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Martes, 15 de Agosto de 2023 Tiempo de lectura:

ASESINAR A UN HERMANO: EL "TIRO DE GRACIA" (SONORIZADO)

Un relato sobre los dilemas humanos en medio de la guerra y las consecuencias trágicas de algunas decisiones

En medio del torbellino de la Guerra Civil Española una amistad forjada desde la infancia entre dos jóvenes reclutas que llegaron a ser como hermanos se ve truncada dramáticamente por la brutalidad de la propia guerra y sus efectos sobre el comportamiento de los hombres. En esta nueva entrega de de su serie de "Relatos de Guerra y clandestinidad" Máximo Relti se acerca a los aspectos más trágicos de la naturaleza humana, cuando las lealtades y la camaradería se rompen por el efecto de una ejecución inexorable. Un relato conmovedor que desentraña los dilemas humanos en medio del caos y la tragedia de la contienda.

 

 

 

 

Por MÁXIMO RELTI PARA CANARIAS-SEMANAL.ORG.-

 

 [Img #76157]  Éramos más que amigos. Aunque no compartiéramos lazos de sangre, habíamos sido hermanos desde siempre. Crecimos en el mismo vecindario, aprendimos las primeras letras en la misma escuela y soñamos los mismos sueños. Ambos albergábamos un deseo irrefrenable de explorar y de vivir a tope, libremente.

 

    Nuestra amistad trascendía más allá de nuestras propias [Img #76153]personas, alcanzando también a nuestros seres [Img #76155]queridos. En el pequeño vecindario en el que nos habíamos criado nuestras familias eran como extensiones una de la otra. Su madre, Malena, era una mujer de sonrisa perpetua y ojos enternecedoramente amables que, acariciándome la cabeza, solía llamarme "mi segundo hijo". Su padre, un hombre de pocas palabras, recio, pero de acciones resonantes, me enseñó a pescar y a arreglar automóviles.

 

    Sin embargo, bajo esta relación de camaradería subyacía también entre nosotros un finísimo hilo de competencia, una pugna leve y silenciosa por la supremacía del uno sobre el otro.

 

     No había, desde luego, nada malintencionado en nuestra inocente rivalidad. Practicábamos, creo yo, una suerte de juego. Ambos buscábamos superarnos, esforzarnos más, correr más rápido, saltar más alto, lograr, incluso, que la meada de uno llegara más lejos que la del otro. Aunque también debo reconocer que en esta dinámica siempre había un perdedor que, de manera sutil, dejaba entrever una tenue fisura que permaneció siempre latente en nuestra amistad.

 

    El hecho de que las fechas de nuestros respectivos nacimientos estuvieran separadas por apenas treinta días hizo posible que apenas estalló la guerra fuéramos fatalmente convocados en el mismo reemplazo, al mismo frente, a la misma compañía y con los mismos mandos militares.

 

    Durante los primeros meses del conflicto su risa terriblemente contagiosa fue una extraordinaria ayuda en mis momentos más difíciles cuando, en medio de aquel escenario de caos y muerte que nos rodeaba, la guerra se convirtió para mí en una realidad abrumadoramente insoportable. La determinación y valentía que siempre mostró en los momentos más tensos del fragor de las batallas fueron una tabla de salvación que, finalmente, me permitió levantar cabeza.

 

    Las experiencias compartidas en las primeras escaramuzas de guerra habían estrechado aún más nuestra amistad, consolidando ese tipo de fraternidad que solo es posible forjar en la adversidad, en el peligro o en la proximidad de la muerte.

 


     La tensión había invadido mi cuerpo. Sentía como si los tentáculos de un poderoso pulpo de acero se desplazaran lentamente desde mis piernas hacia la parte superior de mi cuerpo, hasta llegar a oprimirme de tal manera el esófago que me impedía casi respirar. Mientras tanto, mi compañero, mi amigo de días menos sombríos, caminaba a mi lado, apesadumbrado, hacia la muerte.

 

    Se podía decir que nuestras vidas habían llegado a ser dos mitades de un todo. Pero lo sorprendente es que en aquellos desgarradores instantes, en los que la vida nos había enfrentado, continuábamos siendo partes de ese mismo todo, sintiendo ambos con la misma intensidad el dolor recíproco que suponía el hecho de que yo tuviera que acabar con su vida de un disparo.

 

     Tenía una hermana menor que él, Elena. Apenas estaba [Img #76152]dejando de ser una niña cuando nos reclutaron a ambos  en el Ejército. Adoraba a su hermano mayor y, por extensión, también a mí. Solíamos molestarla. Le robábamos sus muñecas y la hacíamos correr tras nosotros, riendo hasta que los espasmos de la risa nos llegaban a provocar dolores de estómago. Eran días felices, repletos de despreocupación y de alegres risas inconscientes.

 

 

     Mientras caminábamos pesadamente hacia el riachuelo donde debía producirse la ejecución me atormentaba tanto la idea de que iba a ser yo quien descargaría aquella suerte de "tiro de gracia" sobre su cabeza, como la escena imaginada de que sería yo, también, quien tendría que contarle a su familia, y a la mía, lo que realmente había sucedido aquella noche.

 

    ¿Cómo iba yo a poder mirar a la cara a su madre, que siempre me había acogido como a un hijo, y decirle que ya no lo volvería a ver jamás porque yo lo había matado? ¿Cómo podría enfrentarme a su padre, a quien tanto respetaba y que tanto me había enseñado, para contarle que había sido una orden ineludible de mis superiores la que me puso ante el hecho irremediable de abrir de un tiro la cabeza de su hijo?

 

    Y su hermana... aquella  frágil criatura que me adoraba, ahora ya posiblemente casi una moza, ¿con qué palabras le iba yo a confesar que fue mi mano la que apretó el gatillo que puso fin a la vida de su héroe?

 

      Su ejecución no había sido el resultado de la sentencia de un Consejo de Guerra sumarísimo. Era, simplemente, la síntesis enloquecida de una situación militar límite. Respondía, según alguien había oído decir a nuestros mandos, a una "imperativa necesidad táctica", que debía ejecutarse de manera ejemplar e inmediata.

 

     Durante los dos meses precedentes esa parte del frente había estado sometida a constantes avances y retrocesos. En medio de aquel caos infinito en nuestra compañía las bajas se contaban por decenas y decenas, pero también el número de soldados que habían desertado. Según los mandos militares, nos encontrábamos ante una situación peligrosamente "hemorrágica" contra la que había que proceder rápidamente, aplicándole un drástico y sangriento torniquete.

 

     Que el sacrificio de mi amigo tuviera que producirse junto a un riachuelo que transcurría por las inmediaciones no tenía nada de casual. Como tampoco lo tenía el hecho de que fuera yo el elegido para darle el "tiro de gracia" que acabara con su vida. Ambas decisiones formaban parte del mismo "imperativo táctico" de nuestros jefes militares.

 

     Con estas insólitas disposiciones trataban de lograr dos objetivos. El primero, provocar terror entre los desertores que ya habían encontrado refugio en las filas enemigas. Se pretendía que quienes habían huido de nuestras filas pudieran verse reflejados en el espejo del cadáver que la corriente del río se encargaría de arrastrar hasta sus posiciones. Era un claro mensaje desencriptado de lo que les sucedería a los cobardes y traidores que se habían entregado al enemigo. Como había recomendado  el general Mola, para ganar había que infundir terror, porque el terror era un arma mucho más poderosa que los  cañones.

 

   Mi elección como brazo ejecutor del desertor, en cambio, trataba de sembrar el pánico en nuestras propias filas, transmitiendo el mensaje de que no habría misericordia para aquellos que se atrevieran a huir. Ni siquiera de sus amigos más cercanos podrían esperar un atisbo de compasión. Esto - pensaba la jefatura militar de la compañía- nos convertiría a todos en atentos  vigilantes de quienes se encontraban a nuestro lado.

 

    Mientras andábamos, sorteando las ramas de árboles que se entrecruzaban en nuestro camino hacia la rivera del riachuelo, nuestras miradas se cruzaban ocasionalmente. Eran miradas furtivas. Conociéndolo tan bien como yo lo conocía, pude entrever en la expresión de sus ojos una lástima infinita hacia mí. Aquel gesto conmiserativo desató mi furia. Internamente, una cascada de reproches, llenos de odio por lo que me estaba haciendo, se desbordó hacia quien con sus desatinos me había jodido la vida.

 

  ¿Cómo podía estar sintiendo este desgraciado - me preguntaba- lástima por mí cuando era él quien iba a morir? ¿Sentir lástima por mí cuando el muy imbécil, después de haber desertado a las filas republicanas, fue tan torpe que se dejó atrapar por dos de los soldados más inútiles que tenía nuestra propia compañía?

  

    En realidad, hoy lo puedo comprender, no había sido odio lo que sentí en aquellos momentos.  Era más bien una mezcla explosiva de impotencia, acompañada por una desolación infinita.  

 
    El sonido del agua me avisó de que ya nos estábamos aproximando a nuestro destino final. Apenas unos minutos después nos encontramos casi de bruces con las aguas sonoras del arroyo que, por efecto de los reflejos plateados de la luna llena, por un momento se me asemejaron a un imaginario torrente de mercurio.

 

   Sin que nadie le ordenara nada, como si se tratara de una escena previamente ensayada, él se arrodilló   junto a la orilla.

 

- ¡Desenfunde!, me ordenó con un grito duramente castrense, el teniente que nos acompañaba.

 

    Con una inhabitual torpeza, pese a que me vi obligado a utilizar las dos manos, no lograba sacar mi pistola Luger Parabellum de la cartuchera.

 

- ¡Desenfunde, soldado!, repitió ahora con contundencia el teniente, a la vez que dirigía desconfiado su mano derecha hacia su propia cartuchera.

 

    Finalmente, pude desenvainar el arma. Sin sentir el más leve temblor, saqué la pistola, y dirigiéndola a la nuca de mi amigo, apreté el gatillo y le descerrajé dos tiros en la cabeza.

 

[Img #76156]   Ya estaba muerto antes de que su cabeza se hundiera lentamente en el río y su melena castaña, teñida ahora de rojo por el color de la sangre, flotara ondulante alrededor de su cráneo destrozado.

 

     Mi amigo había muerto. Yo lo había matado. Pero con la suya también se había perdido definitivamente mi propia vida.

 

 

Mi querídísima Elena:

 

     Cuando recibas esta carta ya habrán transcurrido varios años desde que te enteraste de la muerte de tu hermano. Probablemente, el parte de guerra que el Ejercito envió a tu familia dando cuenta de su muerte, contaría que murió heroicamente haciendo frente a las tropas enemigas. Nada de eso fue lo que sucedió. Con lo  relatado, ya puedes saber lo que  realmente pasó.
 

       Esta carta, Elena, así como la descripción que te adjunto, la comencé a escribir cuando apenas había  transcurrido  un  mes de su fallecimiento. Y te confieso, Elena, que he escrito estas hojas con un nudo en la garganta, devastado por  el drama me ha tocado vivir.  Por varias razones. En primer lugar porque con este relato he pretendido explicarle a todos los puedan leerlo, cuáles  fueron las razones que me  empujaron a ponerle fin a la vida de tu hermano.

 

  A estas alturas,  sin embargo, no creo siquiera  que esas razones existieran nunca. Actué de aquella forma brutal porque, simplemente, me comporté como un miserable, como un cobarde. Fui incapaz de oponerme a aquella sinrazón, arriesgando  mi propia vida, como me hubiera correspondido hacer. Traté de preservarla a toda costa  a cambio de la de tu hermano.  Puse fin a su vida porque, en realidad,  lo que  hacia era intercambiarla por la mía. Esa es la verdad desnuda, sin ropajes que escondan mis culpas tras una fácil  autojustificación.


       Otra de las razones, Elena, por la que dispuse que se te entregara este sobre cuando alcanzaras tu mayoría de edad, fue porque a treinta días de suceder todo aquello, me resulta imposible seguir adelante con el peso de esta carga. Quisiera poder deshacer lo que hice, pero  eso ya no es posible.  Es por esa nueva sinrazón que  he decidido ponerle fin a mi vida.

 

      Espero, Elena, que nunca llegues  a sucumbir ante la debilidad de querer perdonarme.  Ni yo mismo he podido hacerlo.
 


Tuyo.


       Alberto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
 
 
 
 
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