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Domingo, 01 de Septiembre de 2024 Tiempo de lectura:

DE MARIANO JOSÉ DE LARRA A ZAPLANA: ESPAÑA, ¿DOS SIGLOS DE CORRUPCIÓN IRREMEDIABLE?

España parece atrapada en una suerte de "dia de la marmota. ¿Está siendo la corrupción el verdadero motor de la política española?

El "Caso Zaplana", recientemente sentenciado, expone un fenómeno profundo y duradero en la política española. El "zaplanismo" representa, en efecto, una forma despreciable de hacer política, pero no es algo nuevo. De esas prácticas han participado desde la Corona hasta la mayoría de los partidos políticos. Durante décadas, asegura el autor de este artículo, nuestro colaborador Manuel Medina, la política española ha sido una enloquecida competición entre partidos, no por la consecución de ideologías o proyectos de transformación social, sino por ocupar la Administración del aparato del Estado a través de un sorteo electoral, celebrado cada cuatro años, para disfrutarlo después, según sea el resultado, de los privilegios que tal ocupación posibilita.

 

 

POR MANUEL MEDINA(*) PARA CANARIAS SEMANAL. ORG.-

 

 

    En la España contemporánea, ya hemos alcanzado un punto en el que escándalos de corrupción, como ahora el del "Caso Erial", con la condena del exministro Eduardo Zaplana, ya no sorprenden. Es algo así como si oyéramos llover. Parecen como si esas noticias, por su reiteración, hayan dejado de incumbirnos.

 

    Estos casos se suceden, uno tras otro, con la misma naturalidad con la que los ciudadanos cumplen con sus obligaciones fiscales o aceptan los tropiezos de una economía que no termina de arrancar. Pareciera que la corrupción y el abuso de poder son una condición inherente a la idiosincrasia del sistema político vigente en nuestra sociedad. Una constante que atraviesa a generaciones enteras, adaptándose a las coyunturas, pero sin perder por ello su esencia.

 

    La corrupción, ese cáncer que corroe las instituciones desde dentro, no es en nuestro país un fenómeno nuevo. Lamentablemente, este vicio, que tiene su origen en unas estructuras económicas y sociales que, esencialmente, no han cambiado en el curso de los dos últimos siglos. Por el contrario, ha constituido parte integral del engranaje estatal en el que se han movido con soltura las clases hegemónicas en España

 

    En pleno siglo XIX, Mariano José de Larra ya retrataba en [Img #80682]sus artículos, con una precisión quirúrgica, los defectos estructurales de la política de su tiempo, reflejando una sociedad en la que la burocracia, el nepotismo y el desinterés por el bienestar público eran la norma. La famosa crítica contenida en su artículo "Vuelva usted mañana" resumía ya entonces el profundo malestar de una población que, sometida a las incompetencias de sus gobernantes, veía cómo los recursos públicos eran desviados para el enriquecimiento de unos pocos.

 

      La distancia temporal no debe hacernos perder de vista que los males que Larra criticaba hace casi dos siglos, continúan conservando una sorprendente vigencia hoy en día.

 

 

"El Partido Popular no se

encuentra solo en este tipo de

prácticas.  La Corona, representada

por el propio jefe del Estado, Juan

Carlos Borbón,  ha sido todo un

significativo arquetipo de lo que

realmente  es  la España corrupta. 

 

 

    Las formas han cambiado, ciertamente. Los nombres y los rostros también. Pero la esencia es la misma: una casta de políticos que utiliza los resortes del aparato del Estado no para el beneficio del colectivo, sino para su propio enriquecimiento. Casos como el de Zaplana, o los numerosos escándalos de corrupción que han sacudido la política española de las últimas décadas, son la prueba de que los pilares sobre los que se asienta nuestro sistema apenas han cambiado desde el XIX.

 

    Lo que Larra describía como una casta política indolente, dispuesta a sacrificar el bienestar de la sociedad por sus propios intereses, se refleja hoy perfectamente en los procesos de privatización amañada, en el desvío de fondos públicos y en el uso de estructuras opacas en paraísos fiscales, que caracterizan la corrupción actual.

 

 "El Partido Socialista,

los partidos nacionalistas burgueses

y las formaciones periféricas, desde

Coalición Canaria hasta otros

actores de las autonomías, han

participado igualmente en este

saqueo sistemático del aparato

del Estado"

 

      El "zaplanismo", término que ha nacido de forma espontánea para describir una de las formas más repugnantes de hacer política en España, no es sino una expresión contemporánea de un fenómeno antiguo. Si bien Zaplana, con su habilidad para tejer redes de corrupción y desviar fondos a paraísos fiscales, se ha convertido en el símbolo más reciente de esta lacra, no podemos engañarnos: este mal trasciende personas o de partidos.

 

    El Partido Popular, con sus sonoros escándalos ya bien conocidos, no se encuentra solo en este tipo de prácticas. La Corona, representada por el propio jefe del Estado, Juan Carlos Borbón, ha sido un genuino arquetipo de lo que es la España corrupta. El Partido Socialista, los partidos nacionalistas y las formaciones periféricas, desde Coalición Canaria hasta otros actores de las autonomías, también han participado en este saqueo sistemático del Estado.

 

     La política en España ha sido, durante décadas, un espacio donde la competencia no ha estado basada en la disputa ideológica o proyectos de transformación social, sino en la capacidad de los competidores para apropiarse de los recursos públicos con mayor eficiencia y, sobre todo, con mayor impunidad.

 

   Las privatizaciones han sido uno de los vehículos predilectos para canalizar esta corrupción. Bajo la retórica de mejorar la gestión pública y reducir costos para el contribuyente se ha procedido a desmantelar sectores clave del aparato estatal, cediendo su control a manos privadas que, lejos de operar en función del interés general, han utilizado esos servicios para su propio beneficio.

 

    La adjudicación de las Inspecciones Técnicas de Vehículos (ITV) o el Plan Eólico en la Comunidad Valenciana, como se ha demostrado judicialmente en el caso de Zaplana, no eran más que excusas para desviar millones de euros hacia bolsillos privados. Lo que se vendía como una oportunidad para mejorar la eficiencia en sectores estratégicos se convirtió en una maquinaria de expolio, diseñada desde el poder político para garantizar la prosperidad de una élite muy concreta.

 

     Este escenario no es, ni mucho menos, exclusivo de la era contemporánea. En los textos de Larra ya encontramos bien analizado el germen de esta dinámica. En su crítica a la ineficiencia burocrática y al favoritismo se pueden entrever los patrones de una corrupción que ha sobrevivido a los cambios de régimen, a las crisis económicas, a las "transiciones democráticas" y a las presiones internacionales.

 

     Si el poder, en el siglo XIX, se repartía entre familias, amigos y clientelas políticas, el panorama actual es idéntico, pero valiéndose de una red mucho más sofisticada y globalizada. Ahora, los millones no se quedan en España; se transfieren a Luxemburgo, Andorra o Panamá, protegidos por abogados de élite que aseguran que el rastro del dinero desaparezca entre capas de opacidad fiscal.

 

     Resulta irónico que en un país donde se habla tanto de progreso, modernidad y europeización, sigamos atrapados en las mismas prácticas que nos condenaban al atraso hace dos siglos. Si entonces el pueblo español miraba con desesperanza cómo las promesas de mejora social se esfumaban entre la ineficiencia y la corrupción, hoy la desesperanza sigue siendo la misma. Los ciudadanos ven con impotencia cómo los escándalos de corrupción se suceden, cómo las grandes fortunas crecen a expensas del erario público, mientras que los servicios esenciales, —la sanidad, la educación, las infraestructuras— se deterioran a un ritmo alarmante.

 

      Resultaría tentador pensar ahora que los tiempos han cambiado, o que hemos avanzado en cuestiones de transparencia, justicia social y democracia. Pero un análisis más atento nos lleva justo a la conclusión contraria: los vicios que condenaban a la España del siglo XIX a la mediocridad no han desaparecido. Simplemente, se han adaptado a los nuevos tiempos.

 

     La corrupción sigue siendo el principal motor de una casta política que se ha apropiado de un Estado, que se lo sortea cada cuatro años en unas elecciones. Las promesas de modernización no son más que un disfraz para perpetuar un sistema que no cambia en lo esencial.

 

      Mientras en el siglo XIX los ciudadanos se resignaban a esperar a "mañana" para que sus problemas fueran atendidos, hoy seguimos atrapados en ese mismo ciclo endiablado de falsas promesas y de reformas a medias, donde los intereses de las clases poderosas de siempre, siguen prevaleciendo sobre el bienestar colectivo.

 

    La sentencia contra Zaplana es solo la punta de un enorme iceberg. La corrupción no es una excepción en nuestra historia reciente, sino la norma. Y mientras no seamos capaces de enfrentar este problema en su raíz, seguiremos repitiendo los errores del pasado, condenados a vivir en una sociedad donde la política no es una herramienta para el progreso, sino un negocio privado, al servicio de los intereses de unos pocos.

 

  (*) Manuel Medina es profesor de Historia y divulgador de temas relacionados con esa misma materia

 

 


 
 
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