
GRAMSCI SIN MARX: CÓMO LA DERECHA ENTENDIÓ LO QUE LA "IZQUIERDA" OLVIDÓ
La nueva derecha libra guerras culturales, la izquierda progresista compite en gestos sin poder transformador
Antonio Gramsci está más presente que nunca en discursos, redes y debates políticos. Pero la paradoja no deja de ser escandalosa: mientras la izquierda lo cita, la derecha lo estudia atentamente y lo aplica. En este artículo se examina cómo se ha vaciado de contenido la figura del pensador marxista, cómo la extrema derecha ha capturado su estrategia de hegemonía y por qué es urgente volver a Marx para que Gramsci recupere su filo revolucionario. Una lectura necesaria para entender por qué la izquierda pierde la batalla cultural… y cómo podría recuperarla.
Por CRISTÓBAL GARCÍA VERA PARA CANARIAS-SEMANAL.ORG.-
En el curso de los últimos años, Antonio Gramsci ha sido convertido en una suerte de fetiche cultural. Citado en manuales académicos, tuiteado por progresistas con ínfulas intelectuales e incluso invocado por consultores de marketing político, su figura parece estar en todas partes… y en ninguna.
Su concepto de “hegemonía” se ha vuelto omnipresente, pero vaciado de contenido. Mientras tanto, quienes sí parecen haberlo entendido como lo que era -un revolucionario marxista y leninista- no han sido precisamente sus herederos políticos naturales, sino los estrategas de la extrema derecha global.
“Gramsci sin Marx es un meme. Y la izquierda, sin Marx, es una marca sin producto.”
Esta paradoja revela una herida profunda en la izquierda contemporánea: la ruptura con Marx. Al despojar a Gramsci de su raíz marxista, la nueva "izquierda" identitaria que lo invoca lo ha convertido en un pensador de superficie, un mero teórico de la comunicación o de la narrativa, cuando en realidad fue, ante todo, un militante comunista preocupado por las condiciones materiales que dan forma a la conciencia.
Como ha señalado certeramente el profesor argentino René Ramírez,
“Gramsci sin Marx es un meme. Y la izquierda, sin Marx, es una marca sin producto”. (1)
LA TRAMPA DE LA SUPERFICIE: NARRATIVAS SIN BASE
En sus famosos “Cuadernos de la cárcel”, Gramsci dejó en evidencia que, como Marx, tenía claro que no es la conciencia la que determina la existencia, sino la existencia social la que modela la conciencia. No hay forma de disputar el sentido común dominante sin transformar antes las condiciones materiales que lo sustentan. Sin embargo, buena parte de la "izquierda" progresista ha hecho exactamente lo contrario: se ha refugiado en las palabras, en el “relato”, en la lucha cultural convertida en espectáculo.
Mientras tanto, paradógicamente, la ultraderecha ha entendido la lección gramsciana con aterradora claridad. Ha comprendido que las instituciones, los medios, las escuelas, las redes sociales y hasta los algoritmos son espacios en los que se puede construir hegemonía. Y ha actuado en consecuencia: moldeando subjetividades, identificando el malestar y canalizándolo hacia un nuevo sentido común reaccionario.
Como recordaba hace unos días el marxista estadounidense Greg Godels en un artículo titulado "Antonio Gramsci: Theirs and Ours" (2), intelectuales de la derecha populista como Christopher Rufo en Estados Unidos o líderes políticos como Javier Milei o Giorgia Meloni, han hecho suya la noción gramsciana de guerra cultural. No citan a Marx, pero aplican su método: entienden que toda batalla ideológica tiene un suelo material y que el control del sentido común se libra sobre una estructura.
DE LA ESTÉTICA A LA PRAXIS: ¿DÓNDE ESTÁ LA IZQUIERDA?
El problema de fondo es que la "izquierda" institucional se ha vuelto, en muchos casos, decorativa. Se indigna con los discursos de odio, pero es incapaz de articular una alternativa creíble frente a la precarización de la vida. Se concentra en la corrección del lenguaje mientras los barrios se llenan de rabia. Celebra su diversidad en congresos sin obreros, mientras el capitalismo destruye cuerpos, territorios y vínculos.
Así, como plantea el artículo de René Ramírez, nos encontramos con una "izquierda" atrapada en el “militantismo del algoritmo”, que ha renunciado a disputar la estructura económica en favor de una política del gesto permanente. Y cuando eso ocurre, no hay forma de contener el avance de la derecha.
“Sin crítica del modo de producción, la lucha cultural es solo performance.”
Porque la extrema derecha no solo promete orden: ofrece respuestas simples a angustias reales. Señala culpables (el migrante, el pobre), simplifica el mundo, y se presenta como el retorno a un pasado idealizado. Y lo hace de manera eficaz porque ha leído con atención la transformación del capitalismo: sabe que en la era de las plataformas la autoexplotación se presenta como libertad, y la guerra entre los de abajo se convierte en espectáculo.
GRAMSCI COMO MANUAL OPERATIVO DE LA DERECHA
Lo más paradójico —y revelador— de todo este fenómeno es que, en efecto, quienes están sabiendo leer a Gramsci hoy son sus adversarios. La nueva derecha global ha tomado nota de sus enseñanzas. Lo ha hecho sin fidelidad teórica, obviamente, pero con una eficacia política envidiable. En su guerra cultural no hay lecturas perezosas ni estéticas inofensivas: hay estrategia.
Así lo ha explicado Greg Godels en su lúcido análisis. Christopher Rufo, uno de los cerebros del trumpismo cultural, reconoce sin tapujos su deuda con el pensador italiano. Marine Le Pen, Jair Bolsonaro y Javier Milei también han declarado públicamente su necesidad de librar una “guerra cultural diaria”. Y lo hacen inspirados, en parte, por Gramsci.
“La hegemonía no se hereda: se construye, ladrillo a ladrillo.”
Mientras los sectores más reaccionarios del espectro político han comprendido que la batalla por el sentido común debe darse en todos los frentes (educación, cultura, medios, redes, entretenimiento), una buena parte de la "izquierda" sigue esperando que los cambios se produzcan desde la espontaneidad o se contenta con “visibilizar” desigualdades sin construir poder para enfrentarlas.
La derecha, por el contrario, ha puesto en marcha una maquinaria ideológica articulada. Han entendido que la hegemonía no es sinónimo de discurso bonito, sino de articulación real entre instituciones, ideas y prácticas cotidianas. Ellos han construido sus propios “intelectuales orgánicos”, redes de think tanks, canales de comunicación y hasta entretenimiento con mensaje político.
ENTRE LA “GUERRA DE POSICIONES” Y LA “REVOLUCIÓN PASIVA”
Una de las nociones peor interpretadas de Gramsci ha sido la de “guerra de posiciones”. Muchos sectores de la izquierda la han confundido con una fase pasiva o puramente defensiva. En nombre de esta lectura, se han resignado a ser una voz crítica dentro del sistema en lugar de construir alternativas reales al mismo.
Pero, como subrayara Hobsbawm y ahora retoma Godels, Gramsci no entendía la guerra de posiciones como una espera paciente, sino como una estrategia activa para construir poder social antes de tomar el político. Implicaba crear redes, sostener instituciones, disputar la cultura y construir un nuevo sentido común desde abajo. Todo lo contrario a la parálisis o al repliegue.
El gran riesgo que señaló Gramsci es el de la “revolución pasiva”: cuando el poder concede pequeñas reformas para evitar el estallido, y cuando la izquierda, en lugar de aprovechar la coyuntura para radicalizar sus propuestas, se acomoda y termina siendo cooptada. Es decir: la derrota disfrazada de gestión progresista.
Esto es exactamente lo que ha ocurrido con buena parte del reformismo socialdemócrata europeo y latinoamericano a lo largo de las últimas décadas. Se han encargado de gestionar el capitalismo con rostro humano, sin tocar las estructuras que reproducen la desigualdad. Y en el camino, han perdido base social, credibilidad y horizonte.
VOLVER A MARX PARA ENTENDER A GRAMSCI
Tanto el texto del profesor argentino como el de Greg Godels coinciden en un punto esencial: si se quiere entender de verdad a Gramsci, hay que volver a Marx. No como un gesto nostálgico, sino como acto de supervivencia política.
Gramsci fue marxista y leninista. Escribió desde el presidio fascista italiano reflexionando sobre cómo se construye una dirección política real. Pensaba en términos estratégicos. No buscaba solo describir la hegemonía burguesa, sino organizar su destrucción. Sus ideas sobre cultura, educación o subjetividad no eran ajenas a la estructura.
Por eso, separarlo de Marx es desactivarlo. Es convertirlo en un autor de citas elegantes para progresistas sin praxis. Y ese ha sido el gran error de gran parte de la izquierda académica y mediática contemporánea.
Porque sin una crítica radical al modo de producción —es decir, al capitalismo—, toda lucha cultural queda en el aire. No se puede transformar la conciencia sin transformar las condiciones de vida que la producen. No se puede disputar el sentido común desde Twitter, mientras la gente se hunde en la precariedad y la soledad de las plataformas.
DEL ALGORITMO AL BARRIO
El diagnóstico es duro, pero no definitivo. Hay una salida. Implica, eso sí, repensar todo. Volver a poner en el centro la cuestión de la estructura económica, de las relaciones sociales y de la propiedad de los medios de producción. No renegar de la cultura, sino volver a unirla con la economía política. No abandonar las luchas por la identidad, sino ligarlas al esencial conflicto de clase. No renunciar a la estética, pero ponerla al servicio de una estrategia de transformación real.
En palabras del antes citado René Ramírez:
“Debemos volver a pensar lo analógico en tanto cuerpo a cuerpo y en tanto tiempo no usurpado”.
La política no se libra solo en el algoritmo. Se disputa en la fábrica, en el barrio, en la escuela, en los espacios donde aún se construye comunidad.
El reto, por tanto, no es recuperar a Gramsci. Es, más bien, rearmar un proyecto socialista con vocación de mayoría. Uno que entienda la subjetividad como efecto de las relaciones sociales. Que recupere la pedagogía política y reconstruya instituciones populares. Que sepa, en definitiva, que la hegemonía no se hereda: se construye y reconstruye, ladrillo a ladrillo.
1) René Ramírez: "La izquierda que olvidó a Marx y la derecha que entendió a Gramsci"
2) Greg Godels en un artículo titulado "Antonio Gramsci: Theirs and Ours"
Por CRISTÓBAL GARCÍA VERA PARA CANARIAS-SEMANAL.ORG.-
En el curso de los últimos años, Antonio Gramsci ha sido convertido en una suerte de fetiche cultural. Citado en manuales académicos, tuiteado por progresistas con ínfulas intelectuales e incluso invocado por consultores de marketing político, su figura parece estar en todas partes… y en ninguna.
Su concepto de “hegemonía” se ha vuelto omnipresente, pero vaciado de contenido. Mientras tanto, quienes sí parecen haberlo entendido como lo que era -un revolucionario marxista y leninista- no han sido precisamente sus herederos políticos naturales, sino los estrategas de la extrema derecha global.
“Gramsci sin Marx es un meme. Y la izquierda, sin Marx, es una marca sin producto.”
Esta paradoja revela una herida profunda en la izquierda contemporánea: la ruptura con Marx. Al despojar a Gramsci de su raíz marxista, la nueva "izquierda" identitaria que lo invoca lo ha convertido en un pensador de superficie, un mero teórico de la comunicación o de la narrativa, cuando en realidad fue, ante todo, un militante comunista preocupado por las condiciones materiales que dan forma a la conciencia.
Como ha señalado certeramente el profesor argentino René Ramírez,
“Gramsci sin Marx es un meme. Y la izquierda, sin Marx, es una marca sin producto”. (1)
LA TRAMPA DE LA SUPERFICIE: NARRATIVAS SIN BASE
En sus famosos “Cuadernos de la cárcel”, Gramsci dejó en evidencia que, como Marx, tenía claro que no es la conciencia la que determina la existencia, sino la existencia social la que modela la conciencia. No hay forma de disputar el sentido común dominante sin transformar antes las condiciones materiales que lo sustentan. Sin embargo, buena parte de la "izquierda" progresista ha hecho exactamente lo contrario: se ha refugiado en las palabras, en el “relato”, en la lucha cultural convertida en espectáculo.
Mientras tanto, paradógicamente, la ultraderecha ha entendido la lección gramsciana con aterradora claridad. Ha comprendido que las instituciones, los medios, las escuelas, las redes sociales y hasta los algoritmos son espacios en los que se puede construir hegemonía. Y ha actuado en consecuencia: moldeando subjetividades, identificando el malestar y canalizándolo hacia un nuevo sentido común reaccionario.
Como recordaba hace unos días el marxista estadounidense Greg Godels en un artículo titulado "Antonio Gramsci: Theirs and Ours" (2), intelectuales de la derecha populista como Christopher Rufo en Estados Unidos o líderes políticos como Javier Milei o Giorgia Meloni, han hecho suya la noción gramsciana de guerra cultural. No citan a Marx, pero aplican su método: entienden que toda batalla ideológica tiene un suelo material y que el control del sentido común se libra sobre una estructura.
DE LA ESTÉTICA A LA PRAXIS: ¿DÓNDE ESTÁ LA IZQUIERDA?
El problema de fondo es que la "izquierda" institucional se ha vuelto, en muchos casos, decorativa. Se indigna con los discursos de odio, pero es incapaz de articular una alternativa creíble frente a la precarización de la vida. Se concentra en la corrección del lenguaje mientras los barrios se llenan de rabia. Celebra su diversidad en congresos sin obreros, mientras el capitalismo destruye cuerpos, territorios y vínculos.
Así, como plantea el artículo de René Ramírez, nos encontramos con una "izquierda" atrapada en el “militantismo del algoritmo”, que ha renunciado a disputar la estructura económica en favor de una política del gesto permanente. Y cuando eso ocurre, no hay forma de contener el avance de la derecha.
“Sin crítica del modo de producción, la lucha cultural es solo performance.”
Porque la extrema derecha no solo promete orden: ofrece respuestas simples a angustias reales. Señala culpables (el migrante, el pobre), simplifica el mundo, y se presenta como el retorno a un pasado idealizado. Y lo hace de manera eficaz porque ha leído con atención la transformación del capitalismo: sabe que en la era de las plataformas la autoexplotación se presenta como libertad, y la guerra entre los de abajo se convierte en espectáculo.
GRAMSCI COMO MANUAL OPERATIVO DE LA DERECHA
Lo más paradójico —y revelador— de todo este fenómeno es que, en efecto, quienes están sabiendo leer a Gramsci hoy son sus adversarios. La nueva derecha global ha tomado nota de sus enseñanzas. Lo ha hecho sin fidelidad teórica, obviamente, pero con una eficacia política envidiable. En su guerra cultural no hay lecturas perezosas ni estéticas inofensivas: hay estrategia.
Así lo ha explicado Greg Godels en su lúcido análisis. Christopher Rufo, uno de los cerebros del trumpismo cultural, reconoce sin tapujos su deuda con el pensador italiano. Marine Le Pen, Jair Bolsonaro y Javier Milei también han declarado públicamente su necesidad de librar una “guerra cultural diaria”. Y lo hacen inspirados, en parte, por Gramsci.
“La hegemonía no se hereda: se construye, ladrillo a ladrillo.”
Mientras los sectores más reaccionarios del espectro político han comprendido que la batalla por el sentido común debe darse en todos los frentes (educación, cultura, medios, redes, entretenimiento), una buena parte de la "izquierda" sigue esperando que los cambios se produzcan desde la espontaneidad o se contenta con “visibilizar” desigualdades sin construir poder para enfrentarlas.
La derecha, por el contrario, ha puesto en marcha una maquinaria ideológica articulada. Han entendido que la hegemonía no es sinónimo de discurso bonito, sino de articulación real entre instituciones, ideas y prácticas cotidianas. Ellos han construido sus propios “intelectuales orgánicos”, redes de think tanks, canales de comunicación y hasta entretenimiento con mensaje político.
ENTRE LA “GUERRA DE POSICIONES” Y LA “REVOLUCIÓN PASIVA”
Una de las nociones peor interpretadas de Gramsci ha sido la de “guerra de posiciones”. Muchos sectores de la izquierda la han confundido con una fase pasiva o puramente defensiva. En nombre de esta lectura, se han resignado a ser una voz crítica dentro del sistema en lugar de construir alternativas reales al mismo.
Pero, como subrayara Hobsbawm y ahora retoma Godels, Gramsci no entendía la guerra de posiciones como una espera paciente, sino como una estrategia activa para construir poder social antes de tomar el político. Implicaba crear redes, sostener instituciones, disputar la cultura y construir un nuevo sentido común desde abajo. Todo lo contrario a la parálisis o al repliegue.
El gran riesgo que señaló Gramsci es el de la “revolución pasiva”: cuando el poder concede pequeñas reformas para evitar el estallido, y cuando la izquierda, en lugar de aprovechar la coyuntura para radicalizar sus propuestas, se acomoda y termina siendo cooptada. Es decir: la derrota disfrazada de gestión progresista.
Esto es exactamente lo que ha ocurrido con buena parte del reformismo socialdemócrata europeo y latinoamericano a lo largo de las últimas décadas. Se han encargado de gestionar el capitalismo con rostro humano, sin tocar las estructuras que reproducen la desigualdad. Y en el camino, han perdido base social, credibilidad y horizonte.
VOLVER A MARX PARA ENTENDER A GRAMSCI
Tanto el texto del profesor argentino como el de Greg Godels coinciden en un punto esencial: si se quiere entender de verdad a Gramsci, hay que volver a Marx. No como un gesto nostálgico, sino como acto de supervivencia política.
Gramsci fue marxista y leninista. Escribió desde el presidio fascista italiano reflexionando sobre cómo se construye una dirección política real. Pensaba en términos estratégicos. No buscaba solo describir la hegemonía burguesa, sino organizar su destrucción. Sus ideas sobre cultura, educación o subjetividad no eran ajenas a la estructura.
Por eso, separarlo de Marx es desactivarlo. Es convertirlo en un autor de citas elegantes para progresistas sin praxis. Y ese ha sido el gran error de gran parte de la izquierda académica y mediática contemporánea.
Porque sin una crítica radical al modo de producción —es decir, al capitalismo—, toda lucha cultural queda en el aire. No se puede transformar la conciencia sin transformar las condiciones de vida que la producen. No se puede disputar el sentido común desde Twitter, mientras la gente se hunde en la precariedad y la soledad de las plataformas.
DEL ALGORITMO AL BARRIO
El diagnóstico es duro, pero no definitivo. Hay una salida. Implica, eso sí, repensar todo. Volver a poner en el centro la cuestión de la estructura económica, de las relaciones sociales y de la propiedad de los medios de producción. No renegar de la cultura, sino volver a unirla con la economía política. No abandonar las luchas por la identidad, sino ligarlas al esencial conflicto de clase. No renunciar a la estética, pero ponerla al servicio de una estrategia de transformación real.
En palabras del antes citado René Ramírez:
“Debemos volver a pensar lo analógico en tanto cuerpo a cuerpo y en tanto tiempo no usurpado”.
La política no se libra solo en el algoritmo. Se disputa en la fábrica, en el barrio, en la escuela, en los espacios donde aún se construye comunidad.
El reto, por tanto, no es recuperar a Gramsci. Es, más bien, rearmar un proyecto socialista con vocación de mayoría. Uno que entienda la subjetividad como efecto de las relaciones sociales. Que recupere la pedagogía política y reconstruya instituciones populares. Que sepa, en definitiva, que la hegemonía no se hereda: se construye y reconstruye, ladrillo a ladrillo.
1) René Ramírez: "La izquierda que olvidó a Marx y la derecha que entendió a Gramsci"
2) Greg Godels en un artículo titulado "Antonio Gramsci: Theirs and Ours"
Chorche | Domingo, 25 de Mayo de 2025 a las 00:31:44 horas
Las mentes de las últimas generaciones han sido colonizadas por el sistema capitalista. Los ha vuelto superficiales, dóciles, los ha vaciado de valores y valor y ha llenado ese hueco de consumismo y vanalidad. Y seguro que están vacíos interiormente, pero no han conocido otra cosa y la juventud hoy, a diferencia de la de mis tiempos que era luchadora, no se mueve por valores.
Por otro lado, la derecha tiene dinero y por tanto tiempo y medios para hacer proselitismo (y argucias y falta de escrúpulos para manipular) cosa que la izquierda no tiene apenas.
De todos modos yo a lxs progres de este gobierno no les llamaría la izquierda.
Dentro de los gobiernos del sistema capitalista sólo les dejarán hacer algunos retoques que no molesten demasiado. Al sistema le va bien que estén para aparentar que España es una democracia.
Miguel Urban (Anticapitalistas) lo tiene claro: "Hemos puesto mil pies en las instituciones y uno en la calle. Eso es no entender que estas instituciones no son nuestras ni representan nuestros intereses de clase y que venimos a acabar con ellas".
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