
EL ABRAZO DEL OSO YANQUI: LIBRE COMERCIO A LA SOMBRA DEL CHANTAJE
Así funciona la “amistad” económica al estilo estadounidense.
Con una mano ofrecen “cooperación” y con la otra aprietan el cuello del socio comercial. Los aranceles trampa de Donald Trump son el último ejemplo de cómo Estados Unidos convierte el libre comercio en un arma de presión política. Un abrazo cálido y diplomático… que termina dejándote sin aire.
POR MENAYITA PARA CANARIAS SEMANAL.ORG
Hay quienes mantienen que el comercio internacional es un noble intercambio de mercancías y cultura. Y luego está Donald Trump, que lo entiende más como un juego de sillas musicales donde él siempre tiene la última silla… y los demás pagan por sentarse.
Según la versión oficial, los acuerdos comerciales de Estados Unidos son pactos entre iguales. Como dos viejos amigos que intercambian regalos en Navidad: tú me das una botella de vino, yo te doy una corbata. Claro que, si eres Trump, el vino lo abres tú mismo, te lo bebes y luego decides que la corbata no era de tu talla, así que impones un “pequeño” arancel para compensar. Nada personal, solo negocios.
El truco —perdón, la “estrategia geopolítica”— es bien simple: firmar concesiones que parecen generosas, pero que esconden una cláusula invisible que dice “si no me gusta cómo respiras, subo los aranceles”. Cada tratado comercial es como un contrato de alquiler con el casero más quisquilloso del barrio, ese que no solo se queda con la fianza, sino que además te cobra por usar el felpudo.
Para el público interno, esto se vende como defensa de la “industria nacional” y recuperación de empleos. En la práctica, el proteccionismo se convierte en un arma diplomática, una especie de multa geopolítica para los países que olvidan quién manda en el vecindario. Porque no es lo mismo venderle acero a Bélgica que venderle acero a quien controla las bases militares, el FMI y medio internet.
Los aranceles trampas funcionan como esos interruptores que hoy hay en los hoteles, que solo encienden la luz si insertas la tarjeta de la habitación. Estados Unidos tiene la tarjeta, el interruptor y la factura de la luz. Y si te portas mal, te deja a oscuras.
La belleza de este mecanismo es que se disfraza de legalidad. No es un embargo abierto ni una sanción declarada: es “el cumplimiento estricto del tratado”. Una herramienta tan flexible que puede aplicarse a tu acero, a tu agricultura o, llegado el caso, a tu propia soberanía.
Pero no todo es malo. También hay un toque un pedagógico muy interesante: los países aprenden rápidamente que “acuerdo” no significa “igualdad” sino “te dejo jugar con mi pelota, pero yo decido las reglas y cuándo acaba el partido”. Un curso intensivo de relaciones internacionales versión libre mercado.
Y si alguien protesta, la respuesta es sencilla: “No es coerción, es defensa nacional”. Porque, como en toda buena película de acción, el héroe siempre justifica sus golpes como una forma de proteger a los inocentes… aunque esos inocentes vivan a miles de kilómetros y no recuerden haber pedido tal protección.
En el fondo y mirándolos bien, los aranceles trampa son como la poesía: combinan la métrica del comercio con la rima de la política de poder. Un soneto que empieza hablando de excedentes agrícolas y termina dictando tu política exterior. Y todo sin disparar un solo tiro.
Claro que, como toda relación basada en el chantaje, tiene sus riesgos. Algún día, alguno de esos “socios comerciales” podría cansarse de pagar tanto peaje y decidir buscarse otros amigos.
Pero hasta entonces, Trump y compañía seguirán repartiendo concesiones que son como los abrazos del oso: cálidos, envolventes… pero mortalmente asfixiantes.
POR MENAYITA PARA CANARIAS SEMANAL.ORG
Hay quienes mantienen que el comercio internacional es un noble intercambio de mercancías y cultura. Y luego está Donald Trump, que lo entiende más como un juego de sillas musicales donde él siempre tiene la última silla… y los demás pagan por sentarse.
Según la versión oficial, los acuerdos comerciales de Estados Unidos son pactos entre iguales. Como dos viejos amigos que intercambian regalos en Navidad: tú me das una botella de vino, yo te doy una corbata. Claro que, si eres Trump, el vino lo abres tú mismo, te lo bebes y luego decides que la corbata no era de tu talla, así que impones un “pequeño” arancel para compensar. Nada personal, solo negocios.
El truco —perdón, la “estrategia geopolítica”— es bien simple: firmar concesiones que parecen generosas, pero que esconden una cláusula invisible que dice “si no me gusta cómo respiras, subo los aranceles”. Cada tratado comercial es como un contrato de alquiler con el casero más quisquilloso del barrio, ese que no solo se queda con la fianza, sino que además te cobra por usar el felpudo.
Para el público interno, esto se vende como defensa de la “industria nacional” y recuperación de empleos. En la práctica, el proteccionismo se convierte en un arma diplomática, una especie de multa geopolítica para los países que olvidan quién manda en el vecindario. Porque no es lo mismo venderle acero a Bélgica que venderle acero a quien controla las bases militares, el FMI y medio internet.
Los aranceles trampas funcionan como esos interruptores que hoy hay en los hoteles, que solo encienden la luz si insertas la tarjeta de la habitación. Estados Unidos tiene la tarjeta, el interruptor y la factura de la luz. Y si te portas mal, te deja a oscuras.
La belleza de este mecanismo es que se disfraza de legalidad. No es un embargo abierto ni una sanción declarada: es “el cumplimiento estricto del tratado”. Una herramienta tan flexible que puede aplicarse a tu acero, a tu agricultura o, llegado el caso, a tu propia soberanía.
Pero no todo es malo. También hay un toque un pedagógico muy interesante: los países aprenden rápidamente que “acuerdo” no significa “igualdad” sino “te dejo jugar con mi pelota, pero yo decido las reglas y cuándo acaba el partido”. Un curso intensivo de relaciones internacionales versión libre mercado.
Y si alguien protesta, la respuesta es sencilla: “No es coerción, es defensa nacional”. Porque, como en toda buena película de acción, el héroe siempre justifica sus golpes como una forma de proteger a los inocentes… aunque esos inocentes vivan a miles de kilómetros y no recuerden haber pedido tal protección.
En el fondo y mirándolos bien, los aranceles trampa son como la poesía: combinan la métrica del comercio con la rima de la política de poder. Un soneto que empieza hablando de excedentes agrícolas y termina dictando tu política exterior. Y todo sin disparar un solo tiro.
Claro que, como toda relación basada en el chantaje, tiene sus riesgos. Algún día, alguno de esos “socios comerciales” podría cansarse de pagar tanto peaje y decidir buscarse otros amigos.
Pero hasta entonces, Trump y compañía seguirán repartiendo concesiones que son como los abrazos del oso: cálidos, envolventes… pero mortalmente asfixiantes.
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