La guerra en Siria ha sido una de las tragedias más devastadoras del siglo XXI. Hoy, más de una década después del comienzo de la guerra, Siria ha sido reducida a un mosaico de facciones armadas, ocupaciones extranjeras y un régimen islamista que persigue a minorías religiosas y políticas. Estados Unidos, que en el discurso oficial se presenta como defensor de la democracia, ha jugado un papel central en el financiamiento y entrenamiento de grupos extremistas, desestabilizando un país clave en la geopolítica de Medio Oriente.
"Estados Unidos no luchó contra el terrorismo en Siria: lo financió, lo entrenó y lo usó para desestabilizar la región."
Desde el inicio de la guerra, la intervención de Washington se justificó bajo la bandera de la lucha por la libertad y los derechos humanos. Sin embargo, documentos y testimonios han demostrado que, lejos de buscar una transición democrática, la Casa Blanca priorizó el derrocamiento de Bashar al-Assad utilizando cualquier medio para ello.
La operación Timber Sycamore, ejecutada bajo la administración de Barack Obama, canalizó miles de millones de dólares en armamento y logística a grupos opositores, muchos de ellos vinculados a Al-Qaeda y posteriormente al Estado Islámico (ISIS).
Esta estrategia de apoyo indirecto al terrorismo no era nueva: en 2007, el periodista Seymour Hersh había advertido en su artículo The Redirection que EE.UU. estaba cambiando su enfoque en Medio Oriente, pasando de combatir a Al-Qaeda a utilizarla como herramienta para debilitar gobiernos que no se alineaban con su hegemonía.
"Mientras Siria se desangra, EE.UU., Turquía e Israel se reparten sus recursos estratégicos."
El resultado de esta intervención ha sido catastrófico. Siria, que antes de la guerra mantenía una sociedad relativamente estable y diversa, ha sido fragmentada en múltiples zonas de influencia. En el noreste, las fuerzas kurdas, respaldadas por EE.UU., controlan vastos territorios ricos en petróleo y recursos agrícolas.
En el norte, Turquía ha ocupado franjas de territorio bajo el pretexto de luchar contra grupos separatistas kurdos, pero en realidad expandiendo su presencia en suelo sirio. Israel, por su parte, ha consolidado su control sobre los Altos del Golán y ha avanzado en la apropiación de recursos estratégicos en el sur del país.
Sin embargo, el golpe final llegó en 2024 con el ascenso de Hayat Tahrir al-Sham (HTS), un grupo yihadista nacido de Al-Qaeda que logró consolidar su poder tras la caída del gobierno de Assad. Bajo el liderazgo de Abu Mohammad al-Julani, HTS ha impuesto un régimen basado en la sharía, eliminando derechos fundamentales y persiguiendo a minorías religiosas y opositores políticos.
El Partido Comunista Sirio, uno de los últimos bastiones de la resistencia socialista en la región, fue declarado ilegal, y sus miembros han sido encarcelados o ejecutados. En un comunicado reciente, el partido denunció que, desde la toma del poder por HTS en diciembre de 2024,
“decenas de miles de trabajadores han sido despedidos, instalaciones estatales han sido liquidadas y la discriminación religiosa ha aumentado drásticamente”.
Los testimonios de ciudadanos sirios reflejan la crudeza de la nueva realidad. Fatima, refugiada en Líbano, cuenta que su esposo, funcionario público en Homs, desapareció tras la llegada de HTS.
“Nos dijeron que lo mataron por ser alauita. Allí ya no hay futuro”, relata con desesperación.
Ahmed, habitante de Alepo, confirma el clima de persecución sectaria:
“Antes no importaba la religión, todos éramos sirios. Ahora, si eres alauita o cristiano corres peligro”.
Estas voces, recogidas por medios como Middle East Eye y The Cradle, reflejan el impacto devastador de la toma del poder por grupos extremistas apoyados, directa o indirectamente, por Occidente.
Mientras Siria se desangra, las potencias extranjeras siguen asegurando sus intereses en la región. Estados Unidos, lejos de preocuparse por la restauración de la paz, mantiene su ocupación de los campos petrolíferos en el noreste del país, garantizando que los recursos energéticos sirios sigan bajo su control. Turquía continúa su expansión territorial en el norte, mientras Israel avanza en la anexión de territorios estratégicos. La fragmentación de Siria beneficia a estas potencias, pues un país dividido y debilitado es más fácil de controlar y explotar.
"Mientras Siria se desangra, EE.UU., Turquía e Israel se reparten sus recursos estratégicos."
El ascenso del régimen islamista de HTS ha borrado los últimos vestigios de pluralismo y tolerancia que alguna vez definieron a la sociedad siria. Desde la prohibición de partidos opositores hasta la ejecución de disidentes, el nuevo gobierno no solo ha impuesto una dictadura religiosa, sino que también ha sellado el destino de Siria como un estado fallido, sin soberanía y a merced de intereses externos. Al abandonar el país, muchos sirios expresan la misma tristeza:
“Antes, nadie preguntaba por la religión de nadie. Ahora, nos matan por ella”.
Lejos de ser una guerra civil espontánea, el conflicto en Siria ha sido un laboratorio de intervención imperialista, donde Estados Unidos y sus aliados han utilizado a grupos extremistas como instrumentos para reconfigurar el mapa de Medio Oriente.
A diferencia de la narrativa oficial que presenta a Washington como el defensor de la democracia, la realidad demuestra que su intervención ha llevado a la destrucción de un país entero, al ascenso del terrorismo y a la perpetuación del caos en la región. Como en Irak, Libia y Afganistán, el objetivo nunca fue la estabilidad, sino la dominación y el saqueo. Siria, que una vez fue un país soberano y diverso, ha sido desmembrada por las garras del imperialismo y sus títeres.
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