimos y las violaciones del derecho internacional se toleran sin grandes consecuencias.
El pueblo saharaui vive desde hace décadas bajo las mismas dinámicas de fuerza que ahora aparecen en forma de explosiones contra petroleros en alta mar. Su lucha revela con claridad lo que está en juego: soberanía, justicia, paz y la posibilidad de que África occidental sea un espacio libre de militarización y de guerras invisibles.
Canarias, que dijo NO a la OTAN y cuyo pueblo ha defendido históricamente una posición de neutralidad activa, no puede permanecer como espectador silencioso ante la deriva de un conflicto bélico en el este de Europa que se aproxima cada vez más a sus aguas.
Lo ocurrido frente a Dakar no es un episodio lejano sino una advertencia, un recordatorio de que las guerras contemporáneas no necesitan declararse para extenderse, y que cuando se despliegan en los océanos, su alcance se multiplica en todas direcciones: geopolítica, economía, seguridad, ecosistemas y derechos de los pueblos.
El ataque al Mersin demuestra que el Atlántico está siendo incorporado —sin reconocimiento formal, sin debate público, sin control democrático— a una dinámica de confrontación global. La respuesta no puede ser la resignación ni la aceptación pasiva de la militarización. Canarias debe reafirmar su compromiso con la paz, con la protección del océano y con la defensa de los pueblos que comparten su espacio geográfico y su destino histórico.
Frente a la guerra que se expande en silencio, la única postura verdaderamente responsable es exigir transparencia, desescalar tensiones, defender la legalidad internacional y reivindicar el Atlántico como una zona de cooperación y no de agresión.
El mar que une a Canarias, Senegal y el Sáhara no debe convertirse en un escenario bélico. Debe ser un territorio de paz, de soberanía para los pueblos y de defensa firme del derecho internacional. Y esa posición debe expresarse con claridad, con firmeza y con la convicción de que la paz no es una espera pasiva, sino un acto político de resistencia frente a la lógica de la guerra.
Por JOSÉ MANUEL RIVERO PARA CANARIAS-SEMANAL.ORG.-
El 27 de noviembre de 2025, frente a Dakar, el petrolero
Mersin —bandera panameña, IMO 9428683, operado por Besiktas Shipping y cargado con unas 39.000 toneladas de crudo vinculado a circuitos petroleros rusos— sufrió varias explosiones externas que lo dejaron sin capacidad operativa. La tripulación fue evacuada, el casco quedó seriamente dañado y el buque pasó a convertirse en un símbolo inquietante de un conflicto que se expande más allá de sus escenarios declarados.
La propia naviera turca, habitualmente parca en sus comunicaciones, difundió un mensaje inusualmente explícito: las explosiones no procedían del interior del buque, había sido un ataque, y a partir de ese momento la compañía abandonaba por completo cualquier operación relacionada con cargamentos rusos. Tal renuncia no es un gesto comercial: es una señal de alarma lanzada desde el corazón del sector marítimo, que rara vez admite públicamente los riesgos geopolíticos a los que se enfrenta.
La elección del objetivo —un barco que transportaba crudo, en un punto aparentemente alejado de los frentes calientes— encaja con una estrategia, en la guerra en Ucrania, que lleva tiempo aplicándose en zonas como el Mar Negro: golpear rutas energéticas, atacar infraestructuras logísticas, seleccionar objetivos en espacios donde la atribución es difícil y la plausibilidad de negación elevada. No es casual que parte de la prensa internacional haya sugerido la implicación de servicios vinculados a Ucrania, en continuidad con la cadena de incidentes que desde 2023 buscan obstaculizar la economía petrolera rusa.
Pero tampoco se pueden descartar operaciones ejecutadas por potencias europeas o atlánticas mediante técnicas de tercerización y encubrimiento, tal como demuestra la larga historia de sabotajes marítimos —desde el Rainbow Warrior hasta los gasoductos Nord Stream— que han marcado la política de las últimas décadas.
La localización del ataque añade otra capa de inquietud. El Atlántico oriental es hoy un espacio sometido a creciente presión militar, comercial y energética, atravesado por rutas que conectan el Golfo de Guinea con Europa, por intereses que se superponen y por una pugna cada vez más visible entre actores regionales y globales. Que un petrolero sea atacado frente a Senegal introduce en este corredor una lógica de guerra que puede extenderse por efecto dominó.
Las aseguradoras recalculan riesgos, las navieras reconsideran itinerarios y los puertos del África occidental comienzan a contemplar escenarios hasta ahora impensables. Este incidente no es un punto aislado, sino un indicador de que el conflicto está entrando en una fase oceánica que afecta a territorios y sociedades que nunca debieron verse arrastrados.
Para Canarias, este hecho no es ajeno. El archipiélago se encuentra en la ruta directa de los tráficos marítimos del Atlántico medio, a unas jornadas de navegación del lugar del ataque y en un entorno donde cualquier incidente grave podría derivar en un vertido catastrófico. Con las 39.000 toneladas de crudo que transportaba el Mersin, un daño mayor en su estructura, un temporal o un fallo durante un eventual remolque habrían bastado para desencadenar una emergencia ambiental de enorme magnitud. El ecosistema canario, frágil y único, no podría soportar un desastre de esa naturaleza. La amenaza medioambiental es real, y forma parte inseparable de la dinámica bélica que se pretende normalizar.
Pero lo que ocurre en Senegal también toca la dimensión política y humana del entorno inmediato. El Atlántico que baña Canarias es el mismo que roza las costas del Sáhara Occidental, donde el pueblo saharaui continúa esperando el ejercicio efectivo de su derecho a la autodeterminación. Allí, como en Senegal o en Canarias, la lógica de imposición, ocupación y silencio diplomático se sostiene gracias a un clima internacional en el que las operaciones encubiertas, los sabotajes marítimos y las violaciones del derecho internacional se toleran sin grandes consecuencias.
El pueblo saharaui vive desde hace décadas bajo las mismas dinámicas de fuerza que ahora aparecen en forma de explosiones contra petroleros en alta mar. Su lucha revela con claridad lo que está en juego: soberanía, justicia, paz y la posibilidad de que África occidental sea un espacio libre de militarización y de guerras invisibles.
Canarias, que dijo NO a la OTAN y cuyo pueblo ha defendido históricamente una posición de neutralidad activa, no puede permanecer como espectador silencioso ante la deriva de un conflicto bélico en el este de Europa que se aproxima cada vez más a sus aguas.
Lo ocurrido frente a Dakar no es un episodio lejano sino una advertencia, un recordatorio de que las guerras contemporáneas no necesitan declararse para extenderse, y que cuando se despliegan en los océanos, su alcance se multiplica en todas direcciones: geopolítica, economía, seguridad, ecosistemas y derechos de los pueblos.
El ataque al Mersin demuestra que el Atlántico está siendo incorporado —sin reconocimiento formal, sin debate público, sin control democrático— a una dinámica de confrontación global. La respuesta no puede ser la resignación ni la aceptación pasiva de la militarización. Canarias debe reafirmar su compromiso con la paz, con la protección del océano y con la defensa de los pueblos que comparten su espacio geográfico y su destino histórico.
Frente a la guerra que se expande en silencio, la única postura verdaderamente responsable es exigir transparencia, desescalar tensiones, defender la legalidad internacional y reivindicar el Atlántico como una zona de cooperación y no de agresión.
El mar que une a Canarias, Senegal y el Sáhara no debe convertirse en un escenario bélico. Debe ser un territorio de paz, de soberanía para los pueblos y de defensa firme del derecho internacional. Y esa posición debe expresarse con claridad, con firmeza y con la convicción de que la paz no es una espera pasiva, sino un acto político de resistencia frente a la lógica de la guerra.

































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