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Viernes, 26 de Diciembre de 2025 Tiempo de lectura:
Anécdotas desconocidas del franquismo

(EPISODIO I) EL JABALÍ QUE NO SALUDÓ AL CAUDILLO

Una mañana de caza en la Espana de los años de plomo, un disparo fallido y la escena que no pudo pasar por el filtro del NO-DO

Fue solo un segundo, apenas una grieta en la escenografía del poder. Un jabalí rompió la escena, el Caudillo corrió despavorido y el mito del control absoluto se tambaleó. No hay fotos, no hay vídeo, pero sí memoria. Y eso basta para entender cómo incluso la dictadura más férrea podía descomponerse ante lo imprevisible.

POR MÁXIMO RELTI PARA CANARIAS SEMANAL.ORG.-

 

   Aquella  mañana había sido diseñada para el éxito. El aire frío, [Img #88787]limpio, casi heroico; el monte dispuesto como un escenario natural; los hombres colocados en sus puestos con la precisión de una coreografía militar.

 

    La cacería no era solo una cacería. Era un auténtico acto político sin discurso, una ceremonia muda donde el poder se representaba a sí mismo como dominio absoluto.

 

     En el centro de todo, como si de una suerte de pantocrator se tratara, Francisco Franco. Escopeta en mano. Gestos contenidos. Silencio alrededor. Nadie hablaba si no era necesario. Nadie se movía más de lo debido. El invicto Caudillo cazaba y el país, metafóricamente, contenía la respiración.

 

    La caza era uno de los rituales favoritos del Régimen. Las cámaras del NO-DO sabían qué ángulo buscar: firmeza, control, virilidad. El animal debía caer a tiempo, en el lugar previsto, como una confirmación simbólica de que todo estaba en orden. Pero la naturaleza salvaje del monte, a diferencia del país, no siempre sabía obedecer.

 

    El jabalí apareció rompiendo la maleza con un ruido seco, torpe, real. No era una metáfora ni un figurante. Era carne, puro músculo y furia, mucha furia. Franco se encaró y disparó.

    Y falló.

     Ese instante —mínimo, irrepetible— es el corazón de esta historia. Porque en él se deshizo el guion. El animal no cayó. Lejos de hacerlo, cargó su furia contra el que había disparado. Y el tiempo, que hasta ese momento parecía disciplinado, repentinamente se tornó caótico, casi republicano.

 

   El jabalí embistió con una violencia inesperada. Los escoltas, desconcertados, dudaron por una fracción de segundo. Y entonces ocurrió lo impensable: el Caudillo echó a correr, a la vez que emitía los gritítos atiplados propios del terror humano de quien, por un momento, imagina  va a ser devorado por una bestia, pero impropios de un gran Caudillo de España que nunca llegó a conocer la derrota en los campos de la batalla fraticida.  

 

    Aquella ridícula escena nada tenía que ver con una retirada elegante, que era la que se esperaba de tan egregio personaje. No se produjo en el rostro del hombre que presumía de tener baraka, el gesto épico que todos hubieran deseado de él.

 

   La huida fue breve, brevísima, pero también torpe e indecorosamente vulgar. Botas entre las ramas, respiración disparada, abundante espumilla en la comisura de los labios, órdenes entrecortadamente cruzadas...

 

     El poder habia sido repentinamente desprovisto del atril y del micrófono, miserablemente reducido a un cuerpo pequeño, enjuto, barrigón y visiblemente vulnerable en medio de la desordenada hojarasca del monte.

 

    Los otros cazadores terminaron, por fin, reaccionando. Ráfagas de disparos y el animal cayó abruptamente fulminado. El ruido se apagó. El silencio volvió a ocupar el lugar que jerárquicamente le correspondía. Pero ya no era el mismo.

 

    Franco regresó al grupo lívido, pálidamente transparente, sin musitar la más mínima palabra. El rostro serio, hermético. Como si aquello no hubiera ido con él. Casi parecía que de un momento a otro, se pondría a silbar para encubrir bajo el disimulo, los restos gestuales del pánico sufrido. Nadie comentó nada.  Nadie se permitió el más leve atisbo de una levísima sonrisa que aliviara la tensión ambiental. La escena se archivó en la memoria de los presentes con una instrucción drásticamente tácita: esto no ha sucedido nunca.

 

Y, oficialmente, así fue: jamás ocurrió.

 

   El NO-DO no mostró la frenética carrera de aquel Viriato ibérico que había logrado por primera vez en la historia vencer al comunismo. No hubo imágenes, ni del rostro del miedo ni del susto. La cacería reapareció en los noticiarios como siempre: ordenada, limpia, disciplinada y triunfal. El jabalí, reducido a un mero trofeo. Y el dictador, siempre intacto, invicto, por encima de las debilidades humanas.

 

   Pero la historia, esa alcahueta que siempre escudriña entre los rincones de la mierda y la pestilencia de las cloacas, dispone de sutiles mecanismos de transmisión. Guardó la memoria del ridículo evento en los testimonios orales, las memorias privadas y las biografías postfranquistas. Historiadores como Paul Preston y Julián Casanova se encargaron de recoger el eco de aquel momento que nunca llegó a ser filmado.

 

    No es esta una anécdota menor. Tampoco una burla fácil. Fue una grieta. Un segundo en el que la imagen de control absoluto se resquebraja y deja ver lo que hay detrás: un sistema que depende de que nada se permita salir del encuadre.

 

    Aquel jabalí no sabía quién era Franco. No conocía consignas ni rituales. No entendía de silencios impuestos. Y quizá por eso hizo lo que nadie más se atrevía: romper la escena y, con ella, la imagen sublime con la que el dictador se había contado a sí mismo.

 

   El poder, claro, volvió a recomponerse. Siempre lo hacía. Pero desde entonces, en algún rincón del monte y de la memoria de los presentes, quedó la certeza de que incluso aquel Régimen sin escrúpulos podría verse un día catastróficamente desbordado por lo imprevisible.

   Y eso, en un país acostumbrado a la obediencia, era casi subversivo.

 

 FUENTES DE ESTOS EPISODIOS

Paul Preston, Franco: Caudillo de España. Debate.
https://www.penguinlibros.com/es/biografias/26361-libro-franco-9788499898101

Paul Preston, El gran manipulador. 

Julián Casanova, La Iglesia de Franco.

Próxima entrega · Episodio II
El villancico que no pasó el filtro: cuando una canción infantil dijo demasiado en la Navidad del régimen.

 

 
 
 
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