
EL FASCISMO EN ESTADOS UNIDOS TIENE RAÍCES MÁS PROFUNDAS QUE DONALD TRUMP
Racismo, clasismo y Estado policial son los principales ingredientes
Roger D. Harris, miembro del comité central del Peace and Freedom Party de California, ha publicado recientemente un análisis sobre el papel del racismo en el fascismo latente de Estados Unidos, del que ofrecemos un extracto por su indudable interés para conocer los debates políticos que actualmente mantiene la izquierda norteamericana y que no difunde la prensa corporativa.
POR EVA LAGUNERO PARA CANARIAS-SEMANAL.ORG.-
Hay en Estados Unidos varios partidos que se reivindican socialistas y pugnan por abrirse paso en los tortuosos pasillos electorales que el duopolio dominante (demócratas-republicanos) o, como allí se llama, el bi-partido, tiene cerrados a cal y canto para que no se les cuelen “intrusos”. Todo muy democrático. El Peace and Freedom Party es uno de ellos.
Según Roger D. Harris, miembro del comité central de la referida formación, tras la presidencia de Barack Obama, calificada de “post-racial”, los “expertos” de signo progresista han descubierto de repente que el racismo nació en su tierra. Nunca hasta ahora se habían sentido tan a gusto denostando el racismo como cuando ganó Donald Trump, al que identifican como su causa fundamental. Trump es, según ellos, el que empaña el “brillante ejemplo” de los Estados Unidos de América. En la sombra dejan los antecedentes históricos de esta “excepcional” república, fundada sobre la expropiación de la tierra indígena y el exterminio de sus habitantes, y construida en gran parte con el trabajo de los esclavos africanos.
Trump es reprensible por avivar las ascuas del racismo blanco. Pero los republicanos no ostentan el monopolio de esta franquicia. Deberíamos recordar el legado demócrata del Jim Crow (leyes segregacionistas) y el Dixiecrat (partido demócrata segregacionista de corta duración fundado en 1948), con seis senadores y dos jueces del Tribunal Supremo que fueron miembros del Ku Klux Klan. El presidente Roosevelt, que se dice fue el demócrata más progresista, puso a 120.000 estadounidenses de ascendencia japonesa en campos de concentración, incluidos niños huérfanos y gente con sólo una sexta parte de sangre japonesa.
Por desgracia, el comportamiento de Trump tiene precedentes que se prolongan a épocas más cercanas como la del mandato de Bill Clinton, que en 1994 puso en vigor la ley de encarcelamiento masivo (principalmente de población negra) y decretó el “fin del Estado del Bienestar tal como lo conocemos”. Lo que diferencia a Trump es que es más vulgar, abierto y virulento.
El racismo es una institución en la “tierra de los libres”. Y es especialmente nocivo porque atraviesa y refuerza las divisiones de clase. La brutalidad policial, el encarcelamiento masivo, las prestaciones sociales, la educación pública de calidad, etc., se dice que son “asuntos de negros”, aunque les conciernen a todos los trabajadores, no sólo a los afroamericanos. El racismo blanco se utiliza para ocultar los intereses comunes de la clase trabajadora, creando la ilusión de que, de alguna manera, un empleado blanco de los almacenes de Amazon tiene algo en común con su jefe, Jeff Bezos.
En años recientes, la prensa se hizo eco de la juventud blanca racista atraída por la extrema derecha y flirteando con el fascismo. Si en Estados Unidos surgiera un movimiento fascista significativo, estos jóvenes desposeídos -llamados “deplorables” por Hillary Clinton- formarían sus bases. Pero ¿Son ellos la causa o la consecuencia?
El racismo y una concepción estrecha del nacionalismo se han asociado históricamente con el fascismo. Sin embargo, la prohibición de Trump de los musulmanes, aunque odiosa, palidece en comparación a la perfidia del internamiento de japoneses de Roosevelt. El espectro del fascismo entraña mucho más que nacionalismo blanco. El fascismo adquiere expresión política como forma específica de gobierno. Como tal, “surge cuando, enfrentado a una clase trabajadora desafiante, el capital ya no puede gobernar a la vieja usanza”, como explica Greg Godels.
Sí, es verdad que Trump habló de “alguna gente muy maja” en referencia a los jóvenes blancos con cabeza rapada y esvásticas tatuadas que protagonizaron los sucesos de Charlottesville (cuando un coche arremetió contra la multitud que protestaba contra una manifestación fascista, con el resultado de una persona muerta). Sin embargo, estos jóvenes no son la clase dominante, sino el subproducto de las políticas neoliberales y los potenciales reclutas de un movimiento fascista. Ellos son la dinamita pero no la cerilla. El peligro del fascismo viene de los círculos dirigentes y no de las clases populares.
Desde la presidencia de Nixon, no ha habido ninguna legislación progresista de calado en Estados Unidos. El neoliberalismo -que auspició Reagan- es la ortodoxia de los dos partidos del capital, como evidencia la creciente austeridad impuesta a la clase trabajadora, la expansión más agresiva del imperialismo estadounidense en el mundo y el reforzamiento del Estado de Seguridad Nacional (los servicios de inteligencia del Departamento de Defensa). Todo ello va parejo a la concentración del poder económico, a un Estado cada vez más autoritario que sirve a los intereses de un capital cada vez más concentrado.
Tras la farsa electoral se esconde un Estado cada vez más coercitivo que gasta sumas astronómicas en comprar políticos, algo que está protegido por la ley, la misma que otorga a las corporaciones derechos constitucionales como si fuesen personas. Mientras que la mitad de la población no vota, EE.UU es el país del mundo que más gasta en prisiones y ejército.
¿Por qué querrían los dueños del capital y sus comprados políticos cambiarse a la marca “fascismo”? La marca “democracia burguesa” ya ha logrado con éxito que la gente se someta al gobierno de la elite y crea que goza de democracia real. Sólo una izquierda lo suficientemente fuerte para combatir esta agenda haría a las elites dirigentes considerar el fascismo como respuesta desprendiéndose de la fachada electoral.
Bernie Sanders no es un revolucionario marxista, sino un social-demócrata que es blando con el imperialismo. Con todo, en el contexto de la política actual, su desafío a la austeridad neoliberal es muy bien acogido. Por ahora, el establishment está apostando por manipular el proceso electoral (por ejemplo, con los superdelegados). El juego sucio y la prensa corporativa acabarán con las opciones de Sanders. Las elites están dispuestas a arriesgar cuatro años más de Trump con tal de no ver en la Casa Blanca a un supuesto izquierdista como él.
Pero si, por un casual, el movimiento inspirado por Sanders -Our Revolution- se convirtiera realmente en revolucionario y montara un tercer partido con perspectivas de ganar, un sector de la clase dominante podría considerar el fascismo. De momento, la carta “f” la tienen guardada en caso de que el fenómeno Sanders realmente prenda la mecha de la insurgencia y logre romper los límites institucionales del aparato del Partido Demócrata. Entonces la lucha podría decantarse entre el socialismo y su bárbara alternativa.
El heraldo del fascismo es la creciente preeminencia del Estado de Seguridad Nacional, visto ahora por los demócratas como el baluarte de la democracia. El Partido Demócrata -el del Impeachment- contribuyó a renovar la Patriot Act, otorgando a Trump la autoridad para declarar la guerra y suspender las libertades constitucionales. Mientras tanto, Internet se está convirtiendo en un arma contra la izquierda. Elizabeth Warren (una de las candidatas demócratas) ha propuesto que se imponga la censura en la Red supervisada por el gobierno en cooperación con las grandes tecnológicas. Estos desarrollos, que expanden el Estado de vigilancia masiva, son los “pasos preparatorios” del fascismo.
Fuente:
https://www.mintpressnews.com/neoliberal-legacy-america-fascism-problem-runs-deeper-trump/264692/
POR EVA LAGUNERO PARA CANARIAS-SEMANAL.ORG.-
Hay en Estados Unidos varios partidos que se reivindican socialistas y pugnan por abrirse paso en los tortuosos pasillos electorales que el duopolio dominante (demócratas-republicanos) o, como allí se llama, el bi-partido, tiene cerrados a cal y canto para que no se les cuelen “intrusos”. Todo muy democrático. El Peace and Freedom Party es uno de ellos.
Según Roger D. Harris, miembro del comité central de la referida formación, tras la presidencia de Barack Obama, calificada de “post-racial”, los “expertos” de signo progresista han descubierto de repente que el racismo nació en su tierra. Nunca hasta ahora se habían sentido tan a gusto denostando el racismo como cuando ganó Donald Trump, al que identifican como su causa fundamental. Trump es, según ellos, el que empaña el “brillante ejemplo” de los Estados Unidos de América. En la sombra dejan los antecedentes históricos de esta “excepcional” república, fundada sobre la expropiación de la tierra indígena y el exterminio de sus habitantes, y construida en gran parte con el trabajo de los esclavos africanos.
Trump es reprensible por avivar las ascuas del racismo blanco. Pero los republicanos no ostentan el monopolio de esta franquicia. Deberíamos recordar el legado demócrata del Jim Crow (leyes segregacionistas) y el Dixiecrat (partido demócrata segregacionista de corta duración fundado en 1948), con seis senadores y dos jueces del Tribunal Supremo que fueron miembros del Ku Klux Klan. El presidente Roosevelt, que se dice fue el demócrata más progresista, puso a 120.000 estadounidenses de ascendencia japonesa en campos de concentración, incluidos niños huérfanos y gente con sólo una sexta parte de sangre japonesa.
Por desgracia, el comportamiento de Trump tiene precedentes que se prolongan a épocas más cercanas como la del mandato de Bill Clinton, que en 1994 puso en vigor la ley de encarcelamiento masivo (principalmente de población negra) y decretó el “fin del Estado del Bienestar tal como lo conocemos”. Lo que diferencia a Trump es que es más vulgar, abierto y virulento.
El racismo es una institución en la “tierra de los libres”. Y es especialmente nocivo porque atraviesa y refuerza las divisiones de clase. La brutalidad policial, el encarcelamiento masivo, las prestaciones sociales, la educación pública de calidad, etc., se dice que son “asuntos de negros”, aunque les conciernen a todos los trabajadores, no sólo a los afroamericanos. El racismo blanco se utiliza para ocultar los intereses comunes de la clase trabajadora, creando la ilusión de que, de alguna manera, un empleado blanco de los almacenes de Amazon tiene algo en común con su jefe, Jeff Bezos.
En años recientes, la prensa se hizo eco de la juventud blanca racista atraída por la extrema derecha y flirteando con el fascismo. Si en Estados Unidos surgiera un movimiento fascista significativo, estos jóvenes desposeídos -llamados “deplorables” por Hillary Clinton- formarían sus bases. Pero ¿Son ellos la causa o la consecuencia?
El racismo y una concepción estrecha del nacionalismo se han asociado históricamente con el fascismo. Sin embargo, la prohibición de Trump de los musulmanes, aunque odiosa, palidece en comparación a la perfidia del internamiento de japoneses de Roosevelt. El espectro del fascismo entraña mucho más que nacionalismo blanco. El fascismo adquiere expresión política como forma específica de gobierno. Como tal, “surge cuando, enfrentado a una clase trabajadora desafiante, el capital ya no puede gobernar a la vieja usanza”, como explica Greg Godels.
Sí, es verdad que Trump habló de “alguna gente muy maja” en referencia a los jóvenes blancos con cabeza rapada y esvásticas tatuadas que protagonizaron los sucesos de Charlottesville (cuando un coche arremetió contra la multitud que protestaba contra una manifestación fascista, con el resultado de una persona muerta). Sin embargo, estos jóvenes no son la clase dominante, sino el subproducto de las políticas neoliberales y los potenciales reclutas de un movimiento fascista. Ellos son la dinamita pero no la cerilla. El peligro del fascismo viene de los círculos dirigentes y no de las clases populares.
Desde la presidencia de Nixon, no ha habido ninguna legislación progresista de calado en Estados Unidos. El neoliberalismo -que auspició Reagan- es la ortodoxia de los dos partidos del capital, como evidencia la creciente austeridad impuesta a la clase trabajadora, la expansión más agresiva del imperialismo estadounidense en el mundo y el reforzamiento del Estado de Seguridad Nacional (los servicios de inteligencia del Departamento de Defensa). Todo ello va parejo a la concentración del poder económico, a un Estado cada vez más autoritario que sirve a los intereses de un capital cada vez más concentrado.
Tras la farsa electoral se esconde un Estado cada vez más coercitivo que gasta sumas astronómicas en comprar políticos, algo que está protegido por la ley, la misma que otorga a las corporaciones derechos constitucionales como si fuesen personas. Mientras que la mitad de la población no vota, EE.UU es el país del mundo que más gasta en prisiones y ejército.
¿Por qué querrían los dueños del capital y sus comprados políticos cambiarse a la marca “fascismo”? La marca “democracia burguesa” ya ha logrado con éxito que la gente se someta al gobierno de la elite y crea que goza de democracia real. Sólo una izquierda lo suficientemente fuerte para combatir esta agenda haría a las elites dirigentes considerar el fascismo como respuesta desprendiéndose de la fachada electoral.
Bernie Sanders no es un revolucionario marxista, sino un social-demócrata que es blando con el imperialismo. Con todo, en el contexto de la política actual, su desafío a la austeridad neoliberal es muy bien acogido. Por ahora, el establishment está apostando por manipular el proceso electoral (por ejemplo, con los superdelegados). El juego sucio y la prensa corporativa acabarán con las opciones de Sanders. Las elites están dispuestas a arriesgar cuatro años más de Trump con tal de no ver en la Casa Blanca a un supuesto izquierdista como él.
Pero si, por un casual, el movimiento inspirado por Sanders -Our Revolution- se convirtiera realmente en revolucionario y montara un tercer partido con perspectivas de ganar, un sector de la clase dominante podría considerar el fascismo. De momento, la carta “f” la tienen guardada en caso de que el fenómeno Sanders realmente prenda la mecha de la insurgencia y logre romper los límites institucionales del aparato del Partido Demócrata. Entonces la lucha podría decantarse entre el socialismo y su bárbara alternativa.
El heraldo del fascismo es la creciente preeminencia del Estado de Seguridad Nacional, visto ahora por los demócratas como el baluarte de la democracia. El Partido Demócrata -el del Impeachment- contribuyó a renovar la Patriot Act, otorgando a Trump la autoridad para declarar la guerra y suspender las libertades constitucionales. Mientras tanto, Internet se está convirtiendo en un arma contra la izquierda. Elizabeth Warren (una de las candidatas demócratas) ha propuesto que se imponga la censura en la Red supervisada por el gobierno en cooperación con las grandes tecnológicas. Estos desarrollos, que expanden el Estado de vigilancia masiva, son los “pasos preparatorios” del fascismo.
Fuente:
https://www.mintpressnews.com/neoliberal-legacy-america-fascism-problem-runs-deeper-trump/264692/
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