
LA BRONCA DIVINA ENTRE ABASCAL Y LOS OBISPOS QUE CONVIRTIÓ JUMILLA EN EL NUEVO VATICANO II
¿Votaría el Espíritu Santo a los ultraderechistas de Vox?
Todo empezó en Jumilla, Murcia, cuando Vox intentó prohibir a los musulmanes rezar en un polideportivo. La Iglesia católica, en un giro inesperado, salió en defensa de la comunidad islámica. Abascal, indignado, acusó a los obispos de estar “comprados” por subvenciones y callar ante los abusos. Desde entonces, la guerra santa se libra en ruedas de prensa, entrevistas y hasta en Twitter, con obispos y políticos lanzando bendiciones y exabruptos como si fueran balones en una pachanga celestial.
POR ADOLFO GARCÍA SÁNCHEZ PARA CANARIAS SEMANAL.ORG
¿Quién dijo que la política española era más aburrida que un tostón? ¿A quién se le ocurrió pensar que la Iglesia estaba ya en retirada, recogida en un piadoso silencio?
Pues nada de eso. Resulta que cuando se mezclan crucifijos, urnas y polideportivos, el resultado de ese cocktail termina siendo una comedia digna de un horario estelar.
La trifulca entre Abascal y los obispos ha demostrado que incluso los guardianes de la fe y los cruzados de la patria pueden terminar tirándose agua bendita, báculos y espadones a la cara.
¿Defender al prójimo o defender la subvención?
Todo comenzó en Jumilla, un municipio perdido de Murcia. Allí los municipios de Vox decidieron que los musulmanes no podían usar el polideportivo para rezar.
Normal, dirán los más carcas: para rezar, nada mejor que un estadio… de fútbol, claro, que ahí sí cabe toda la liturgia patriótica.
Pero, tate, que la Conferencia Episcopal, en un inesperado giro de guion, salió a defender a la comunidad islámica y a recordar que la libertad religiosa no es opcional.
Fue entonces cuando Santiago Abascal, lleno de iracundia patria, reventó. Acusó a los obispos de estar “comprados” con las subvenciones del sanchismo y de callar sigilosamente por los casos de abusos sexuales. Lo cual es algo así como si un chef de hamburguesas acusara a un cura de vender indulgencias.
Pero, hete aquí, que no solo tomaron parte en la trifulca verbal los representantes de la Iglesia "oficial". Al follón se sumaron también las voces de los prelados más guerreros de la jerarquía tridentina.
Desde Oviedo, por ejemplo, el arzobispo Jesús Sanz, sin encomendarse a Dios ni al Diablo, decidió por su cuenta que lo más oportuno era llamar “moritos” a los musulmanes. El hombre parece que en su retorcida forma de pensar, llegó a la conclusión que lo más conveniente para exaltar lo de “ama a tu prójimo”, era utilizar un buen y paternal diminutivo racista.
Piensa, por lo que se ve, el arzobispo Sanz, que si en los países islámicos matan a cristianos, aquí lo justo es negarles por lo menos el uso de los polideportivos. Es, ni más ni menos, que la pura reciprocidad elevada al sumun teológico: Tú me das misa en Damasco, Y yo te doy pista en Jumilla.
Pero claro, a todas estas, asomó por la ventana de la agria polémica el obispo catalán Joan Planellas. Y el intrépido monseñor se atrevió a subir aún más la apuesta:
“Un xenófobo no puede ser nunca un verdadero cristiano”, le espetó en pleno rostro al mismísimo Santiago Abascal.
Y... ¡bingo! En el fragor de la discusión, se agregó el argumento que faltaba: la vieja y conocida competición por repartir carnés de cristianismo.
Cuando la fe se convierte en programa de televisión
Si uno lo piensa bien, este enredo ha tenido más de de reality show, que de otra cosa. El cruzado Abascal, indignado, acusa a los obispos con impía indignación de vivir del presupuesto. Algo que venido de Santiago Abascal, tiene mucha tela marinera, tratándose de un hombre que a lo largo de toda su vida no se ha atrevido a darle un maldito palo al agua.
Los obispos, por su parte, ofendidos, le devuelven el escarnio recordándole que ser xenófobo es incompatible con el cristianismo. Un tardío descubrimiento el de los prelados, después de más de dos mil años de historia, de los que si pudiera recogerse toda la sangre derramada en nombre de la Santa Iglesia Católica, ni siquiera los embalses construidos por el invicto Caudillo de España, y también Cruzado e hijo dilecto de la Iglesia, dispondrían de espacio suficiente para cubrir ese gigantesco menester.
¿Qué diría el público desde el gallinero?
Imagine el lector por un momento esta trifulca dialéctica como si de una obra de teatro popular se tratara. El público —la gente de a pie, la que trabaja, la que no sale nunca en la foto— observa cómo se pelean en lo alto del escenario, y se preguntara:
¿Esta bronca es por Dios o por dinero? ¿Por la salvación de las almas o por el control de las urnas?
Porque al final, lo curioso es que tanto el político ultramontano como los prelados, que nunca en su vida se atrevieron a romper un plato, luchan por fines muy similares: garantizar la obtención de subvenciones. Uno desea hacerlo desde el Parlamento. Los otros, continuar garantizando su preciado patrimonio desde la altura de los púlpitos.
¿Y saben lo que yo les digo? Que quizá lo único realmente cristiano de todo este circo sea aprender a reírse de la solemnidad ridícula con la que los poderosos discuten, como si sus peleas fueran sobre principios eternos y no cuotas crematísticas de influencia.
Porque, seamos sinceros: detrás de tanto incienso y de tanto patrioterismo ultraderechista, a lo que realmente huele es al miedo a perder el sillón desde donde se predica.
POR ADOLFO GARCÍA SÁNCHEZ PARA CANARIAS SEMANAL.ORG
¿Quién dijo que la política española era más aburrida que un tostón? ¿A quién se le ocurrió pensar que la Iglesia estaba ya en retirada, recogida en un piadoso silencio?
Pues nada de eso. Resulta que cuando se mezclan crucifijos, urnas y polideportivos, el resultado de ese cocktail termina siendo una comedia digna de un horario estelar.
La trifulca entre Abascal y los obispos ha demostrado que incluso los guardianes de la fe y los cruzados de la patria pueden terminar tirándose agua bendita, báculos y espadones a la cara.
¿Defender al prójimo o defender la subvención?
Todo comenzó en Jumilla, un municipio perdido de Murcia. Allí los municipios de Vox decidieron que los musulmanes no podían usar el polideportivo para rezar.
Normal, dirán los más carcas: para rezar, nada mejor que un estadio… de fútbol, claro, que ahí sí cabe toda la liturgia patriótica.
Pero, tate, que la Conferencia Episcopal, en un inesperado giro de guion, salió a defender a la comunidad islámica y a recordar que la libertad religiosa no es opcional.
Fue entonces cuando Santiago Abascal, lleno de iracundia patria, reventó. Acusó a los obispos de estar “comprados” con las subvenciones del sanchismo y de callar sigilosamente por los casos de abusos sexuales. Lo cual es algo así como si un chef de hamburguesas acusara a un cura de vender indulgencias.
Pero, hete aquí, que no solo tomaron parte en la trifulca verbal los representantes de la Iglesia "oficial". Al follón se sumaron también las voces de los prelados más guerreros de la jerarquía tridentina.
Desde Oviedo, por ejemplo, el arzobispo Jesús Sanz, sin encomendarse a Dios ni al Diablo, decidió por su cuenta que lo más oportuno era llamar “moritos” a los musulmanes. El hombre parece que en su retorcida forma de pensar, llegó a la conclusión que lo más conveniente para exaltar lo de “ama a tu prójimo”, era utilizar un buen y paternal diminutivo racista.
Piensa, por lo que se ve, el arzobispo Sanz, que si en los países islámicos matan a cristianos, aquí lo justo es negarles por lo menos el uso de los polideportivos. Es, ni más ni menos, que la pura reciprocidad elevada al sumun teológico: Tú me das misa en Damasco, Y yo te doy pista en Jumilla.
Pero claro, a todas estas, asomó por la ventana de la agria polémica el obispo catalán Joan Planellas. Y el intrépido monseñor se atrevió a subir aún más la apuesta:
“Un xenófobo no puede ser nunca un verdadero cristiano”, le espetó en pleno rostro al mismísimo Santiago Abascal.
Y... ¡bingo! En el fragor de la discusión, se agregó el argumento que faltaba: la vieja y conocida competición por repartir carnés de cristianismo.
Cuando la fe se convierte en programa de televisión
Si uno lo piensa bien, este enredo ha tenido más de de reality show, que de otra cosa. El cruzado Abascal, indignado, acusa a los obispos con impía indignación de vivir del presupuesto. Algo que venido de Santiago Abascal, tiene mucha tela marinera, tratándose de un hombre que a lo largo de toda su vida no se ha atrevido a darle un maldito palo al agua.
Los obispos, por su parte, ofendidos, le devuelven el escarnio recordándole que ser xenófobo es incompatible con el cristianismo. Un tardío descubrimiento el de los prelados, después de más de dos mil años de historia, de los que si pudiera recogerse toda la sangre derramada en nombre de la Santa Iglesia Católica, ni siquiera los embalses construidos por el invicto Caudillo de España, y también Cruzado e hijo dilecto de la Iglesia, dispondrían de espacio suficiente para cubrir ese gigantesco menester.
¿Qué diría el público desde el gallinero?
Imagine el lector por un momento esta trifulca dialéctica como si de una obra de teatro popular se tratara. El público —la gente de a pie, la que trabaja, la que no sale nunca en la foto— observa cómo se pelean en lo alto del escenario, y se preguntara:
¿Esta bronca es por Dios o por dinero? ¿Por la salvación de las almas o por el control de las urnas?
Porque al final, lo curioso es que tanto el político ultramontano como los prelados, que nunca en su vida se atrevieron a romper un plato, luchan por fines muy similares: garantizar la obtención de subvenciones. Uno desea hacerlo desde el Parlamento. Los otros, continuar garantizando su preciado patrimonio desde la altura de los púlpitos.
¿Y saben lo que yo les digo? Que quizá lo único realmente cristiano de todo este circo sea aprender a reírse de la solemnidad ridícula con la que los poderosos discuten, como si sus peleas fueran sobre principios eternos y no cuotas crematísticas de influencia.
Porque, seamos sinceros: detrás de tanto incienso y de tanto patrioterismo ultraderechista, a lo que realmente huele es al miedo a perder el sillón desde donde se predica.
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