POR MANUEL MEDINA (*) PARA CANARIAS SEMANAL.ORG.-
Aquel invierno de 1975 la sala donde se reunían los actores olía a tabaco, café recalentado y urgencia. Afuera, Madrid era un hervidero de protestas y temores. Franco agonizaba en un hospital y la calle reclamaba cambios. Entre ese bullicio surgió la figura inquebrantable de Lola Gaos. Alta, delgada, con un porte que desafiaba su aparente fragilidad física, tenía una voz ronca y potente que irrumpía en las asambleas como un disparo de conciencia.
Era hija de intelectuales republicanos, hermana de filósofos silenciados tras la Guerra Civil. Había crecido sin rendirse nunca a la tristeza ni al miedo. Con 54 años mantenía la costumbre de hablar claro y con pocas palabras. Una costumbre que, en aquellos días, podía ser peligrosa.
Los días parecían infinitos. Las reuniones se alargaban hasta la
madrugada, envueltas en planes y discusiones. Mientras, la policía merodeaba las puertas, nerviosa y hostil. Entre los compañeros se hablaba con un tono solemne de “la huelga” como si fuera una gesta de dimensiones épicas. Y lo era. Por primera vez, más de dos mil setecientos actores en todo el país se disponían a parar para exigir un día de descanso semanal y una representación sindical propia, libre del yugo franquista. Era la huelga de los actores que cambiaría la imagen del teatro, la televisión y el cine españoles. Cambiaría también la vida de Lola, aunque ella había comenzado a luchar mucho tiempo antes.
El Sindicato Nacional del Espectáculo, una pieza más en el engranaje vertical de la dictadura, amparaba a empresarios y dejaba desprotegidos a los artistas. Al llamarlos “artistas”, se escabullían de la condición de “trabajadores” y así se anulaban sus derechos. A Lola, sin embargo, poco le importaban los eufemismos. Para ella, la injusticia tenía un aroma insoportable. No eran tiempos de fingir elegancia. Se levantaba en la asamblea y hacía que el silencio calara hondo.
“Nos llaman artistas para negar que somos obreros”, tronaba con su voz áspera.
La gente la miraba con admiración, con ese respeto que nace de quien, pese a la adversidad, no se quiebra.
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La muerte del dictador acercó nuevos bríos a la calle pero las cloacas del régimen seguían intactas. La transición prometía un cambio pacífico y ejemplar, o eso repetían los titulares y los políticos que se presentaban como héroes. Lola no se creía ese relato. Había visto a su familia perder todo tras la guerra, sabía bien cuánto tardaban en cicatrizar las heridas y cómo los poderosos se arropaban en la impunidad.
“Aquí no se limpia nada”, decía con ironía, “solo cambian los sellos y las banderas”. Esa mirada crítica la llevó a sumarse a toda movilización que reivindicara memoria y justicia. Firmaba manifiestos, se metía en fábricas a apoyar a los obreros en huelga, acudía a homenajes a escritores republicanos. Así, con esa convicción vieja y firme, se convirtió en uno de los rostros imprescindibles de la militancia cultural.
Cuando estalló la huelga de actores, a inicios de febrero de 1975, ella formó parte del “comité de los once”, ese grupo electo por la profesión para negociar con los empresarios y con el Ministerio de Información y Turismo. Pasó días atrincherada en los locales del sindicato vertical de la Cuesta de Santo Domingo, en asamblea permanente junto a un centenar de compañeros. Recibieron amenazas, presiones, y la prensa del régimen los ridiculizaba describiéndolos como “artistas bohemios que no entienden la realidad económica”. Pero no retrocedieron. Cada mañana, Lola se sentaba en el suelo, con un cigarrillo entre los dedos, y repasaba con otros actores los pasos a seguir. “Solo queremos dignidad”, repetía.
A veces, las anécdotas rozaban el absurdo. Hubo un día en que el máximo responsable del Sindicato del Espectáculo, ofuscado, empujó a Lola porque no quería desalojar el local. Ella, sin perder la compostura, le sostuvo la mirada y se quedó en silencio. Aquello fue más poderoso que cualquier insulto.
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Otra jornada, la policía detuvo a un grupo de compañeros que cumplían con la labor de “piquete informativo”. Los multaron con cantidades desorbitadas. Entre todos pagaron, dejando claro que la unidad era la esencia de aquella huelga. Hasta estrellas de relumbrón como Sara Montiel y Lola Flores terminaron por sumarse a la huelga, comprendiendo que la reivindicación era justa y que la precariedad no distinguía entre vedettes y actores de segunda fila.
En esos días, alguien escribió en un diario que el teatro cerraba sus puertas y dejaba a la ciudad a solas con su conciencia. Era una manera poética de decir que, sin actores, Madrid perdía su refugio ante la incertidumbre. El teatro reflejaba la vida, y la vida estaba convulsa, repleta de paros y manifestaciones. La huelga de actores, sin embargo, no se limitaba a un reclamo laboral: era un golpe contra la línea de flotación del sindicato franquista. Un desafío a la narrativa de “normalidad” que intentaba imponer el gobierno en sus últimos estertores.
Después de nueve días, la huelga concluyó sin que se cumplieran todas las aspiraciones. Se logró arrancar el día de descanso semanal, pero no se obtuvo el reconocimiento legal del comité elegido por la profesión. La victoria, sin embargo, fue moral y sentó las bases para futuras conquistas. El mito del actor frívolo e individualista se vino abajo. Eran trabajadores, y el país entero había sido testigo de su determinación.
Lola Gaos, por su parte, siguió en pie de lucha. Cuando en 1977 se aprobó la amnistía que impedía juzgar a torturadores y jerarcas franquistas, ella alzó la voz para denunciar que aquello era una estafa, un apaño para perpetuar la impunidad.
“Si nadie paga por los crímenes, ¿qué justicia cabe esperar?”, decía con ese tono seco que la caracterizaba.
La transición se presentaba como un pacto modélico entre fuerzas opuestas, pero ella veía la sombra del continuismo. Los uniformes no cambiaban, solo renovaban los discursos. En las calles, mucha gente compartía ese malestar. Había manifestaciones feministas que reclamaban el derecho al aborto, protestas estudiantiles, el auge de movimientos ecologistas y vecinales. Y allí aparecía Lola, siempre con el mismo gesto adusto y la risa breve, dispuesta a firmar, marchar, repartir panfletos o recitar versos de Lorca. Con esa voz inconfundible, tantas veces oída en el cine y en el teatro, que ahora se convertía en arma política.
En 1976, la detuvieron en Aranjuez. Había acudido a apoyar a los obreros de una multinacional. La sacaron de la asamblea, la llevaron a
la Dirección General de Seguridad y le impusieron una multa astronómica. Sus compañeros del recién nacido sindicato de actores quisieron pagarla colectivamente, y ella se sintió conmovida por aquel gesto. A menudo, Lola recordaba cómo en su infancia la solidaridad era mal vista y se premiaba la delación. Saber que ahora había brazos dispuestos a sostenerla le daba cierta fe en el futuro.
Pese a todo, nunca dejó su carrera. Entre marchas, asambleas y detenciones, siguió encarnando personajes singulares. La recordamos en Furtivos, de José Luis Borau, como una madre opresiva y oscura que simbolizaba a la vez la España más rancia y el deseo de liberación. La película ganó un gran prestigio y se leyó como una metáfora del régimen moribundo. También trabajó con Buñuel y otros grandes directores. Pero ella siempre restaba importancia a su fama.
“Lo importante es que el teatro abra ventanas al aire fresco”, solía decir. “El resto, oropel”.
En su vejez, las secuelas de una vida de entrega y tensiones le pasaron factura. Sin embargo, jamás le tembló la voz al criticar aquello que consideraba injusto. Sus últimos años transcurrieron recordando aquella huelga de 1975, la primera huelga general de los actores. Siempre se refería a ella como un despertar, un instante en que los cómicos se alzaron como obreros de la cultura. Y en todas las entrevistas, en cada testimonio, repetía que era necesario mantener viva la llama de la protesta.
“No se trata de rabia. Se trata de dignidad”, concluía.
Murió en 1993 sin abandonar el firme convencimiento de que la llamada Transición había sido de todo menos ejemplar como no pocos seguían empeñándose en proclamar. Pero Lola dejó sembrada la idea de que la cultura es un modo de resistir y la conciencia, el mayor antídoto contra la injusticia.
Recordar a Lola Gaos es evocar aquel tiempo convulso en que su voz, grave y firme, resaltó sobre todas las demás. Porque ella, con sus puños en alto y su paso decidido, representó la valentía sin alardes, la lealtad a la memoria y el compromiso con un porvenir mejor.
Eran días de humo y barricadas, de asambleas improvisadas y consignas pintadas en muros. Y en ese torbellino, Lola Gaos se mantuvo en pie. Así la recuerdan los que la conocieron y así la evoca y la evocará la historia: una actriz sin miedo a defender la verdad con cada palabra, con cada paso, con cada gesto de dignidad.
(*) Manuel Medina es profesor de Historia y divulgador de temas relacionados con esa misma materia.
LOLA GAOS : "SOY MARXISTA, LENINISTA Y A MUCHA HONRA":
Chorche | Jueves, 30 de Enero de 2025 a las 22:28:03 horas
Muchas personas válidas, como Lola Gaos, se nos han ido marchando.
Cuando se va una de estas personas me entristezco doblemente porque andamos tan faltos de ellas; pero por otro lado pienso que se han ahorrado la pena que sentirían de ver cómo hemos ido involucionando. No les gustaría vivir en el mundo superficial, sin ideales, sin valores, sin sensatez, en un mundo aborregado y bruto como el que tenemos hoy.
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