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Lunes, 16 de Diciembre de 2024 Tiempo de lectura:

TACONES ROTOS, SUEÑOS PERDIDOS: LA HISTORIA DE UNA MUJER EN SANTA CRUZ

La sombra del hambre en una ciudad que nunca parece dormir

El humo de los cigarrillos llenaba el aire denso de la calle de Miraflores, mientras Marta ajustaba su abrigo desgastado y observaba los primeros rayos de sol que iluminaban las fachadas grises de Santa Cruz de Tenerife. Había dejado su pequeño pueblo en Agulo con la esperanza de un futuro mejor, pero en los rincones oscuros de la ciudad aprendió que los sueños se rompen con más facilidad de lo que el hambre apremia.

 POR MÁXIMO RELTI PARA CANARIAS SEMANAL.ORG.-

 

       El ruido de los coches subía desde la avenida mientras Marta se apoyaba en el alféizar de la ventana del piso que compartía con otras tres chicas. Desde allí, podía ver los neones parpadeantes de los bares de la calle Miraflores, anunciando con insistencia lugares que prometían risas y música, aunque ella sabía que escondían, en realidad, soledad, tristeza y mujeres como ella.

 

      Afuera, Santa Cruz despertaba lentamente. Una brisa fresca bajaba desde el puerto, llevándose consigo el aroma de la sal y del pescado fresco que se descargaba en los muelles. Marta observó cómo el sol comenzaba a iluminar los edificios gastados de la calle, como si tratara de borrar la huella de lo que había ocurrido allí durante la noche. Pero la luz del sol no podía borrar lo que ella llevaba dentro.

 

       Marta había llegado a Santa Cruz hacía dos años. Partió de Agulo, en isla de La Gomera, con la maleta llena de ropa humilde y el corazón lleno de esperanzas.

 

      Había crecido entre montañas verdes y casas blancas, donde las mañanas olían a pan recién hecho y las tardes eran un susurro de chismes en las calles empedradas. En casa no faltaba el cariño, pero el dinero escaseaba. Su madre, costurera, trabajaba largas horas para que a sus cuatro hijos no les faltara un plato de comida caliente. Su padre, campesino, apenas lograba arrancar alguna cosa del pequeño terreno que cultivaba.

 

     A los diecisiete años, Marta decidió que su futuro no estaba en Agulo.

 

     - "Aquí no hay nada para ti", le había dicho un día su amiga Sara mientras miraban los barcos que llegaban al puerto de San Sebastián de La Gomera.

 

      Así que, cuando un conocido de la familia le ofreció un trabajo como dependienta en una tienda en Santa Cruz, no se lo pensó dos veces.

 

    La despedida fue dura, extremadamente dura. Su madre lloró en silencio mientras la ayudaba a empacar. Y su padre apenas levantó la vista del suelo cuando ella abordó el barco. Marta estaba convencida de que volvería pronto, triunfante y con buenas noticias. Pero eso nunca llegó a ocurrir.

 

    Al principio, parecía que las cosas iban bien. Trabajaba largas horas en una tienda de ropa en la calle Castillo, ganando lo justo para pagar el alquiler de una habitación en una pensión. A menudo enviaba algo de dinero a sus padres y aunque el trabajo era duro sentía que estaba construyendo algo.

 

   Pero la crisis económica que sacudía la España turbulenta de los años 70 no tardó en alcanzarla. En cuestión de semanas, el dueño de la tienda redujo su personal y Marta se encontró en la calle, con sus pocas pertenencias metidas en un bolso y ninguna idea de qué hacer.

 

    Pasaron semanas mientras buscaba trabajo, de oficina en oficina, preguntando en bares y tiendas. Una noche, sin un lugar donde dormir, se encontró sentada en un banco de la Plaza de España.

 

    "Eres joven, bonita, podrías ganar dinero fácilmente si quisieras," le susurró una mujer desdentada y ya entrada en años, que se sentó a su lado.

 

    Marta la miró de reojo y con desconfianza, pero también con curiosidad. No respondió, pero aquellas palabras, soltadas a hurtadillas, quedaron bailando en su mente.

 

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  No fue hasta algunas semanas después, cuando la desesperación y el hambre se hicieron insoportables, que Marta apareció por primera vez en la calle Miraflores. No sabía muy bien por qué había ido a parar hasta allí ni tampoco lo que estaba buscando. Pero lo encontró. Encontró mujeres desenvueltas que parecían tener respuestas a preguntas que ella ni siquiera se había atrevido nunca a formular.

 

   También encontró a su primer cliente, un hombre que le ofreció dinero suficiente para comer durante una semana a cambio de un par de horas de su compañía. Esa noche, Marta cruzó una línea que jamás imaginó cruzar. Pero no lloró. Muy en el fondo, sentía que no disponía de ninguna otra alternativa.

 

   Ahora, apenas unos meses después, la calle Miraflores era su hogar. Allí, entre la música de los bares, el humo de los cigarrillos y las risas falsas, Marta intentaba convencerse de que no todo estaba perdido. Aun así, había noches como aquella en las que la soledad la golpeaba con fuerza, recordándole lo lejos que estaba de Agulo y de la vida que había soñado.

 

    La joven rubia que compartía el cuarto con Marta se revolvió en la cama, despertándola de sus pensamientos. Claudia era de Gran Canaria y llevaba más tiempo que ella trabajando en la calle. Era alegre, casi siempre, pero a veces, por la noche, cuando pensaba que nadie la escuchaba, lloraba bajito, como si el mundo no tuviera derecho a saber de la profundidad de su tristeza. Marta la entendía. Había madrugadas en las que ella también lloraba, aunque sus lágrimas eran silenciosas, retenidas detrás de una mirada que intentaba ser fuerte.

 

     Esa noche, un hombre había llevado a Marta a un piso cercano. Era diferente de los clientes habituales: más serio, más reservado.

 

- "No soy como los demás," le dijo mientras le servía un vaso de ron.

 

     Marta ya había escuchado esas mismas palabras infinidad de veces, pero esta vez había algo en su tono que la hizo dudar. Pero después de todo, ¿cómo podría ser diferente un hombre que buscaba lo mismo que todos los demás?

 

     Cuando todo terminó, Marta se levantó para irse, pero el hombre le pidió que se quedara un rato más.

 

      - "No tienes que irte tan rápido," le dijo, con una sonrisa que pretendía ser amable.

 

     Marta lo escrutó, intentando traducir sus intenciones. Finalmente, tomó el dinero que le había depositado sobre la mesa y salió, dejando atrás un silencio incómodo que se sintió más pesado que las palabras.

 

     De vuelta en la calle, Marta encendió un cigarrillo y se detuvo frente a un escaparate. Su reflejo le devolvió una imagen que casi ya no reconocía. Su pelo rubio caía desordenado sobre sus hombros, sus ojos estaban rodeados de sombras, y sus labios pintados de rojo parecían más una máscara que parte de ella.

 

- "¿Quién soy ahora?", se preguntó.

 

    La ciudad seguía viva a su alrededor pero para Marta cada noche era una batalla silenciosa. Batallaba contra la culpa, contra el desprecio que a veces detectaba en los ojos de los hombres, contra la sensación de que la vida le había arrebatado algo que ya nunca podría recuperar.

 

     Pero también batallaba por algo más: una pequeñísima chispa de esperanza que todavía ardía dentro de ella, la esperanza de que un día podría dejar Miraflores atrás y encontrar un camino diferente.

 

      A la mañana siguiente, Marta caminó hasta la plaza Weyler y se sentó en un banco, dejando que el sol le calentara el rostro. Pensó en Agulo, en las montañas verdes y el mar azul que rodeaban su pueblo. Pensó en su madre, que probablemente estaba sentada en la mesa de la cocina, cosiendo y esperando noticias. Y pensó en su padre, que apenas escribía, pero que siempre acababa las cartas con un "Cuídate mucho" que le hacía apretar los dientes para poder contener el llanto.

 

- "Quizás algún día vuelva", pensó Marta, aunque no estaba segura de si se lo creía realmente.

 

      Por ahora, todo lo que podía hacer era seguir adelante, un paso a la vez, en una ciudad que parecía tan indiferente como los hombres que se cruzaban  cada noche en su camino.

 

    Mientras se levantaba del banco y empezaba a caminar de nuevo hacia la calle Miraflores, Marta decidió que, al menos aquel puñetero día, no iba a permitir que la ciudad pudiera con ella.

 

 
 
 
 
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  • Chorche

    Chorche | Martes, 17 de Diciembre de 2024 a las 17:28:33 horas

    Real y triste como la vida misma.
    Algún caso como el de Marta he conocido.
    Ella me comentó que no tenía otra salida. Allá en la década de los 70, vendía a comisión y no sacaba ni para pagarse el alojamiento. Un hombre le dijo,después de rehusar su mercancía, que era bonita y podía dedicarse a cosas más "productivas".
    Me dijo que le costó mucho decidirse a dar ese paso. También me comentó que se vencen los escrúpulos y que lo realmente peligroso es acostumbrarte a ver normal este tipo de vida.
    Que muchas ya no saben salir.
    Ella me comentó con humor que, como no era su vocación, no tuvo mucho éxito y eso le ayudó a salir
    Luego se puso a vender helados y ahí la conocí yo un verano.

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  • Juan.

    Juan. | Lunes, 16 de Diciembre de 2024 a las 15:39:30 horas

    Un día se levantará y con su pelo dorado y ensortijado cubrirá de mechones la pólvora, la dinamita .
    No puedes ver como le falta un trozo de oreja? La metralla no solo le arrancó de cuajó la oreja, moderadamente sorda ya estaba, en el desfile de la victoria no habrá glamour , ropa despedazada a jirones, tullidos y frailes franciscanos en los prostíbulos , apostasía, cuando los perros de la exaltación con sus poderosas fauces mordieron la yugular , de tantas palizas , golpes y humillaciones nosotros nos han reventado los dientes , junto a las banderas con la hoz y el martillo , encontramos dentaduras postizas y caras que se estremecen por el horror vivido , lentejuelas de marfil por la puerta de al lado , taxidermistas y cojos por la oficina del paro , desgarrando , aullaban de dolor, el soviet local ha propuesto un museo para las mujeres que fueron vendidas como esclavas , los ladrillos y la argamasa ha salido del detrirus superestructura y los niños a los que se les amputo el alma ? Tardaremos decenas de años en recuperarnos del holocausto ...

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  • Arturo Acosta

    Arturo Acosta | Lunes, 16 de Diciembre de 2024 a las 13:30:18 horas

    Agradezco al autor por este relato en prosa, no habitual en los artículos de información política. La historia de “Marta”, lamentablemente triste, es muy común en la cultura y en el sistema que vivimos. Una maldición que la mujer lleva encima desde tiempos inmemoriales, y década a década se acentúa: por ser mujer y por ser pobre. El relato cuela profundo porque es la realidad imperante en la cultura patriarcal.
    Un saludo proletario
    Arturo Acosta

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