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MOLDAVIA, CENTINELA DEL ESTE: FABRICAR EL MIEDO PARA MILITARIZAR EUROPA

El mar Negro como objetivo estratégico central

Moldavia se ha convertido -afirma el analista político Eduardo Luque- en el nuevo laboratorio de la OTAN para fabricar miedo y justificar la militarización del este europeo. Entre rumores inflados, provocaciones mediáticas y operaciones políticas cuidadosamente planificadas, Europa se desliza hacia un escenario de confrontación directa con Rusia.

Por EDUARDO LUQUE PARA CANARIAS-SEMANAL.ORG.-

 

[Img #86910]   Las provocaciones otanistas se suceden con una cadencia programada, siempre en la misma dirección: promover un estado de guerra entre los países de la Alianza Atlántica y Rusia.

 

   A finales de febrero, sin pruebas y con gran aparato mediático, se acusó a Moscú de haber cortado los cables submarinos de energía y comunicaciones de Internet en el mar Báltico. El ministro de Defensa alemán de entonces, Boris Pistorius, llegó a calificarlo de “sabotaje”. Sin embargo, la noticia se derrumbó poco después: las autoridades de EE. UU. y de varios países occidentales concluyeron que no había habido tal provocación. Pero el daño ya estaba hecho: titulares, portadas y discursos alarmistas habían sembrado la sospecha.

 

   Reino Unido se sumó al coro acusando a Rusia de un ciberataque contra su sistema nacional de salud. Finalmente, el propio gobierno británico admitió que no existió tal ofensiva y que solo lo planteaban como una “hipótesis futura”. Fue un engaño consciente, amplificado por medios que en suelo británico alimentan una intensa campaña de demonización de todo lo ruso.

 

   El guion se repitió poco después: primero fue la supuesta interferencia del GPS del avión que trasladaba a Ursula von der Leyen a Polonia, noticia atribuida a un periodista anónimo y desmentida después por el propio gobierno búlgaro. El caso fue aprovechado por el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, para advertir que “todos estamos en el flanco oriental, ya sea que vivamos en Londres o en Tallin”, un mensaje diseñado para situar a toda Europa en estado de alerta.

 

   A continuación, Rumanía y Polonia acusaron a Rusia de violar su espacio aéreo con drones militares, lo que Moscú negó categóricamente. Las autoridades polacas, de hecho, fueron incapaces de precisar cuántos drones habrían entrado en su territorio: primero hablaron de dos, luego de diez, más tarde de veinte. Además, los drones habrían tenido que recorrer unos 1.000 km desde su base de lanzamiento, cuando su autonomía real no supera los 700. El único daño reportado se produjo en una vivienda particular, cerca de la frontera ucraniana, causado por un misil lanzado por un caza polaco.

 

   Mark Rutte, secretario general de la OTAN, dio el siguiente paso: anunció la Operación Centinela del Este, concebida para “proteger” el flanco oriental de Europa. En realidad, se trataba de una operación política y militar ya preparada de antemano. Su objetivo era legitimar la militarización acelerada, utilizando el miedo para justificar el rearme.

 

   Se aprovechó el caso de los drones polacos para inventar una excusa: Rusia habría lanzado drones contra países aliados. Un ejemplo perfecto de cómo un rumor se pretende transformar en una “amenaza existencial”.

 

   A todo ello se sumó el cierre de aeropuertos en Dinamarca por el sobrevuelo de varios drones (atribuido, evidentemente, a Rusia). La respuesta militar fue inmediata: Francia desplegó aviones Rafale en Polonia, Alemania duplicó el número de Eurofighters y Reino Unido envió cazas Typhoon. Rumanía también se incorporó al guion denunciando un supuesto ataque con drones rusos y convocando al embajador de Moscú, en un gesto claramente coreografiado. Todo ello acompañado por declaraciones inflamadas y titulares que buscan confirmar la tesis prefabricada de la “amenaza rusa”.

 

   En este clima, Polonia y Ucrania reavivan la idea de cerrar los cielos ucranianos, sabiendo que una zona de exclusión aérea significaría el inicio de un conflicto directo entre la OTAN y Moscú. Dmitri Medvédev, vicepresidente del Consejo de Seguridad de la Federación Rusa, lo dijo sin rodeos: si los países aliados dan ese paso, estallará una guerra abierta. Desde el Kremlin, el propio secretario de prensa Dmitri Peskov fue aún más tajante: la OTAN ya está en guerra contra Rusia al brindar apoyo directo e indirecto al régimen de Kiev, una idea compartida incluso por el siempre cauto ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov.

 

  Desde Washington y Bruselas, las declaraciones se amontonan, se contradicen y luego, como hemos visto, se desmienten. Todo responde a un mismo patrón: generar temor para cohesionar a la OTAN subordinando a Europa al dictado de Washington.

 

  La histeria que se pretende provocar en los países fronterizos con Ucrania no es una simple maniobra electoral: responde a un objetivo estratégico. Ese objetivo es el control del mar Negro, un nodo vital para dominar el tránsito marítimo, energético y comercial, donde Odesa —junto a Crimea— se perfila como pieza clave. Para la OTAN, la UE y el Reino Unido, Ucrania y Moldavia representan un frente decisivo para contener a Rusia.

 

   Desde la Guerra de Crimea (1853-1856), Londres sueña con controlar la salida al mar Negro como vía para frenar la influencia rusa en la región. Documentos y acuerdos recientes entre Reino Unido y Kiev revelan que integrar Odesa bajo control occidental es la finalidad estratégica, en un contexto marcado por la derrota militar del ejército ucraniano.

 

  Macron, por su parte, necesita una victoria militar frente a Rusia para reflotar su imagen pública, hundida en apenas un 17 % de aceptación. Moldavia se convierte, así, en una pieza más de la estrategia geopolítica destinada a asegurar el dominio occidental del mar Negro y negar a Rusia cualquier salida marítima estratégica sin supervisión. Controlar Moldavia implica presionar a Transnistria —enclave donde viven más de un cuarto de millón de rusos y donde están desplegados unos 1.500 efectivos en misión de paz—. No solo sería una victoria simbólica (humillar a Rusia conquistando una exrepública soviética), sino también un paso decisivo para alterar el equilibrio militar y económico en la región, asegurando una posición dominante que convertiría a Europa Oriental en un peón clave del tablero anglosajón.

 

   En este marco, la Unión Europea ha intensificado su apoyo a Moldavia en los últimos años, especialmente desde 2022, cuando le concedió el estatus de candidato. En junio de 2024, la UE abrió formalmente las negociaciones de adhesión con el país. Además, desplegó la Misión de Asociación de la UE en Moldavia (EUPM), con un presupuesto de más de 19,8 millones de euros, destinada a proporcionar asesoramiento estratégico en el ámbito de la seguridad electoral.

 

   Es clave en esta estrategia que Maia Sandu siga en la presidencia en las cruciales elecciones del 28 de septiembre. No en vano, la UE promovió el cuestionado proceso electoral de 2024 que renovó su mandato: Sandu, antigua funcionaria del Banco Mundial, estuvo a punto de perder el referéndum de adhesión a la UE e incluso la propia presidencia. Fue decisivo el voto de la emigración, ampliamente potenciado desde Occidente: para 600.000 censados en la UE se instalaron 240 colegios electorales y se financiaron viajes; en cambio, para los cerca de 500.000 moldavos censados en Rusia se habilitaron apenas dos urnas.

 

   La sociedad moldava, y no sin motivos, ha desconfiado de la casta política prooccidental que ha gobernado el país. Entre 2012 y 2014, dirigentes proeuropeos en el poder organizaron una estructura financiera que permitió hacer desaparecer 1.000 millones de dólares (el 12 % del PIB). Señalados y perseguidos, los autores del desfalco —conocido como “Landromat”— encontraron refugio en países de la UE, que nunca respondieron a las demandas de extradición de la justicia moldava. Con esos fondos, la Fundación Open Dialog financió sucesivas campañas hasta llevar a Sandu a la presidencia. Como en el caso rumano de 2024, la UE solo admite como democráticas las elecciones que le son favorables.

 

  En este momento, la tensión política interna se agrava con la represión previa a los comicios del 28 de septiembre. En las últimas semanas, las autoridades moldavas han detenido a activistas de la oposición bajo el pretexto de medidas de seguridad nacional. Para los críticos con el gobierno de Sandu, las detenciones buscan silenciar la disidencia y consolidar el poder del Partido de Acción y Solidaridad (PAS). Estas acciones, sumadas a la estrategia electoral y a la presión externa, configuran un escenario de creciente confrontación.

 

  La provocación actual no debe entenderse como una mera escalada aislada: forma parte de una estrategia deliberada de desestabilización diseñada para provocar a Rusia y justificar la apertura de un segundo frente.

 

  Evidentemente, el objetivo final es más ambicioso que el caso moldavo: Europa —y, en particular, el Reino Unido— busca instalar y controlar militarmente Odesa. La presencia militar francesa en Moldavia añade un elemento de tensión adicional. Tropas desplegadas en la frontera rumana y en el interior del país bajo mando de la UE podrían convertirse en un factor clave si los resultados electorales no favorecen los intereses prooccidentales. En tal escenario, no puede descartarse una intervención directa, similar a otras operaciones occidentales en Europa del Este, con el objetivo de asegurar la alineación estratégica de Moldavia y el asalto a Transnistria.

 

  En definitiva, la situación moldava no puede entenderse sin vincularla a un diseño estratégico mayor, donde elecciones, manipulación del voto exterior, represión interna y presencia militar forman parte de un mismo engranaje. Moldavia emerge como nuevo escenario de confrontación geopolítica, un tablero donde se dirimen los intereses de la OTAN y donde el control de Odesa se perfila como clave de la próxima fase de competencia entre Occidente y Rusia.

 

 Conclusión

 

   La Guerra de Crimea, hace 150 años, fue en esencia una lucha por el acceso al Mediterráneo y el control marítimo frente a Rusia. Hoy la historia parece repetirse: Reino Unido, la OTAN y la UE impulsan  una estrategia sistemática para convertir a Moldavia y Odesa en un nuevo frente oriental, replicando los objetivos de hace siglo y medio.

 

  Odesa se presenta como la pieza central para establecer el control militar en el mar Negro, mientras que Moldavia sería la puerta de entrada a esa proyección estratégica. Esto revela que la confrontación actual no es un conflicto aislado, sino parte de una continuidad histórica: los intereses geopolíticos de Occidente mantienen la misma lógica de contención y control que en la Guerra de Crimea, adaptada ahora a las condiciones del siglo XXI.

 

 
 
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