
UN EXTRAÑO VALOR EN TIEMPOS DE GUERRA Y DE SANGRE
Un relato de guerra y redención
En la penumbra del alba, escribe nuestro colaborador Máximo Relti, mientras la bruma aún cubría aquellos extraños campos de los límites de Castilla La Mancha, tan diferentes a la ennegrecida orografía volcánica, retorcida y tormentosa de su tierra (...).
Por MÁXIMO RELTI PARA CANARIAS SEMANAL.ORG.-
En la penumbra del alba, mientras la bruma aún cubría aquellos extraños campos de Castilla La Mancha, tan diferentes a los de la ennegrecida orografía volcánica tan familiar de su tierra, todo parecía confuso y contradictorio.
Rafael, un joven soldado canario que había sido abruptamente reclutado por los Ejércitos insurrectos de Franco un aciago 18 de julio de 1936, despertó desconcertado por el sonido de unas campanas distantes y el murmullo de sus compañeros, que se preparaban para otro día en el frente. A su lado, un puñado de pesetas, recién agregadas a sus bolsillos como pago por su lealtad y valentía. Eran monedas frías, metálicas como todas. Pero éstas parecían cargadas, además, por un peso molestamente distinto, que se añadía más allá de su valor nominal.
La vida de Rafael antes de la guerra había estado definida por los sencillos placeres del campo y las largas tardes ayudando en la panadería de su padre en San Mateo, un pequeño pueblo del centro de la isla de Gran Canaria. Pero desde el momento en el que sonaron las trompetas de la guerra se vio obligado a alistarse, movido no por los ideales de la Patria y el Imperio que evocaban sus reclutadores, sino por la práctica imposibilidad de eludir los mortales efectos de la deserción, en una Isla cercada por infranqueables muros marítimos.
Un día, mientras el sol luchaba por asomarse entre las nubes, Rafael y su batallón recibieron la orden de avanzar hacia un nuevo sector del frente. No era la primera vez que eso sucedía. Pero en aquella ocasión había algo en el aire, tal vez el frío cortante o el silencio anticipado de la batalla, que le presagiaba que ese día todo iba a ser diferente, letalmente diferente.
Entre los disparos y las explosiones, el joven soldado canario se encontró repentinamente separado de su unidad, vagando solo por un bosque denso, donde cada paso adelante parecía borrar su pasado y su futuro. Las pesetas en su bolsillo tintineaban con cada movimiento, como un cruel recordatorio de que la guerra había reducido realmente su vida a una obscena transacción: yo te pago y tú, a cambio, me prestas tu vida.
Perdido y desorientado, Rafael llegó finalmente a un pequeño claro donde encontró a un anciano pastor, de arrugas profundas quien, sorprendido, lo miró con una mezcla de miedo y desconcierto. Sin palabras, el anciano, con un gesto de temor en el rostro, le ofreció pan y un lugar junto al fuego. Fue allí, compartiendo ese humilde alimento, donde Rafael se dio cuenta de que aquellas pesetas no podían comprar la paz, ni borrar el horror que le habían provocado los trozos de guerra que había sufrido.
Mientras comían, el anciano, con voz temblorosa, pero firme, sin que nadie se lo pidiera, comenzó a narrar historias de otros tiempos lejanos y de otras guerras cruentas. Le contó cómo el dinero se había encargado de corromper los corazones. Rafael, escuchando al anciano, sintió cómo las pesetas en su bolsillo se tornaban más pesadas, llegando a quemarle la entrepierna y la conciencia.
Al amanecer, tras una noche de narraciones y remembranzas, Rafael tomó una decisión. En un gesto que ni él mismo ni su acompañante llegaron a entender en aquel momento, dejó el puñado de pesetas de su miserable soldada junto al bastón del pastor, y emprendió camino.
Después de despedirse del anciano, tomó rumbo de vuelta a reencontrarse con su unidad en el frente. Pero a partir de aquel momento, ya no iba a luchar por las pesetas miserables que Franco le abonaba mensualmente, sino que ahora lo hacía para evitar tener que pagar con la vida la paz que había soñado conseguir desertando.
Desde de aquel instante todo empezó a quedar en orden. Todo cobró repentinamente sentido. Ahora solo arriesgaría su vida para conseguir conservarla.
Por MÁXIMO RELTI PARA CANARIAS SEMANAL.ORG.-
En la penumbra del alba, mientras la bruma aún cubría aquellos extraños campos de Castilla La Mancha, tan diferentes a los de la ennegrecida orografía volcánica tan familiar de su tierra, todo parecía confuso y contradictorio.
Rafael, un joven soldado canario que había sido abruptamente reclutado por los Ejércitos insurrectos de Franco un aciago 18 de julio de 1936, despertó desconcertado por el sonido de unas campanas distantes y el murmullo de sus compañeros, que se preparaban para otro día en el frente. A su lado, un puñado de pesetas, recién agregadas a sus bolsillos como pago por su lealtad y valentía. Eran monedas frías, metálicas como todas. Pero éstas parecían cargadas, además, por un peso molestamente distinto, que se añadía más allá de su valor nominal.
La vida de Rafael antes de la guerra había estado definida por los sencillos placeres del campo y las largas tardes ayudando en la panadería de su padre en San Mateo, un pequeño pueblo del centro de la isla de Gran Canaria. Pero desde el momento en el que sonaron las trompetas de la guerra se vio obligado a alistarse, movido no por los ideales de la Patria y el Imperio que evocaban sus reclutadores, sino por la práctica imposibilidad de eludir los mortales efectos de la deserción, en una Isla cercada por infranqueables muros marítimos.
Un día, mientras el sol luchaba por asomarse entre las nubes, Rafael y su batallón recibieron la orden de avanzar hacia un nuevo sector del frente. No era la primera vez que eso sucedía. Pero en aquella ocasión había algo en el aire, tal vez el frío cortante o el silencio anticipado de la batalla, que le presagiaba que ese día todo iba a ser diferente, letalmente diferente.
Entre los disparos y las explosiones, el joven soldado canario se encontró repentinamente separado de su unidad, vagando solo por un bosque denso, donde cada paso adelante parecía borrar su pasado y su futuro. Las pesetas en su bolsillo tintineaban con cada movimiento, como un cruel recordatorio de que la guerra había reducido realmente su vida a una obscena transacción: yo te pago y tú, a cambio, me prestas tu vida.
Perdido y desorientado, Rafael llegó finalmente a un pequeño claro donde encontró a un anciano pastor, de arrugas profundas quien, sorprendido, lo miró con una mezcla de miedo y desconcierto. Sin palabras, el anciano, con un gesto de temor en el rostro, le ofreció pan y un lugar junto al fuego. Fue allí, compartiendo ese humilde alimento, donde Rafael se dio cuenta de que aquellas pesetas no podían comprar la paz, ni borrar el horror que le habían provocado los trozos de guerra que había sufrido.
Mientras comían, el anciano, con voz temblorosa, pero firme, sin que nadie se lo pidiera, comenzó a narrar historias de otros tiempos lejanos y de otras guerras cruentas. Le contó cómo el dinero se había encargado de corromper los corazones. Rafael, escuchando al anciano, sintió cómo las pesetas en su bolsillo se tornaban más pesadas, llegando a quemarle la entrepierna y la conciencia.
Al amanecer, tras una noche de narraciones y remembranzas, Rafael tomó una decisión. En un gesto que ni él mismo ni su acompañante llegaron a entender en aquel momento, dejó el puñado de pesetas de su miserable soldada junto al bastón del pastor, y emprendió camino.
Después de despedirse del anciano, tomó rumbo de vuelta a reencontrarse con su unidad en el frente. Pero a partir de aquel momento, ya no iba a luchar por las pesetas miserables que Franco le abonaba mensualmente, sino que ahora lo hacía para evitar tener que pagar con la vida la paz que había soñado conseguir desertando.
Desde de aquel instante todo empezó a quedar en orden. Todo cobró repentinamente sentido. Ahora solo arriesgaría su vida para conseguir conservarla.
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