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LA INCINERACIÓN DELIBERADA DE LA HISTORIA: AYER, A MANOS DE UN PIRÓMANO FRANQUISTA. HOY, CON LA TEA DE LA "IZQUIERDA" INSTITUCIONAL

La izquierda institucional, cómplice silenciosa de un sistema que administra la verdad como mercancía.

El Gobierno español intenta vestir de modernidad lo que en realidad es la continuidad de una larga tradición de impunidad. La nueva Ley de Información Clasificada no democratiza el acceso a la verdad, sino que lo entierra bajo capas de silencio heredadas del franquismo. Desde la quema de archivos policiales en 1977 a manos de Martin Villa, hasta el blindaje jurídico actual del Gobierno de coalición socialdemócrata , el secreto sigue siendo la herramienta preferida de las élites para garantizar que los crímenes del Estado jamás salgan a la luz.

 

 POR ADAY QUESADA PARA CANARIAS SEMANAL.ORG

 

    El Estado español vuelve a intentar lo imposible: envolver en papel de celofán democrático lo que en esencia no es más que la perpetuación de un mecanismo de impunidad heredado del franquismo.

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    La nueva Ley de Información Clasificada, presentada como un paso hacia la “modernidad europea”, es en realidad otro fraude político: un engaño institucional que asegura a las élites la capacidad de ocultar, manipular y blindar sus crímenes bajo la excusa de la “seguridad nacional”.

 

    Desde la Ley de Secretos Oficiales de 1968, firmada por Franco y luego maquillada en 1978 por casi todas las fuerzas políticas de la Transición, hasta este nuevo intento de actualización, la lógica se mantiene: callar, esconder y quemar documentos cuando sea necesario. Es la historia repetida de un Estado construido sobre pactos de silencio, amnistías a verdugos y destrucción de pruebas.

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EL SECRETO COMO POLÍTICA DE ESTADO

     Lo primero que hay que decir sin rodeos: las leyes de secretos oficiales nunca fueron pensadas para proteger al pueblo, sino para blindar al poder.

 

    Desde la destrucción de archivos de la Guardia Civil en 1977 —con millones de documentos calcinados bajo la batuta de Martín Villa y la complacencia del presidente Suárez— hasta la sistemática negación de acceso a información clave sobre represión, corrupción o connivencias con dictaduras, la norma ha servido para garantizar que el Estado siga siendo juez y parte de su propio pasado.

 

    El discurso oficial intenta vender la idea de que lo que se clasifica es “sensible” y que, de hacerse público, podría “poner en riesgo la seguridad del país”. Pero ¿qué significa realmente esa “seguridad”? ¿Proteger a la población o proteger a las élites, los militares y los responsables políticos que tienen demasiado que esconder?

 

LA QUEMA DE LOS ARCHIVOS: LA HOGUERA DE LA MEMORIA

   Conviene detenerse aquí, porque este episodio resume como pocos el pacto de silencio de la Transición. El 19 de diciembre de 1977, apenas dos meses después de aprobarse la Ley de Amnistía, el gobierno decretó una Orden ministerial sobre la “inutilización administrativa, archivación y expurgo” de los archivos de las Direcciones Generales de Seguridad y de la Guardia Civil.

 

   Detrás de ese eufemismo burocrático se escondía una [Img #86363]operación masiva de destrucción de pruebas. Según Óscar Alzaga, entonces destacado dirigente de la UCD, lo que ocurrió fue una “destrucción metódica, sistemática y con pretensiones de totalidad” de los archivos policiales y parapoliciales.

     En la práctica, millones de documentos fueron transportados hasta la sede central de la Guardia Civil, donde se había instalado una gran caldera industrial para quemarlos.

 

   La imagen es brutal y simbólica: un Estado que, en pleno proceso de proclamarse democrático, organizaba la incineración a gran escala de los rastros de la represión franquista.

 

   Fichas de detenidos, informes de torturas en comisarías, órdenes de operaciones parapoliciales, listas de confidentes y colaboradores de la dictadura, seguimientos a opositores políticos, pruebas de connivencia con dictaduras latinoamericanas… todo reducido a cenizas en nombre de la reconciliación. No era solo un expurgo técnico, era un auténtico auto de fe contra la memoria histórica.

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    Si la Ley de Amnistía había permitido que los criminales conservaran sus carreras políticas y policiales sin pasar por los tribunales, la quema de archivos aseguraba que ni siquiera quedara constancia documental de sus delitos. Era la segunda capa de blindaje. Primero la impunidad legal, después el olvido material.

 

DEMOCRACIA VIGILADA: HERENCIA FRANQUISTA Y NEGOCIO NEOLIBERAL

     En los años de la Transacción, el pacto era claro: reconciliación, sí; justicia, jamas. El precio de la paz social era la impunidad de los crímenes del franquismo y el blanqueo de sus responsables. La Ley de Amnistía de 1977 lo cerró todo con un candado. La Orden de destrucción de archivos garantizó que nadie pudiera abrir ese candado en el futuro. Y la Ley de Secretos Oficiales —y ahora su heredera “moderna”— se encargaba de cubrir con un manto jurídico cualquier intento de abrir las grietas de la memoria.

 

    Ese entramado explica por qué episodios clave de nuestra historia siguen cubiertos de sombras: los asesinatos y secuestros del GAL, la guerra sucia contra ETA organizada desde los propios aparatos del Estado; los entresijos del 23F, con implicaciones militares y políticas aún oscuras; la sistemática práctica de torturas en cuarteles y comisarías durante la Transacción; o las operaciones de inteligencia vinculadas a la Guerra Fría y a la cooperación con dictaduras latinoamericanas como la de Videla o Pinochet.

 

    Aquí entra en juego la lógica neoliberal: mientras se predica la “transparencia” y la “sociedad de la información”, lo que se practica es el secretismo y el blindaje de los privilegios. La democracia formal convive perfectamente con un aparato estatal que reserva para sí mismo el derecho a decidir qué sabe y qué ignora la población. No se trata solo de herencia franquista: es también el modo en que el capitalismo global gestiona su crisis permanente, administrando la verdad como un recurso más en el mercado del poder.

 

  LA “IZQUIERDA” DOMESTICADA: CÓMPLICE SILENCIOSA

      Un detalle no menor: esta ley no avanza sola. Requiere de complicidad parlamentaria, y la encuentra siempre en una “izquierda” institucional que, en lugar de confrontar la arquitectura del secreto, se limita a negociar plazos de desclasificación o a discutir matices técnicos. ¿Cincuenta, setenta, cien años para conocer la verdad sobre el GAL, sobre el 23F o sobre las cloacas del Estado? La izquierda sistémica ha asumido el papel de gestora obediente de las sombras, prefiriendo hablar de “equilibrio institucional” antes que de memoria, justicia o reparación.

 

    El resultado es devastador: se perpetúa un modelo de democracia de baja intensidad, donde el pueblo es tratado como menor de edad y donde la verdad se dosifica según convenga al calendario electoral o a los pactos internacionales.

 

EL SECRETO COMO MOTOR DE IMPUNIDAD

    La clave del debate no es jurídica, sino política: ¿puede existir democracia real si el pueblo no tiene derecho a conocer lo que el Estado hace en su nombre? La respuesta es obvia, pero incómoda. No hay democracia donde rigen las sombras, donde la verdad se archiva bajo siete llaves y donde los responsables de la represión, de la corrupción o de la guerra sucia mueren en sus camas sin rendir cuentas.

 

   En este sentido, la nueva Ley de Información Clasificada no es un avance, sino un enorme  retroceso. Asegura la continuidad de un modelo de impunidad que se remonta al franquismo y que hoy encuentra nuevas justificaciones en la lógica neoliberal del control, la seguridad y la gobernabilidad global.

 

UNA BATALLA POR LA MEMORIA Y LA DIGNIDAD

   La verdadera pregunta que queda en el aire es: ¿seguirá aceptando la sociedad española que la democracia se construya sobre secretos y silencios? El combate contra esta ley no debería ser solo jurídico. Es también un combate cultural y político contra la anestesia colectiva.

 

    La memoria no se negocia ni se pospone: se ejerce. Y la dignidad de los pueblos se mide por su capacidad de arrancar la verdad incluso de las manos más férreas del poder.


 

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